viernes, 26 de junio de 2009

Jacques y la vieja endiablada


Me acosa la sensación de que vivimos en una época durante la cual suceden las cosas, no porque nos encaminemos hacia ellas, sino así nada más: pasan y hay que actuar en consecuencia para que no se desbarajuste todo. Porque aunque los sustantivos cambio y novedad sigan siendo mercadológicamente muy rentables, creo que en realidad transitamos por un momento histórico profundamente reaccionario: todos los andamiajes —o si prefieres, el andamiaje de todo— se perciben patéticamente vulnerables, decrépitos, pero nadie apuesta por cambiarlos por otros nuevos: el sistema económico —tan global que China es uno de sus protagonistas— hace agua por todos lados y pareciera que nadie entiende bien a bien si sigue siendo viable, pero el objetivo se mantiene: mantenerlo; el ideal democrático que Occidente ha impuesto por doquier detenta hoy como su principal beneficio que no hemos inventado uno menos malo —y después del voto blanco, ¿qué?—; las estructuras sociales —la pareja, la familia, el Estado— se quebrantan todas frente al voraz avance del individuo como principio y fin únicos —todos igualitos, todos sintiéndose distintos—; el avance tecnológico, que se ha vuelto previsiblemente sorpresivo, descubrió su función de transporte aunque nadie encuentra el volante para conducirlo; Dylan no muere y sigue editando discos novedosos y los Beatles sientan su realeza en la Xbox…; en fin, seguramente sabes de qué hablo: quesque llegamos al dichoso fin de la historia, y con el acelerador tan a fondo que incluso el concepto posmodernidad ya se acartonó. En el terreno del arte, las vanguardias se volvieron tradición, y ya vamos en el tercero o el quinto o el undécimo reciclado de esta y aquella escuela. La novela, pilar estético de la Modernidad, ha sido declarada cadáver, y, nada, que primero algunos urgieron enterrarla para luego tener que aceptar que nada más andaba cataléptica. Antonio Gamoneda (El cuerpo de los símbolos, Calamus, 2007) se pregunta si aún vive la novela, y su respuesta es irónica, moderna: “la novela no es otra cosa que una modalidad transitoria de la poesía”, y “claro que existe, podrá desaparecer como modalidad compositiva, pero bajo no importa qué nombre permanecerá con nosotros el valor —y el placer— de la sustancia narrativa”.



Por eso, no debería sorprenderme tanto que un libro escrito hace más de doscientos años resulte tan refrescante. Además de la inteligencia e irreverencia que supura, resulta un caldo de nutrientes que, para nada, ha caducado. Jacques el fatalista, la novela que según José Saramago debe ser considerada como “la primera absolutamente moderna”, fue escrita entre 1765 y 1780. Su autor, el tatarabuelo de Wikipedia, fue nada menos que el versátil editor en jefe del gran proyecto de la Ilustración, la Enciclopedia. Me refiero, claro, a Denis Diderot, quien nació en 1713, y murió a septuagenario, apenas cinco años antes de que estallara de la Revolución Francesa.



El carácter endiabladamente moderno de Jacques el fatalista (Alfaguara, 2004) revienta en cada página. Quizá uno de los botones más evidentes sea la inversión de los roles: Jacques convence a su anónimo amo de que en realidad él es el sojuzgado, en mucho porque tiene poco que decir, pero sobre todo porque pertenece a una clase derrotada por el aburrimiento. Sin embargo, si los espíritus tuvieran columna vertebral, el de la novela de Diderot estaría en su poética, irónica y despiadada consigo misma: el novelista, duende, nos tima: “Es evidente que no estoy escribiendo una novela, ya que desdeño aquello que un novelista no dejaría de emplear. Quién tomará lo que escribo como la pura verdad, quizá estaría menos equivocado que quien lo toma por una fábula”. Entonces, ¿es verdad lo que cuenta Diderot? Tan verdadero como el siguiente enunciado: el enunciado anterior es mentira.    



El amo, harto de las chapuzas verbales de Jacques le exige: “di las cosas tal cual son”. ¡Pobre!, no sabe en el berenjenal en el que se metió, el mismo en el que tú, lector, puedes encontrarte: “Eso no es nada fácil —le responde Jacques—. ¿No tenemos cada cual nuestro carácter, interés, gusto y pasiones, según las cuales exageramos o atenuamos las cosas? ¡Di las cosas tal cual son!... Eso a lo mejor no sucede ni dos veces al día en una gran capital. ¿Y aquél que escucha estará mejor dispuesto a que quien habla? No. De donde se deduce que en una gran capital a uno no le escuchan como es debido ni dos veces al día.” Acorralado, el amo acepta la única postura que queda ante tal argumento: “¡Caramba, Jacques! Con esas máximas sólo conseguirás proscribir el uso de la lengua y de los oídos, no decir nada, no oír nada, no creer nada. Así que habla en cuanto a tú, te escucharé en cuanto a yo, y te creeré como pueda.”



La novela: vieja, vieja, pero endiabladamente irónica; la Modernidad, vieja, muy vieja…


viernes, 19 de junio de 2009

¿Dónde queda Roma?

Hubo un tiempo durante el cual, con una frecuencia alarmante, mi amigo el conde Serredi profería alegatos políticamente incorrectos. Fraseo esto en pasado porque es políticamente correcto hacerlo así. Aquella tarde, el jefe que compartíamos ―un joven recién egresado de una universidad bastante cara y bien apalancado en la tecnocracia neoliberal mexicana entonces en ascenso―, volvió a atentar frontalmente en contra de nuestra vida académica: pasadas las dos de la tarde, se apareció en la oficina con un bomberazo ―sustantivo con el cual solía denotarse a las urgencias de los superiores jerárquicos que, de no atenderse con sacrificio y entrega, podían costarle a uno la chamba―. Entonces, el conde y yo aún estudiábamos la licenciatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, así que si queríamos llegar a CU a la primera hora de clases, debíamos salir pitando justo al término de la jornada laboral. Certero en la evaluación de eventualidades, dictaminé:

― O sea que, otra vez, el desordenado jefe que los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana nos han puesto en el camino va a ser el culpable de que no lleguemos a tiempo a Sociología de la Cultura II.

― Pinche Polainas ―se quejó Serredi, a quien su italiana alcurnia jamás le ha impedido ser procaz.

El actuario Polainas, nuestro capataz encorbatado, distribuyó tareas entre la tropa de escritorios reducidos; el conde y yo quedamos con la encomienda de integrar todo en un documento ejecutivo ―fórmula que, por lo general, se refiere a cualquier artefacto textual que será hojeado y quizá ojeado por personas que tienen menos tiempo e interés en el asunto que quien lo redactó―. Resignado, el conde Serredi se levantó a preparase un café soluble, tomó de nuevo asiento y oteó el entorno: viejos y desencantados compañeros de trabajo, una secretaria pintándose la uñas, el hijo de una jefa de departamento que pasaba más tiempo en nuestra oficina que en su escuela porque su madre tenía pleito casado con el reloj despertador, muchos escritorios desocupados a tiempo por gente más afortunada y atiborrados de pilas de papeles… Serredi suspiró y la soltó: ― ¿No te sientes a veces como romano en tiempos del Imperio viviendo fuera de Roma? Estamos rodeados de bárbaros, me cae.

Por supuesto, quienes lo escucharon se sintieron agredidos y, claro, sin nada más interesante qué hacer por lo que restaba de la tarde, nos la cobraron: el dichoso bomberazo salió a las ocho de la noche.

¿Quiénes son los bárbaros? Puede aventurarse una definición por negación: los bárbaros son los no civilizados. El problema es que el concepto civilización es mucho más reciente que el de barbarie, de hecho, proviene de la Ilustración, esto es, del siglo XVIII; y ya contaba yo aquí que no aparece en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española sino hasta la edición de 1832. En cambio, la idea de barbarie se remonta a los orígenes mismos de la cultura occidental. 

En el libro que bien podría considerarse el primero de Occidente, atribuido por cierto a un ciego, aparece ya el concepto. En el Canto II de la Ilíada, Homero (c. siglo VIII a.C.) refiere:
Nastes estaba al frente de los carios de bárbaro lenguaje. Los que ocupaban a ciudad de Mileto, el frondoso Ptiro, las orillas del Meandro y las altas cumbres de Micale tenían por caudillos a Nastes y Anfimaco…
Como a otros tantos, el fiero Aquiles derrotaría a los carios, mercenarios provenientes del suroeste de Anatolia. El caso es que, desde su aparición en la literatura occidental, la idea de barbarie surge ligada al lenguaje. En su Política, Aristóteles (384 a.C. – 322 a.C.) establece la conexión directa: el hombre es un animal, pero un animal político, esto es, capaz de organizarse en comunidades (polis) por medio de acuerdos, los cuales se alcanzan no sólo a espadazos, sino a través de la razón y la palabra (logos); así, quienes no hablaban griego eran hombres incompletos. Para los romanos, los bárbaros eran los salvajes, condición de la que únicamente estaban exentos los ciudadanos libres que vivían en la civitas por antonomasia, Roma. Heredero de esa tradición, el pensamiento cristiano medieval llamó bárbaros tanto a los inferiores como a los extranjeros; el criterio ya no fue la palabra, sino la religión. Así, desde San Agustín (siglo V), los bárbaros fueron todos los paganos. Varios siglos después, Santo Tomás de Aquino (1225-1274) estableció un subgrupo: había unos bárbaros irredentos y otros redimibles, los primeros que se oponían al cristianismo aun conociendo su doctrina, y los segundos, ignorantes que podían ser salvados mediante la evangelización. Por supuesto, esta teoría luego sería muy útil cuando la cultura europea se extendió por todo el mundo; la tarea era pues ecuménica, debía extenderse por toda la tierra apta para la vida humana.

Creo que si hace unos veinte años mi amigo el conde Serredi tenía motivos suficientes para sentirse rodeado por la barbarie, ahora debe sentirse peor. Y me asalta una pregunta: ¿dónde queda Roma?

Por lo pronto, felicidades a la UNAM, mi alma mater, Premio Príncipe de Asturias 2009.

sábado, 13 de junio de 2009

Guerra y fortuna

Prejuiciado que es uno, me inclino a pensar que aquella mañana de diciembre de 2003 Natsuko Matsumori despertó nerviosa. Días antes la 4ª División de Infantería del ejército norteamericano había capturado en Tikrit a Saddam Hussein: el hombre que supuestamente era un peligro para totus orbis jamás tuvo armas de destrucción masiva con qué defenderse y, patético, fue sacado como un conejo viejo y asustado del agujero en el que se escondía. Por muy global, apuesto que esa noticia tenía sin cuidad a Natsuko; estaba en la capital española a punto de presentar su tesis doctoral: Civilización y barbarie. A la joven académica (Tokio, 1973) le fue re bien: el Departamento de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid no sólo la doctoró, sino que calificó con un sobresaliente cum laude su investigación. En este estudio, exuberante, la docta Natsuko enfoca su inteligencia al análisis de un período que va de 1492 a 1560, y a un tema que bien resume el subtítulo de su obra: los asuntos de las Indias y el pensamiento político moderno (editorial Biblioteca Nueva, 2005). Mucho libro para reseñar en 800 palabras…, además estas líneas fueron catapultadas apenas el sábado pasado, y por otros resortes.

Justo cuando en San Salvador el silbante Walter Quesada daba inicio al más reciente ridículo de la selección mexicana de futbol, muchos kilómetros más al norte, en el puerto de Acapulco, elementos del ejército mexicano, la Marina, Policía Preventiva, Estatal y Federal se agarraban a balazos contra un grupo de sicarios del crimen organizado, para usar la consabida definición mediática. La refriega comenzó en la Costera Miguel Alemán, a la altura del Barrio de la Playa, en el corazón de Acapulco, la zona de Caleta-Caletilla. No se sabe contra cuántos pelearon, pero del lado del Estado Mexicano participaron alrededor de 300 hombres. El enfrentamiento se prolongó por más de cuatro horas. En un comunicado oficial, se informa que se aseguraron 36 armas largas, 13 cortas, 2 lanzagranadas, 13 granadas de fragmentación, 3 mil 525 cartuchos, 180 cargadores y 8 vehículos. Muertos, los hubo: el domingo se reportaban dos militares y 16 presuntos sicarios. Total, que para cuando México caía ante El Salvador, había motivos para preguntarse, ahora sí, ¿estamos en medio de una guerra?


En el primer capítulo de Civilización y barbarie, la doctora Matsumori explica cómo es que el asunto del Nuevo Mundo surgió simultáneamente a la conformación del orden político moderno, protagonizado por los Estados Nacionales. Para ello, fue necesaria la autonomía de la comunidad política y su secularización, mediante la ruptura con el mundo medieval europeo, la llamada Republica Christiana”. El cambio inició en el siglo XIV, con el declive paulatino del sistema feudal autárquico, y el consecuente desarrollo de la soberanía de las repúblicas ciudadanas y locales. Sin embargo —sigo a Matsumori— no fue suficiente la aparición de las monarquías absolutas; hubo que dejar germinar el poderoso concepto de contrato social; la teoría primitiva se debe a Guillermo de Occam, quien argumentó que la sociedad política se establece por el acuerdo de una comunidad para realizar el bien común. En el siglo XVI, Maquiavelo y Juan Bodino avanzan en la separación de los ámbitos de lo político y lo moral, en el fortalecimiento de la idea de soberanía… Ajá, pero seguía faltando un ingrediente, porque en el origen del Estado seguía estando la comunidad, no la persona. “Los que contribuyeron al desarrollo de este concepto [individuo] fueron teóricos del siglo XVII, como Juan Althusio y Hugo Grocio. El primero considera a los individuos como punto de partida de la formación de la comunidad [… y] dice que la sociedad se formó por propia voluntad de cada individuo libre para asegurar sus derechos y la utilidad común y que de ello surgió el poder civil”. Claro, quien vino a engarzar todo fue Thomas Hobbes en su Leviatán (1651); hace más de 350 años, Hobbes escribió que el poder soberano del Estado procede del consentimiento del pueblo para evitar la anarquía, sustancial a la naturaleza humana: “La condición del hombre es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso…, para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en semejante condición, cada hombre tiene derecho de hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Y… mientras persiste ese derecho natural de cada uno…, no puede haber seguridad para nadie”.


La delegación de la PGR en Guerrero inició una averiguación previa para investigar los pormenores del enfrentamiento del sábado entre militares y presuntos sicarios en Acapulco.

El domingo, el Vasco Aguirre declaró que a México le faltó “un poquito de fortuna”.

domingo, 7 de junio de 2009

Cuentos salvajes

William Somerset Maugham (1847-1965) era tartamudo, tímido, huérfano y bisexual. ¿Póckar de hándicaps? Quién sabe, por ejemplo, gracias a su disfemia había escapado del destino como predicador que le tenía dispuesto su tutor, un tío religioso y autoritario. De lo que no se salvó fue de estudiar medicina, aunque jamás ejerció: su pasión era otra, la literatura. Al cumplir 30 años, ya era un escritor exitoso en su país, Inglaterra, y en toda Europa; de hecho, sus libros lo han trascendido y las historias que narró han cobrado vida fuera de sus páginas. La obra de Somerset ha dado para unas 30 películas; botón de muestra, The painted vail, estelarizada en 1934 nada menos que por Greta Garbo, y luego, apenas en 2006, por Naomi Watts.

De W. Somerset Maugham, editorial Sexto piso lanzó al mercado hace unos meses El temblor de una hoja (2008). Se trata de una colección de cuentos, todos ambientados en las islas regadas por el Pacífico Sur, región por la cual el británico viajó varias veces. El colonialismo fue la circunstancia que permitió a Somerset, como a otros muchos escritores europeos ―Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, carcomer con imaginación y colmillo literario uno de los pilares de la cultura occidental, la idea de civilización.

Aunque su raíz etimológica se encuentra en la Antigüedad clásica, el concepto de civilización es muy reciente; tanto, que es consustancial a la Modernidad. Los filósofos de la Ilustración fueron los primeros en mentarlo, siempre en el marco del ideal del progreso y en oposición a lo caduco, a lo feudal: civilizada era la vida en los burgos y atrasada la de los campesinos. Así, pronto la amplitud semántica de la palabra se extendió, y civilización se erigió como lo opuesto a barbarie. También dieciochesca, la primera edición del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (1780) no consigna significado alguno para civilización, sencillamente porque no existía la palabra. No fue sino hasta la edición de 1832 que el término, seguramente de inspiración francesa, hace acto de presencia en nuestro idioma: “aquel grado de cultura que adquieren los pueblos o personas cuando de la rudeza natural pasan a la primer elegancia y dulzura de voces, uso y costumbres propios de la gente de cultura”. Desde su origen, pues, civilización es un concepto que se traslapa y confunde con cultura. También desde su acepción inaugural en español, es evidente la idea de mejoramiento que subyace al concepto: se trata de un grado de cultura cuyo punto cero es la rudeza natural; transitar adecuadamente por la historia es civilizarse… o que lo civilicen a uno. Arnold J. Toynbee lo mostró con la contundencia de los doce tomos de su A Study of History: sobre todo a partir del apogeo del capitalismo industrial, la hegemonía técnica, política y económica ha llevado a los pensadores de Occidente a la identificación de la civilización, concepto genérico, con una civilización concreta, la de ellos, claro. De ahí su uso etnográfico: lo occidental es civilizado y todo lo demás es salvaje; de ahí, la gran coartada: aunque les duela, permítanme ustedes quitarles lo bárbaro, nomás los conquisto y ya después paso a civilizarlos, mis estimados pueblos atrasados. Y además, por supuesto, ni se les ocurra reclamar derecho de existencia en las parcelas de lo diferente, porque, ¿saben, salvajes amigos míos?, el progreso es una obligación moral y destino necesario de la Humanidad toda, que para eso ya Lucien Febvre y demás señores de la Escuela de los Annales vincularon el ideal universalista de la iglesia católica con, ¡y me pongo de pie!, la civilización.

En los relatos de William Somerset Maugham, los argumentos del expansionismo europeo batallan con los mosquitos de Samoa, y muchos de sus personajes, tan comprometidos con la aspiración civilizatoria, se las tienen que ver con la sensualidad de los salvajes: “La danza nativa… no sólo es inmoral en sí misma, sino que de manera manifiesta conduce a la inmoralidad”. En uno de los cuentos, Mackintosh, el escritor se solaza mostrando con ironía las contradicciones en las que suelen caer los ideales a la hora de concretarse en personas de carne y hueso: Walker, la autoridad inglesa en una de las islas, un gordo autocrático y vulgar, podía entenderse con los aldeanos precisamente gracias a su lejanía respecto a los anhelos de refinamiento que supuestamente representaba: “El humor de los nativos era obsceno y a él nunca le faltaba un comentario lascivo. Los entendía y lo entendían”. Sin necesidad de sesudos tratados de teoría política, la lógica del ejercicio del poder colonial queda al descubierto: “Los amaba porque estaban bajo su poder, como un hombre egoísta ama a su perro, y porque su mentalidad estaba al nivel de la de ellos”.

De plano, civilización no hay solo una, y la barbarie tiene muchas caras.