Cansado de no hallarle ningún concierto a los estrambóticos fragores nacionales, más que harto de nomás no poder pescar aunque sea una punta del descomunal ovillo patrio, Manuel Zamacona ―escribe Carlos Fuentes― no quiso escribir más. Se sintió pequeño y ridículo ―Manuel, no Carlos―; pequeños y ridículos debían sentirse cuantos trataran de explicar algo de este país. ¿Explicarlo? No ―se dijo―, creerlo, nada más. México no se explica; en México se cree, con furia, con pasión, con desaliento. Una explicación brillante de nuestras maneras de estar y entender el mundo, ¿no cree usted?
Hago memoria y cuentas: la primera vez que leí La región más transparente debió de haber sido a finales de 1982. Entonces, como Ixca Cienfuegos, vivía en México, D.F., y podía decir: Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Como hoy, aquello no era un lecho de rosas: de nuevo, el país se sentía afrentado por el destino y los otros: en febrero, José López Portillo juró que defendería el peso como un perro, pero en agosto su gobierno tuvo que declararse incapaz de pagar la deuda externa, y enseguida la devaluación del peso nada más fue de casi el 400 por ciento. Ya de salida, poderoso sólo en su histrionismo, en su último informe de gobierno nacionalizó la banca y lloró amargamente: “¡Ya nos saquearon! ¡México no se ha acabado! ¡No nos volverán a saquear!” La mayoría de quienes vivieron aquel episodio nos resistimos a aceptar el recuerdo: un día después, tanto la clase política, izquierdas y derechas, como la raza, se sumó a la respuesta dramatoide del Primer Mandatario de la Nación —un hombre que se creía Quetzalcóatl reencarnado y juraba haber leído a Hegel a los nueve años— y lo aplaudió a rabiar… Entonces pienso que Zamacona no andaba tan errado: Todo lo mexicano es, sentimentalmente, excelente, aunque prácticamente sea inútil. Total, López Portillo había explicado las cosas del tal forma que para nadie era necesario saber ni medio teorema de economía política para entender la afrenta: “Soy el responsable del timón, no de la tormenta”. Claro, porque todo lo extranjero, así sea prácticamente bueno, es, sentimentalmente malo, y todos los males vienen de fuera.
Aunque el año pasado conmemoramos cincuenta años de la primera edición de La región más transparente (FCE, 1958), mucho de lo que ahí narra Carlos Fuentes sigue vivo. Un botón: …nuestra borrachera con el petróleo ya debe acabar. No poseemos las capacidades para conducir exploraciones permanentes y en gran escala. Poco a poco, disfrazadas pero seguras, las compañías extranjeras tendrán que regresar a darnos su saber técnico y su dinamismo. De lo contrario, tendremos que seguir un proceso de industrialización lento, frenado por el afán patriotero de gritar que el petróleo es nuestro. Lo anterior no proviene de una minuta de los debates que en el Senado se llevaron a cabo hace apenas unos meses, se lo dice Federico Robles a Ixca Cienfuegos, ¡hace más de medio siglo! Pero, por supuesto, también ya llovió y ha corrido mucha agua. En la década de los cincuenta del siglo XX, en la ciudad de México no sólo era posible ver a un hombre pastoreando un hatajo de cabras a los pies del Ángel de la Independencia, también las preocupaciones de la clase media eran otras: La clase media está más amolada que el pueblo, mi estimado, porque tiene ilusiones, y más que ilusiones tiene que mantener las apariencias. Tiene que aparentar cierta decencia en su casa, en su comida, en su ropa. No puede andar en huaraches y calzón de manta. Hoy el anhelo se ha convertido en miedo, no sólo miedo a los narcos y el crimen organizado y los sicarios y las balas perdidas, no sólo a la influenza, miedo sobre todo a desbarrancarse socialmente, a la depauperación, a patinarse con las tarjetas de crédito, a ya no poder pagar las colegiaturas de los niños, a una vejez miserable… Mucho sufrir, mucho tapabocas, mucho Dalai para dormir, pero eso sí, siempre entre chistorete y albur, porque por muy englobalizados que andemos, de Mérida hasta Ensenada, mi identidad nacional como si nada: en México es de mal tono no tomar a broma las propias desventuras. Y además, por más que la crisis que nos llegó de fuera nos pegue y le pegue a toditito el orbe, por más que los puercos sean una mala influenza siempre y cuando no estén empaquetados en tacos de carnitas michoacanas, estamos antidotados contra apocalípticos derroteros, tanto que desde México ya salvaguardamos al género humano, porque si no se salvan los mexicanos, no se salva nadie.
La lectura o relectura de La región más trasparente permite, si es que no lo sabíamos, darnos cuenta de que todo el pasado mexicano era presente y que, si recordarlo era doloroso, con olvidarlo no lograríamos superar su vigencia.
viernes, 29 de mayo de 2009
sábado, 23 de mayo de 2009
Infusión en Londres
La expectación mantenía en vilo a unas veinte mil personas. La O2 Arena de Londres, la estructura de techo único más grande del mundo, en esos momentos era una descomunal olla express que apenas podía contener la garrafal presión de sentimientos variopintos, distintos todos respecto a todos, emisario cada uno de historias diversas, unos más acompañados que otros pero todos individuos, únicos, diferenciados y por eso mismo urgidos de sumarse a una sincronía colectiva, a la ilusión de integrarse a algo mucho más vasto que sus escuálidas biografías y menos limitado que sus cuerpos. Recuerdas entonces el té de frutas secas que desayunaste en la mañana nomás aterrizaste en el Heathrow: el confeti misterioso de lascas vegetales que a pesar de su feroz pluralidad de colores, tamaños, consistencias y formas terminó entintando el agua caliente de un rojo tenue y parejo, comunión de los desemejantes: Somos una infusión de esperanzas, pensaste, todavía en español porque para esas horas aún brincas del inglés a tu lengua materna. Y justo a las nueve, puntual, el poeta apareció: la emoción se desata y todos reciben de pie a Leonard Cohen, aplaudiendo, gritando, chiflando, chillando de gusto porque hay la fe compartida de que un milagro está a punto de consumarse. Thank you so much, friends. Traje cruzado a rayas, sin corbata pero con la camisa abotonada hasta el cuello —At my age if you don´t wear a suit people think you´re homeless— y con un fedora-hat cubriéndole la plateada cabeza. Niño travieso, paladea cada palabra desde las alturas de una humildad conseguida a golpe de verdades y mentiras bien versadas: So very kind of you to come to this. La respuesta del respetable es casi un reparo: no espetes estulticias, tótem canadiense, gracias a vos. Afortunados los presentes aquí, en la península de Greenwich, hoy, julio 17 de 2008, a punto de despacharse con Cohen y su banda una sobredosis de catarsis. Y a lo que te truje: la primera de la noche, Dance Me to the End of Love. Hace apenas unos minutos una de las cincuentonas que tienes a un lado señalaba filas más abajo al exministro de Cultura, Chris Smith, mientras que un adolescente treintañero que no quiso quedarse atrás apuntó con el índice al pinkfloyd David Gilmour, pero ahora todos son uno, infusión lograda al calor de la poesía, hasta tú, recién llegado de Tenochtitlán: Dance me to your beauty with a burning violin… Ovación; Cohen entiende e ironiza: Thank you for joining us, at a place just the other side of intimacy… Entonces, a pesar de que hay miles de orejas atentas, la voz de Leonard viene directito a las tuyas cuando se dirige a los que, según sabe, llegaron a Londres a pesar de inconvenientes financieros y geográficos… ¡Utss!, inconvenientes, no me digas, le dices tú, sin un clavo en la cartera, tú que dejaste del otro lado del Atlántico todas las naves quemadas. No caes en el drama idiota del desagradecido, y te tiras con todos a corear The Future con el monje budista que susurra netas en el escenario: Things are going to slide, slide in all directions / Won't be nothing / Nothing you can measure anymore / The blizzard, the blizzard of the world / has crossed the threshold / and it has overturned / the order of the soul. Y como entró corriendo, como se hincará varias veces a venerar los solos de Javier Mas, como no le faltará una chispa de energía durante las más de tres horas que durará el concierto, qué bueno que Cohen se da tiempo para recordarnos que a la gran mayoría de nosotros nos queda mucha cuerda: nos cuenta que la última vez que estuvo en la capital de Inglaterra fue hace quince años, durante su última gira, when I was just a 60-year-old kid with a crazy dream. Y se siguió el septuagenario con una de sus lapidarias: Ain´t No Cure for Love y Bird on a Wire. Interpretaría veintiséis canciones; seis músicos, tres vocalistas –las Webb Sisters y Mariana Trench–, el ensamble con el cual el juglar de Montreal, generoso, te recordaría que, en su origen y a final de cuentas, poesía y música son la misma cosa, y que, como dijo Nietzsche, sin música la vida sería un error. Al final tú te quedas enganchado del verso aquel que, acopando con las manos el micrófono, Leonard Cohen balbucea para dejar claro que siempre queda una grieta para la esperanza: There is a crack in everything / That's how the light gets in. Armado así, ya podrás lavar platos durante varios meses para juntar el dinero del vuelo de regreso.
Y yo que no estuve ahí, como tú, aminoro sólo un poco mi dolorosa envidia porque el 31 de marzo Columbia comenzó a vender el álbum doble de aquel portento: Live in Lond.
Y yo que no estuve ahí, como tú, aminoro sólo un poco mi dolorosa envidia porque el 31 de marzo Columbia comenzó a vender el álbum doble de aquel portento: Live in Lond.
domingo, 10 de mayo de 2009
Terrorismo de Estado
¿Cuáles son las explicaciones utilizadas para excusar o justificar la aplicación de las acciones que definen al terrorismo de Estado? Un académico experto en el tema, el doctor Ernesto Garzón, en su libro Calamidades (Gedisa, 2004), enlista los siguientes argumentos: i) el de la eficacia, es decir, la imposición del terror de Estado se justifica como la forma más eficaz para combatir el mal que acecha; ii) el de la imposibilidad de identificar precisamente al enemigo que supuestamente se enfrenta; iii) el de la simetría de los medios de lucha, esto es, a grandes males, grandes remedios; iv) el de la distinción entre la ética pública y la ética privada, en el sentido de que la suma de acciones malas individuales redituará a favor del bien común; v) el de la inevitabilidad de consecuencias secundarias negativas: nos va a salir caro, nos va a doler, pero pues no había de otra; vi) el de la elección trágica: si no se da respuesta contundente al mal, se pone en peligro la existencia misma del Estado; y, vii) el de la primacía de valores absolutos: antes que nada está la vida, la salud, el destino de la patria, en fin, mientras que todo lo demás es pura superficialidad.
Dios, Patria y Hogar. El anterior, uno de los lemas de la dictadura militar que se impuso entre 1976 y 1983 en Argentina. Otro: Orden y Limpieza; paradójicamente, una de las rúbricas que institucionalizaban la llamada Guerra Sucia. La junta de comandantes echó mano de políticas de terrorismo de Estado, entre otras, la desaparición de personas: se estima que durante aquellos terribles años para América Latina, sólo en Argentina fueron desaparecidos alrededor de 30 mil seres humanos. Simón, un joven cartógrafo, fue uno de ellos: en el invierno de 1976, en la provincia de Tucumán, un grupo de gorilas uniformados lo detuvo a él y a Emilia, con quien hacía muy poco se había casado. Desde entonces, desaparecido: ella no volvió a verlo, ni vivo ni muerto: “Como no tiene tumba, yo fui su tumba. Ahora quiere salir de ahí”.
Purgatorio (Alfaguara, 2008), la más reciente novela de Tomás Eloy Martínez (1934), comenzó a circular a principios de este año. Su íncipit engancha: “Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupay, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Truday Tuesday”. Ella, exiliada en New Jersey desde 1991, es ahora una sexagenaria medio venática y solitaria; pero él, Simón, sigue siendo el mismo joven, atrapado en la irrealidad a la cual lo deportó un régimen totalitario, capaz de imponer frontera entre lo que es y lo que no. En su novela, recuerda Tomás Eloy Martínez que, cuestionado por periodistas japoneses acerca de la epidemia de desapariciones que azotaba Argentina, uno de los generalotes de la junta castrense respondió: “Primero habría que averiguar si lo que ustedes dicen que existió estuvo en donde ustedes dicen que estuvo. La realidad puede ser muy engañosa. Mucha gente desespera por hacerse notar y desaparece sólo para que no la olviden”. Frente al cinismo y la injusticia elevadas a rango de sistema, a Emilia Dupay —hija de uno de los titiriteros civiles de los militares— le quedó la memoria y el deseo como únicas anclas para aferrarse a la existencia de quien desapareció. En cambio, Ethel, su madre, quiso borrarse a sí misma perdiendo la memoria; cuando la llevan al hospital, una enfermera le cuenta a Emilia: “He tenido pacientes con voluntad de ausentarse, gente que se cansa de sí misma. Algunos se curan quedándose en su nada y volverían a enfermarse si se los obligara a regresar”.
Purgatorio, desde su título, remarca que la capacidad más ignominiosa que puede desplegar el terrorismo de Estado es precisamente la de transgredir la realidad. Y ello, en ambos sentidos: por un lado, disipando, esfumando, y por el otro otorgando existencia a entidades espurias: “Los héroes obligatorios se multiplicaban en el país, como los santos en la Iglesia católica. Se creaba un héroe nuevo por cada batalla que no se libraba, se veneraba un santo por cada milagro que no existía”. Así como la gente de carne y hueso desaparecía, falsos peligros, los enemigos embozados, aparecían de la nada.
Bien escrita, aunque triste, la novela abre una grieta de esperanza: Tomás Eloy Martínez cuenta el diálogo entre un perro y un escritor, a través de la cual, para quien se anime, es posible atisbar la enormidad: “Lo que no existe está siempre buscando un padre…, alguien que le dé conciencia. ¿Un dios?, preguntó el escritor. No, busca cualquier padre, contestó el perro. Las cosas que no existen son muchas más que las que llegan a existir. Lo que nunca existirá es infinito.”
Contra el terror, la imaginación.
Dios, Patria y Hogar. El anterior, uno de los lemas de la dictadura militar que se impuso entre 1976 y 1983 en Argentina. Otro: Orden y Limpieza; paradójicamente, una de las rúbricas que institucionalizaban la llamada Guerra Sucia. La junta de comandantes echó mano de políticas de terrorismo de Estado, entre otras, la desaparición de personas: se estima que durante aquellos terribles años para América Latina, sólo en Argentina fueron desaparecidos alrededor de 30 mil seres humanos. Simón, un joven cartógrafo, fue uno de ellos: en el invierno de 1976, en la provincia de Tucumán, un grupo de gorilas uniformados lo detuvo a él y a Emilia, con quien hacía muy poco se había casado. Desde entonces, desaparecido: ella no volvió a verlo, ni vivo ni muerto: “Como no tiene tumba, yo fui su tumba. Ahora quiere salir de ahí”.
Purgatorio (Alfaguara, 2008), la más reciente novela de Tomás Eloy Martínez (1934), comenzó a circular a principios de este año. Su íncipit engancha: “Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupay, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Truday Tuesday”. Ella, exiliada en New Jersey desde 1991, es ahora una sexagenaria medio venática y solitaria; pero él, Simón, sigue siendo el mismo joven, atrapado en la irrealidad a la cual lo deportó un régimen totalitario, capaz de imponer frontera entre lo que es y lo que no. En su novela, recuerda Tomás Eloy Martínez que, cuestionado por periodistas japoneses acerca de la epidemia de desapariciones que azotaba Argentina, uno de los generalotes de la junta castrense respondió: “Primero habría que averiguar si lo que ustedes dicen que existió estuvo en donde ustedes dicen que estuvo. La realidad puede ser muy engañosa. Mucha gente desespera por hacerse notar y desaparece sólo para que no la olviden”. Frente al cinismo y la injusticia elevadas a rango de sistema, a Emilia Dupay —hija de uno de los titiriteros civiles de los militares— le quedó la memoria y el deseo como únicas anclas para aferrarse a la existencia de quien desapareció. En cambio, Ethel, su madre, quiso borrarse a sí misma perdiendo la memoria; cuando la llevan al hospital, una enfermera le cuenta a Emilia: “He tenido pacientes con voluntad de ausentarse, gente que se cansa de sí misma. Algunos se curan quedándose en su nada y volverían a enfermarse si se los obligara a regresar”.
Purgatorio, desde su título, remarca que la capacidad más ignominiosa que puede desplegar el terrorismo de Estado es precisamente la de transgredir la realidad. Y ello, en ambos sentidos: por un lado, disipando, esfumando, y por el otro otorgando existencia a entidades espurias: “Los héroes obligatorios se multiplicaban en el país, como los santos en la Iglesia católica. Se creaba un héroe nuevo por cada batalla que no se libraba, se veneraba un santo por cada milagro que no existía”. Así como la gente de carne y hueso desaparecía, falsos peligros, los enemigos embozados, aparecían de la nada.
Bien escrita, aunque triste, la novela abre una grieta de esperanza: Tomás Eloy Martínez cuenta el diálogo entre un perro y un escritor, a través de la cual, para quien se anime, es posible atisbar la enormidad: “Lo que no existe está siempre buscando un padre…, alguien que le dé conciencia. ¿Un dios?, preguntó el escritor. No, busca cualquier padre, contestó el perro. Las cosas que no existen son muchas más que las que llegan a existir. Lo que nunca existirá es infinito.”
Contra el terror, la imaginación.