domingo, 31 de octubre de 2010

El ombligo de México I

En Aguascalientes, a muchos niños les enseñan en la escuela, no sin cierta dosis de orgullo, que el centro del país se encuentra ahí, en su tierra, incluso hay quienes afirman que está en la columna que sostiene en la Plaza Patria al águila imperial. No es así… Existen varias maneras de localizar el centro del país, pero en cualquier caso, el resultado no cae en suelo hidrocálido… Si se utiliza como criterio el promedio de la suma de las coordenadas geográficas continentales extremas (102° 31’ 18” / 23° 37’ 46.5”), el resultado arroja un punto cercano a Villa de Cos, Zacatecas. Y si se calcula la distancia media entre los extremos del territorio continental, según el vértice que se elija, el centro cae en Zacatecas o bien en Coahuila. Es decir, el centro geográfico del país se encuentra en algún punto del desierto que comparten Zacatecas y Coahuila. Aguascalientes no es el centro del país, menos la Ciudad de México. Según la tradición prehispánica, la primera ciudad de México, la celeste, fue fundada en Coatepéc, un cerro que está cerca de Tula. Ahí había nacido Huitzilopochtili. Quien sería su madre, una mujer llamada Coatlicue, fue preñada cuando posó sobre su seno una pelotilla de plumas blancas. El relato no convenció a sus vástagos varones, los Centzon Huitznahua, ni a su hija, la joven Coyolxauhqui… Se sintieron deshonrados, y decidieron matar a Coatlicue. Pero el feroz Huitzilopochtili nació a tiempo para defender a su progenitora. Con una serpiente de fuego asesinó a todos sus hermanos. En Coatepéc, la Coyolxauhqui sería decapitada, y ahí también, acatando el mandato de Huitzilopochtili, los aztecas, provenientes de Aztlán, fundaron la primera ciudad de México.

El relato encierra un mito fundacional conectado con un drama cósmico: Huitzilopochtili representa al sol; la Coatlicue es la tierra; sus hermanos, quienes son asesinados por aquél al nacer, las estrellas, y la deidad lunar es la Coyolxauhqui.


Entre 1998 y 2003, Eduardo Gelo del Toro y Fernando López Aguilar realizaron la investigación arqueológica que permitió concluir que el mítico cerro de Coatepéc se encuentra en el Valle del Mezquital, Hidalgo. Todavía hoy, las comunidades que habitan en las cercanías del cerro actualmente conocido como Hualtepec mantienen la tradición oral de que “allí iba a ser México”. Al drama ocurrido en el cielo correspondió un rito análogo entre los hombres. Tezozómoc sostiene que los primeros aztecas, liderados por una mujer llamada Coyolxauh, desoyeron el mandato de Huitzilopochtili de permanecer en Coatepéc, por lo que el dios destruyó la primera ciudad de México, secándola. Diego de Durán, en cambio, cuenta que fueron los propios mexicanos los que la secaron. Como fuera, Huitzilopochtili mandó que prosiguieran la peregrinación. Los aztecas entraron en Tula en 1168, luego pasaron por Tequíxquiac, Tzompanco y Eacatepéc, cruzaron las tierras de los tepanecas, pasando por Azcapozalco y Popotla, y en 1248 llegaron al cerro del Chapulín, Chapultepec. En cierto momento del éxodo, había ocurrido un cisma entre los sacerdotes del sol y los de la luna. Míticamente, el hecho corresponde al abandono la hechicera Malínal Xóchil, hermana de Huitzilopochtli, en tierras del rey Chimalcuauhtli (Malinalco), con quien procreó un hijo, el mago Cópil, quien encontraría un final íntimamente ligado con la posterior fundación de México Tenochtitlán. En Chapultepec, los aztecas estuvieron a punto de ser exterminados por la conjura de las ciudades cercanas, todas incitadas por Cópil, quien quería vengar el abandono que su madre había sufrido por parte de Huitzilopochtil. Según Tezozómoc, esto ocurrió en 1285. Otra versión indica que la guerra en Chapultepec sucedió en 1280. Como fuere, los mexicanos salieron victoriosos, luego de que Huitzilopochtil encuentra a Cópil en el cerro de Tepetzingo, lo mata y le arranca el corazón. El cuerpo de Cópil fue enterrado en el que hoy conocemos como el Cerro del Peñón de los Baños, en donde brotó agua caliente. Acopilco se llaman aquellas fuentes termales, agua de Cópil. El corazón de Cópil, hijo de la deidad lunar, por órdenes de Huitzilopochtli, fue arrojado en un paraje de carrizales, y de él nacería un tunal tan grande y coposo que encima de él haría morada una enorme águila. Según algunas fuentes, el tenochtli del águila creció en donde ahora se yergue la catedral de la Ciudad de México. Otros opinan que estaba en una islita ubicada en donde ahora se encuentra la Plaza de Santo Domingo. Como sea, explica Gutierre Tibón: “Mexicco… precede al nombre Tenochtitlán, el lugar del cruento culto solar que se superpone al culto lunar”.


Años más tarde los aztecas encontrarían aquel tunal y atenderían la profecía de su dios. “Entre la salida de Aztlán y el descubrimiento del sitio predestinado para la erección de la capital azteca pasan cuatro siglos de 52 años…” De acuerdo al Códice Mendocino, el encuentro ocurre en 1324-1325. Y “la elección del punto exacto donde se erigió el primer adoratorio de Hutzilopochtli es fruto de una larga y paciente exploración realizada por los sacerdotes en el lago de la luna, Texcoco… Esto condiciona el primer nombre de la ciudad, Mexico, ombligo de la luna…”

sábado, 23 de octubre de 2010

El ombligo del mundo

Noreste de Asia. Siberia, hoy territorio ruso. Prácticamente sobre el círculo ártico, a más de 100 mil kilómetros al norte del Lago Baikal, se encuentra el lago más grande, antiguo y profundo del mundo. Muy cerca está lo que fue una mina de diamantes, descubierta por los geólogos Yuri Kanardin y Ekaterina Addeenko en 1955. Desde 2004, la mina dejó de ser explotada. Además de una ciudad casi desierta, queda un hoyo de 525 metros de profundidad y kilómetro y medio de diámetro. Un automóvil tarda más de dos horas para bajar por el tiro. Accidentes sui generis han ocurrido ahí: helicópteros succionados por el cambio de presión atmosférica. Se trata del agujero más grande del planeta. Por ello, hay quienes se refieren a él como el ombligo del mundo… Claro se trata de la oquedad más grande debida a la intervención del ser humano. El agujero natural más profundo del mundo está en Georgia, la caverna de Krubera, con 2,191 metros.
Un reducido montón de piedras que se puede encontrar en una pequeña ínsula del Pacífico, a más de 3 mil 600 kilómetros del continente americano. Los ingleses la llaman Easter Island, los españoles Isla de Pascua. Para los nativos, el sitio es Rapa Nui. Hay dos leyendas sobre primer nombre que tuvo esta la isla volcánica. En una el referente es Te pito o Te henua, el ombligo del mundo. Según la otra leyenda, el verdadero nombre de Rapa Nui es Mata-ki Te-rangi, ojos que hablan con el cielo. Hoy solamente queda un enorme Moai con ojos en toda la Isla de Pascua. Lo anterior ejemplifica una constante en varias mitologías: el ombligo del mundo es puerta al inframundo, pero también a los cielos.

O pensemos en Cusco, capital histórica del Perú prehispánico. El topónimo de la ciudad es el quechua Qusqu o Qosqo. La tradición afirma que significa centro, cinturón, ombligo. De nuevo, según la mitología inca, en ella confluían el mundo de abajo (Uku Pacha) con el mundo visible (Kay Pacha) y el mundo superior (Hanan Pacha). No es casualidad entonces que Cusco fue y es llamada el ombligo del mundo.

Al sureste de Turquía se encuentra la montaña de Nemrut, en donde fueron encontradas varias estatuas monolíticas del siglo I a.C., construidas por el rey Antínoco I de Comagene. Perduran dos leones, dos águilas y diferentes dioses armenios, griegos y persas, como Hércules, Zeus-Oromasdes, Tique y Apolo-Mitra. Según la mitología griega, Zeus liberó a dos águilas simultáneamente en los puntos opuestos de la Tierra, y en donde se encontraron, las aves enviadas por la deidad dejaron caer el Omphalós. Así marcaron el ombligo del mundo. Eso sucedería en la meseta meridional del monte Parnaso, en Grecia: Delfos, sitio en el que los griegos situaron el oráculo más famoso de la civilización clásica. Ojo: Delphús significa útero, según Hipócrates y Aristóteles. Por otra parte, el “pez” vivíparo, con ombligo, es delphis. Delphax es una marrana, una cerda, palabra que se deriva de una palabra griega que significa matriz. Para la cultura clásica griega, en Delfos estaba la puerta entre el cielo, el infierno y la tierra de los hombres... El ombligo del mundo, el centro de la Tierra.

¿Sabes, lector, quién realizó el primer mapamundi de la historia de Occidente que se conoce? Fue Anaximandro de Mileto (610-546 a.C.). Según este filósofo y cosmógrafo presocrático la Tierra era redonda y el centro del cosmos, y, por supuesto, en su representación cartográfica, en Delfos se encontraba el ombligo del universo.
erusalén también es un ombligo simbólico del mundo, del mundo occidental. El Talmud dice: Como el ombligo está ubicado en el centro del hombre, así Eretz Israel está en el centro del mundo, y Ezequiel (38,12) se refiera a los hebreos como el pueblo que mora en el ombligo de la tierra.

Gutierre Tibón (1905-1999) escribió que a lo largo de sus investigaciones encontró al menos 27 sitios alrededor del planeta en los cuales, según sus pobladores se encontró o encuentra el ombligo del mundo. El ombligo del mundo, una figura de gran poder simbólico presente en prácticamente todas las mitologías…, sobre todo en las de los pueblos que aspiraron en un momento dado en tener el dominio absoluto, la hegemonía del ecúmeno. Ombligo es centro, es puerta, es punto de partida y lugar de destino.

¿Dónde está hoy el ombligo de nuestro mundo? Más de mil doscientos millones de seres humanos dirían hoy que en La Meca, en Arabia Saudita. Judíos y cristianos, algo así como un tercio de la humanidad, quizá dirían que en Jerusalén. Supongo que muchos más, sin importar su fe religiosa, lo ubicarían en Nueva York. Cierro abriendo una pregunta: ¿en un mundo global cabe la idea de ombligo del mundo?

sábado, 16 de octubre de 2010

Aterrizar la identidad

 

El profesor Alan Knight (1946), director del Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Oxford y autor del obligado The Mexican Revolution (Cambridge, 1986), publico en la revista Nexos un espléndido ensayo: “La identidad nacional mexicana”. En principio, Knight desecha el término carácter nacional —apenas una creencia, una “quimera conceptual”—. Hablar de carácter nacional implica la creencia de que efectivamente existen una serie de formas de ser y actuar heredadas a los habitantes de un país por el puro hecho de serlo: los mexicanos nacemos corruptos y cueteros, todos los canadienses son buena onda y los argentinos son insoportablemente petulantes. Por supuesto, tales yerros conllevan regularmente conjeturas xenófobas y atizan traumas colectivos. El historiador subraya además la peligrosa cercanía del desacierto carácter nacional con la idea de identidad nacional, a la cual también prácticamente la arroja al saco de los conceptos espurios. Y es que, según explica el inglés, hay de dos sopas: por un lado, si uno se refiere a la identidad nacional “como un supuesto concepto explicativo objetivo” de la realidad social, entonces se cae en un desatino, toda vez que “es imposible hallar algún concepto explicativo objetivo bajo la clasificación general”; y por el otro, si con el término etiquetamos la creencia que la gente mantiene a lo largo del tiempo acerca de determinados atributos que se portan nada más por ser mexicano o iraní, entonces se podrá tener una interesante materia de estudio —muchos mexicanos creen que en verdad todos los habitantes de este país somos guadalupanos y tequileros, por ejemplo—, pero no una abstracción adecuada para entender las cosas. Así que de acuerdo a Alan Knight en estricto sentido ni uno ni otro término son válidos: “atribuir un hecho o una tendencia histórica a la ‘identidad nacional’ muchas veces sería tan tonto como atribuirlo al carácter ‘nacional’ (o racial), a fuerzas milagrosas o a los misteriosos caminos de la Providencia”.

 


Sin embargo, algo se puede salvar de la dichosa idea de identidad nacional. De entrada, el gran punto sobre la i: sea lo que sea, no es un determinante heredado de padres a hijos, no es una cualidad innata, sino algo que siempre está en proceso, “algo que fluye, se construye y se ‘alcanza’”… o se desdibuja, y que en cualquier caso ocurre en el ámbito sociocultural, no en el biológico. Por eso, no pasa de una pantagruélica estupidez decir, por ejemplo, que “la democracia no está en el ADN de la sociedad mexicana”. Por tanto, la nacional es un tipo específico de identidad que convive con otras muchas, como las regionales, las de género, las de clase, en fin. Para hacer operativo el concepto de identidad, Knight abre una posibilidad, enclavando en el concepto tres contenidos: la identidad nacional objetiva y sus rivales; su relación con el lenguaje y con la religión; y su conexión con el tiempo y el lugar. Del primer punto, destaca la ponderación de las identidades locales sobre la nacional: el retrato de los chilangos, los tapatíos o los hidrocálidos, necesariamente resulta más “‘objetivamente’ cierto y útil para fines explicativos” que cualquier representación de los mexicanos en su conjunto.

 

Queda entonces la identidad a partir de la diferenciación respecto a los demás: los mexicanos son dicharacheros y cotorros, los ingleses son parcos y flemáticos. Sin embargo, ¿quién juzga y desde dónde? Claro, se trata de percepciones subjetivas, de tal suerte que la pregunta perdura abierta: “Las características nacionales objetivas de los mexicanos ¿los diferencian drásticamente de otros?”

 

En el lenguaje, Knight no encuentra elementos marcadores suficientemente significativos para dar solvencia al concepto de identidad nacional, de hecho tampoco en la religión…, exceptuando claro a la Señora del Tepeyac: “la Virgen de Guadalupe…, acaso el mejor símbolo de la identidad nacional mexicana”. Y más allá…, ¿qué queda exclusivamente mexicano? El planteamiento del profesor Knight es tan incuestionable que a muchos podrá parecerle una perogrullada: un tiempo y un espacio específicos, una historia y un territorio, son los verdaderos marcadores de una identidad nacional.


 

A la hora de construir el concepto de identidad nacional mexicana, al parecer el estudioso inglés se inclina más por la dimensión espacial que por la temporal. Si bien los sucesos históricos ciertamente mantienen cierta presencia en el imaginario colectivo, y “constituyen en verdad marcadores importantes” de identidad, “resulta más fácil medir el ‘molde’ de la geografía que el de la ‘historia’”. Más incluso, si bien resulta indiscutible que el devenir a través del tiempo de una Nación marca necesariamente su identidad, debe recordarse que “la geografía tiende a generar estructuras históricas duraderas”. Por supuesto, el planteamiento del autor no cae en la tozudez del determinismo geográfico; de hecho, explícitamente apunta que “no queda claro si la geografía genera una clara identidad nacional”. Ciertamente, mientras que puede haber diversas versiones sobre cómo ocurrió y qué trascendencia tuvo determinado acontecimiento histórico, la existencia de las formaciones montañosas que atraviesan al país, por ejemplo, es contundentemente irrebatible… De nuevo: hay que aterrizar, territorializar.

sábado, 2 de octubre de 2010

El deseo de poder y el poder del deseo

Aquel año, la Historia tiró los dados cargados. Impelidos por un ideal nuevecito, apenitas recién aparecido en Occidente, el de la unidad nacional, Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón dejaron caer el telón a ocho siglos de presencia árabe en España, al conquistar el último bastión moro en la península ibérica, el Reino nazarí de Granada. Ese mismo año, ellos mismos y deslumbrados por el mismo ideal, intolerante de origen, expulsaron a los judíos y a los moriscos. También en 1492, menos de cincuenta años después de que en Maguncia un tal Juan Gutenberg inventara la imprenta de tipos móviles, un nuevo lenguaje, el nuestro, estrenaba su primera Gramática, escrita por Antonio de Nebrija. Por si fuera poco, aquel año parteaguas, un oscuro marino genovés se topó con el Nuevo Mundo. El mundo se achicaba, el mundo se expandía. Aquel año de entrecruzamientos, el catolicismo estrenaba Sumo Pontífice: Alejandro VI (1431-1503), apelativo que tomó el segundo miembro de la familia Borgia (Borja) que lograba llegar a la silla de San Pedro: Rodrigo. El papado de Alejandro VI duró poco más de diez años (1492-1503), y se constituyó en el período de mayor fortaleza de la familia Borgia. Este mismo jerarca fue quien, casi cinco años después de la Reconquista de España, otorgara el título de Reyes Católicos a Isabel y Fernando.

No valenciano como los Borgia –Borja originalmente–, sino catalán, el espléndido escritor Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003) plantó la mirada y toda su pericia literaria en aquellos años para escribir una novela histórica que hay que leer: O César o nada (Planeta, 1998). Vázquez Montalbán, también creador de la entrañable zaga de novelas negras protagonizadas por el ex agente de la CIA Pepe Carvalho, respalda su novela en un robusto trabajo de investigación historiográfica. El resultado es una pieza narrativa en la cual el apego a la historia no va en contra de la libertad imaginativa necesaria en cualquier discurso literario. Así, por ejemplo, desconozco si realmente Leonardo Da Vinci (1452-1519) y Maquiavelo (1469-1527) fueron amigos, pero no importa: como ocurre en O César o nada, pudieron serlo: “Gracias, Maquiavelo, acabo de descubrir el aspecto compasivo del lenguaje cuando enmascara la realidad… Yo sigo prefiriendo los sueños que son como estrellas en el firmamento interior. Nicolás, nunca se extraviará aquel que mira fijamente una estrella”. La verosimilitud que consigue Vázquez Montalbán es tanto literaria como histórica.

Difícil establecer cuál es el tema central de la novela, seguramente porque son varios y bien entrelazados. Uno de ellos, lo destaco, es la relación entre el sabio –intelectual diríamos hoy, aunque la palabreja ya más bien suena a vituperio– y el poder. La narración arranca cuando el florentino Nicolás de Maquiavelo es informado de la muerte de César Borgia, hijo de Alejandro VI, a quien años antes había asesorado y quien le serviría de modelo a la hora de escribir El Príncipe

Tenía razón César. Es usted uno de los pocos sabios que no parece tonto.

En el futuro, los sabios sólo sobrevivirán si parecen tontos.

Al menos, sirva la respuesta de Maquiavelo de explicación o pretexto documentado al comportamiento de muchos conocidos nuestros. O César o nada nos propone un Da Vinci utilitario, pesimista, hedonista y cínico. Como Pepe Carvalho, el polímata por excelencia de Occidente cocina manjares aunque César le pague por inventar máquinas de guerra que le ayuden a conquistar los dominios feudales que se oponen a su proyecto de unificar políticamente Italia; usa al poderoso y permite que éste lo use a él. El humanismo renacentista y la poderosa influencia que en él tuvo la iglesia católica, la explosión intelectual que significó el rescate de la Antigüedad clásica, el deseo de poder y el poder del deseo, el dilema de si es la fuerza del destino o la fuerza de las voluntades lo que mueve al mundo, la cosa pública que se decide en las alcobas y los asuntos privados que se debaten en el ágora, son sólo algunos de los muchos planteamientos y conflictos que Manuel Vázquez Montalbán pone en juego a lo largo de las más de cuatrocientas páginas del libro. Intensa en cuanto a las ideas que se abordan, O César o nada es además, como nos tuvo acostumbrados el novelista, un rico compendio de historias interesantes, plagadas de momentos críticos y de misterio, que la hacen merecedora de una lectura apasionada…