jueves, 26 de agosto de 2010

Inception

Dreams feel real while we’re in them.
It’s only when we wake up that realize
something was actually strange.
Dom Cobb


De nada en particular, sin llegar a nada, llevabas más cuatro horas y media platicando con la persona que te mantiene reconciliado con la especie humana. Abundaron los silencios, los suspiros. El tiempo se fue volando...: ¡caray, tienes una cita! Media hora después, compartes la salita de espera con un barrigón que no ha dejado de quejarse. La música ambiental es abominable. La recepcionista no ha dejado de masticar un descomunal mazacote de chicle: – Ya orita, eh…; en cinco minutitos el doctor lo atiende. No hace falta aguzar el oído: el escándalo testimonia que, adentro, a alguien le están taladrando una muela. En el reloj de pared, la manecilla más delgada avanza a razón de un brinquito por segundo, pero tú experimentarás un martirio prolongadísimo: siete minutos y medio después, cuando te hagan pasar con el dentista, sentirás que pasaste una eternidad ahí sentado.

Hay segundos en los que caben meses, años enteros que pasan en un santiamén, un par de instantes de la semana pasada que aún no terminan, semestres que se fueron en un abrir y cerrar de ojos, tardes fugaces que dan para novelas de ochocientas páginas… Echando mano de las palabras de un hombre inteligente que pasó buena parte de su vida reflexionándolo, Paul Ricœur (1913-2005), digamos que “nuestra experiencia temporal es confusa, informe y, en última instancia, muda”. Más que una evidencia concreta, indiscutible, precisa, confiable, eso que llamamos realidad se presenta diariamente como una serie de percepciones desarticuladas que cotidianamente debemos configurar, a riesgo de perdernos en el caos. ¿Cómo? Acudo de nuevo Ricœur (Narratividad, fenomenología y hermenéutica; 1977): “de un modo u otro, todos los sistemas simbólicos contribuyen a configurar la realidad”. Efectivamente, nos pasamos la vida intentando dar orden y sentido a la realidad por medio, en principio, del lenguaje.


Eso que llamamos realidad, al menos, tiene dos pilares: espacio y tiempo. En cuanto al tiempo, que como dijo San Agustín todos sabemos qué es mientras no nos pregunten qué es, ¿cómo es que nos afanamos en configurar la experiencia de vivirlo? La empresa no es poca cosa, toda vez que todo lo que nos ocurre, para que suceda, pasa en el tiempo. Ricœur responde: “Todo lo que se cuenta sucede en el tiempo…, se desarrolla temporalmente; y lo que se desarrolla en el tiempo puede narrarse. Incluso cabe la posibilidad de que todo proceso temporal sólo se reconozca como tal en la medida en que pueda narrarse de un modo u otro”.



Ordenar la experiencia narrándola, tal me parece que es en última instancia el gran tema de la última cinta de Christopher Nolan, Inception (El origen en México). Más allá de las peripecias de un ladrón dedicado en robar secretos industriales tomando por asalto el subconsciente de sus víctimas en el mundo de los sueños, la película de Nolan muestra en forma espectacular cómo todos y cada uno poblamos nuestras realidades particulares de proyecciones de nosotros mismos. Emparentado con la cándida Alicia de Lewis Carroll, Dom Cobb (Leonardo DiCaprio) entra y sale de realidades oníricas, propias y ajenas, pero él lo hace a voluntad. En deuda con The Matrix de los hermanos Wachowski, Cobb y sus secuaces son expertos en el arte de construir laberintos complejos en las cuales el soñador no sepa que está dormido o incluso en los cuales, sabiéndose soñador, prefiera quedarse ahí. Inception viene a recordar al público del siglo XXI algo que desde hace miles de años el hombre sabe, algo que tú mismo pudiste experimentar anoche mismo: que en un par de segundos de sueño profundo puedes vivir una epopeya. La lectura obvia: en el subconsciente echamos a andar una poderosa máquina del tiempo. Pero entrelíneas subyace el mensaje profundo: la conciencia misma, al configurar lo que nos sucede, manipula el tiempo. La cualidad temporal de la experiencia es el referente de la aburrida jornada de trabajo que sufriste ayer, pero también de la pesadilla que te acaba de despertar con el corazón a galope justo antes de que una horda de camaleones asesinos te diera alcance. La cualidad temporal de la experiencia, insiste Paul Ricœur, resulta “el referente común de la historia y de la ficción”. Por eso, tanto lo que te sucede despierto como lo que te ocurre soñando únicamente tiene sentido si te encargas de narrarlo. Al narrar lo que sucede, buscamos otorgar inteligibilidad a la experiencia, para lo cual es necesario tramar los acontecimientos: “la trama es la unidad inteligible que compone las circunstancias, los fines y los medios, las iniciativas y las consecuencias…; es el acto de ensamblar esos ingredientes de la acción humana que, en la experiencia diaria, resultan heterogéneos y discordantes”. Así, bien podríamos decir que hay de dos sopas: si no tramas tu propia historia te pasan cosas, si la tramas haces cosas. Narrar es humanizar el tiempo. No tramar tu propia historia te deja como un mero personaje en el sueño de otro.

sábado, 14 de agosto de 2010

Pascal in love

Lo último que uno sabe es por dónde empezar, afirmó Blaise Pascal. De él mismo, se dice que terminó rogando: Que Dios nunca me abandone…, sus últimas palabras. Nueve años antes de morir había escrito que la vida de un hombre es miserablemente corta, opinión con la cual usted podrá estar o no de acuerdo, dependiendo del hombre del que estemos hablando, porque en algunos casos, para qué negarlo, más bien nos vemos tentados a preguntarnos por qué diablos no ha fenecido ya tal o cual personaje. Pero con Pascal la sentencia sin duda aplica: míseramente breve fue su paso por este mundo. Nació en Clermont-Ferrand, Auvernia, Francia, el 19 de junio de 1623, y falleció en París el 19 de agosto de 1662. No había cumplido pues cuarenta años de edad…, lo cual significa que, según él mismo, ni siquiera sumó veinte años de vida como hombre: yo no contaría más que a partir del nacimiento de la razón, a partir del momento en el que la razón nos sacude, lo cual no suele suceder antes de los veinte años. Antes se es niño. Y un infante no es un hombre. Ciertamente, un juicio que hoy resulta políticamente incorrecto; con todo, si tuviera que debatir el dictamen, no atacaría por tal flanco al francés, sino más bien por lo evidentemente paradójico que resulta que haya sido precisamente él, Pascal, quien lo hubiese facturado, un cuate que a los once años en lugar de escarbarse la nariz se dedicó a escribir un tratado sobre el sonido que los cuerpos en vibración producen, un teenager que además de exprimirse los barros a los 16 se daba tiempo y tenía cráneo para redactar tratados de geometría euclidiana... Pero no, ¡cómo animarse a contradecir al gran Blaise Pascal!, un genio de la talla de portentos como Aristóteles, Avicena, Da Vinci, Leibniz, Descartes, Newton... y no muchos más, polímatas, gente que dejó legado a la Humanidad en muchos campos del saber. Pascal no sólo dejó huella en la geometría –la línea Pascal y el triángulo aritmético, por ejemplo–, no sólo debe ser considerado pionero en el cálculo probabilístico, no sólo revolucionó la Física con su conceptualización del vacío, no sólo se erige como el creador de un parteaguas en la evolución de las máquinas de pensar –dinastía de aparatejos que se remonta al ábaco y en la que hoy se encuentra todo el equipo de cómputo– por ser el inventor de la primera sumadora mecánica de la historia, la pascalina, sino que también su quehacer como filósofo y teólogo lo ubican como un protagonista del pensamiento occidental. De este monstruo, el FCE acaba de publicar Discurso acerca de las pasiones del amor y otros opúsculos (2010), un pequeño librito con cuatro grandes textos, el que le da título al volumen y “Acerca de la conversión del pecador”, “Oración para pedirle a Dios el buen uso de las enfermedades” y “Tres discursos acerca de la condición de los grandes”.
Pascal sostiene que el ser humano está aquí para pensar, y que ni un momento deja de hacerlo. Traemos al hámster corriendo en la azotea, pero no precisamente para reflexionar en torno a pensamientos puros: la Verdad, el Destino, Dios, el Infinito... y demás asuntos de inmenso alcance no son lo que nos aceleran las neuronas. ¿Entonces? Harto más mundano es el interés del hombre: quiere acción, le son necesarias pasiones que lo agiten y lo hagan sentir... ¿Y cuáles? El buen Blaise responde: las pasiones más propias del hombre, origen de muchas otras, son el amor y la ambición... Sorprendente binomio. Digo, ¿la ambición a la misma altura que el amor? El planteamiento resulta perfectamente adecuado para un señor acostumbrado a pensar en términos matemáticos: echado fuera de sí, los hombres o se entregan con impulso amoroso, o buscan jalar todo para sí con afán ambicioso. Pascal no moraliza. Si bien el galo sostiene que amor y ambición se debilitan recíprocamente, no tilda a aquel de excelso y bueno, y a ésta de aborrecible y perversa; ambas son fuente de placer. Según él, en ambas pasiones, amor y ambición, se encuentra el estado más feliz que puede alcanzar la naturaleza humana. No podía ser de otra manera, porque en ambos casos el fin perseguido es el mismo: la belleza. Para el amor la edad no importa, dice Pascal, a quien la vida solamente le alcanzó para ser niño y joven. Sin embargo, no todos, no todas, pueden amar igual: cuanto más espíritu se tenga, más grande serán las pasiones. Y la diferencia no es sólo cosa de tamaño: la claridad del espíritu también implica la claridad de la pasión... Las grandes almas, pues, aman más y mejor, y además se tiran a un círculo virtuoso: el amor nos da más espíritu, aunque siempre lo colma. Por eso, el clavado sólo puede ser de cabeza, a lo bruto: no puede haber pasión sin exceso.

Henri Matisse - Still Life with Pascal's 'Pensees'


viernes, 6 de agosto de 2010

Footing

Entre las profecías de Pero Grullo que Francisco de Quevedo Villegas (1580-1645) trae a cuento en su Sueño de la muerte, hallo la siguente: Volaráse con las plumas, andaráse con los pies, serán seis dos veces tres.

Perogrullada –vocablo por cierto acuñado por Quevedo– como la anterior es la que a mi juicio se estableció como conclusión de una investigación realizada hace poco por el Departamento de Neurociencia de la Universidad de Cambridge y el Instituto Nacional de Envejecimiento de Maryland. El sesudo estudio, publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, consistió en hacerle la vida imposible a un grupo de ratones de laboratorio. Dividieron a los roedores en dos equipos: el primero fue destinado a una rutina sedentaria, toda vez que le fue suministrado alimento y demás condiciones de vida, pero se le negó el acceso a la rueda corredora en la cual gustan ejercitarse estos animalitos; al segundo conjunto también le dieron de comer como dios manda y además se le permitió usar el carrusel a su gusto. Luego de un tiempo, sometieron a todos los ratones a una prueba de memoria digna de sus cerebros: puestos frente a un pequeño monitor sensible conectado a una computadora, en el cual se desplegaban dos cuadrados idénticos, cada mus musculus tenía que optar y tocar alguno de ellos; si seleccionaba el derecho no ocurría nada, si en cambio elegía el izquierdo era premiado con un trozo de azúcar. El resultado es obvio: los ratones condenados a la flojera pudieron alcanzar menos de la mitad de la cantidad de aciertos que lograron sus congéneres corredores. ¡Bravo! Y luego de tanto método, a publicar resultados y a presumir el avance de la ciencia: en entrevista con The Guardian, Timothy Bussey, responsable del Laboratorio de Sistemas Cognitivos y Neurociencias de la Universidad de Cambridge, declaró ufano: “Ahora sabemos a ciencia cierta que el ejercicio puede ser bueno para las funciones cerebrales”.


Sin ratones de por medio, quien seguramente sabe en cuerpo propio las ventajas del footing es el novelista japonés Haruki Murakami (Kito, 1949). Del mismo autor de maravillas como Kafka en la orilla y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, hoy en las mesas de novedades de las librerías Tusquets ofrece De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami es un corredor, así, sin adjetivos. El hombre no sólo se avienta dos o tres maratones al año, sino que también ha hecho la locura de correr un ultramaratón, esto es, trotar por casi doce horas para sumar la distancia de cien kilómetros. Para alcanzar esto, claro, desde hace muchos años el escritor ha incorporado el footing como parte de su cotidianeidad: “corro bastante en serio. Cuando digo ‘correr en serio’ me refiero, hablando de cifras concretas, a correr sesenta kilómetros a la semana. O sea, a correr diez kilómetros al día durante seis días a la semana”.

Escrito como una bitácora (la primera entrada data del 15 de agosto de 2005 y la última del 1° de octubre de 2006), el libro puede entenderse como muchas cosas, pero sin duda no como uno de esos manuales de autoayuda que pretenden a decirle a la gente por dónde transitar rumbo a la superación personal. En otras palabras, me parece que Murakami no quiere convencer a nadie de que se ponga los tenis. Me parece que el texto es un extraordinario ejercicio de introspección y, por esa vía, un compendio de reflexiones honestas e inteligentes en torno a dos temas: la individualidad y la creación literaria, específicamente el arte de novelar. La liga que establece entre ambos, la soledad. Como cualquier corredor de fondo, Murakami se declara un tipo solitario: “soy de esos a los que no les produce tanto sufrimiento el hecho de estar solos. Correr cada día completamente solo durante una hora o dos sin hablar con nadie, o pasar cuatro o cinco horas escribiendo y en silencio frente a una mesa, no me resulta especialmente duro ni aburrido”. Por supuesto, nadie sin un ego bien plantado podría afirmar sinceramente algo así, y a las pruebas: “Que yo sea yo y no otra persona, es para mí uno de mis más preciados bienes”.


Murakami cuenta cómo, zancada a zancada, sumando poco a poco los kilómetros que cada mañana se propuso recorrer, ha conseguido también formarse como novelista: “la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana”.

Probablemente Murakami no tenga registrado que el ejercicio aeróbico es capaz de potenciar el crecimiento de neuronas en el hipocampo, como demostraron los investigadores de Cambridge. Lo que sí sabe es que correr y crear le produce alegría. “Ir consumiéndose a uno mismo, con cierta eficiencia y dentro de las limitaciones que nos han sido impuestas a cada uno, es la esencia del correr y, al mismo tiempo, una metáfora del vivir (y, para mí, también del escribir)”.