jueves, 31 de julio de 2014

La mal-versión de Malinche I

El juicio que hacemos de la Malinche es atroz: “el pueblo mexicano no perdona su traición. Ella encarna lo abierto, la chingada”. Llamamos malinchistas “a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes”, explica Paz (El Laberinto de la Soledad, 1950); “son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona”.

Sin embargo, el juicio que hacemos de la Malinche es inicuo. Mal-versión de los hechos, mal-versificación del pasado.
Cortés y la Malinche (detalle). José Clemente Orozco, 1926.
La debacle del imperio Culhúa-Mexica sólo pudo concretarse porque Hernán Cortés era un desobediente. Diego de Velázquez, compadre suyo y gobernador de Cuba, le había ordenado que realizara un viaje de exploración, no de conquista. Además, por escrito y con todas sus letras, había prohibido a todos los expedicionarios que durante la comisión tuvieran “coito carnal con ninguna mujer, fuera de nuestra ley”. Peccata minuta: ya desde aquellos primerísimos mandatos los inminentes conquistadores encontraron la forma de acatar sin cumplir lo que se les instruía: si el impedimento era que las deseadas nativas estuvieran “fuera de nuestra ley”, el remedio se hallaba al alcance de la mano: el bautizo fast trak de las indígenas. Consigno esto porque tal sacramento fue el primer designio que el extremeño desobediente decidió para la Malinche, medida con la cual, sin saberlo, la involucró en su vida y en la historia de México.

A mediados de abril de 1519, algunos caciques de la región de Tabasco, después de ser derrotados en Centla, decidieron hacer las paces con los misteriosos extranjeros y sus grandes bestias y armas de fuego, y para dejar evidencia de su buena voluntad tuvieron a bien enviarles algunos obsequios. Además de alimentos, animales y ornamentos, aquella ocasión los europeos recibieron veinte esclavas, a quienes, faltaba más, ipso facto bautizaron. Bernal Díaz del Castillo recuerda que a la que se llamaba Malinali o Malintzin por nombre cristiano le pusieron Marina. Como era “de buen parecer, entrometida y desenvuelta”, Cortés decidió dársela a Hernández de Portocarrero, uno de los principales que lo acompañaba en su aventura. Poco le duraría el gusto al hidalgo aquel… Semanas después, ya en Ulúa, la joven, quien entonces tendría unos quince años, mostró su enorme valía: no sólo sabía hablar maya, la lengua de los indios que habían retenido en cautiverio a Jerónimo de Aguilar durante ocho años, también hablaba el idioma de los nativos que encontraron después de navegar hacia el norte bordeando la costa, el náhuatl, el mismo en que discurrían los emisarios del gran tlatoani de México-Tenochtitlán, Motecuhzoma Xocoyotzin. Al advertir que doña Marina, a quien todos le decían Malinche, era bilingüe, Cortés “le prometió más que libertad si le trataba de verdad entre él y aquellos de su tierra” (Conquista de México, Francisco López de Gómara, 1552). Ella aceptó, así que desde entonces se convirtió en la lengua en náhuatl de don Hernán, primero por intermediación de Aguilar, quien le traducía del castellano al maya y viceversa, y luego ya sin necesidad de guajes para nadar, porque la muchacha pronto aprendió el idioma de Castilla. Claro, alguien salía sobrando, y el capitán actuó pronto: a finales de julio despachó a Hernández de Portocarrero a España. Hernán Cortés envió al otro lado del gran océano al hasta entonces tenedor de doña Marina y a Francisco de Montejo en calidad de sus procuradores ante Carlos V. Además de los primeros tesoros, aquel par llevó consigo un documento fechado el 10 de julio en la recién fundada Villa Rica de la Vera Cruz, la llamada Carta del cabildo, en que Cortés narraba sus peripecias, desde los preparativos en Cuba, hasta la fundación de Veracruz, pasando por el desembarco en Cozumel y los primeros encuentros con los naturales de Yucatán y Tabasco. Ni en esta ni en las siguientes tres Cartas de relación el extremeño menciona por su nombre a doña Marina. Ni así, en cristiano, ni de otra forma, Malinali o Malitzin, y mucho menos Malinche, pese a que su participación en los siguientes hechos, que ya todos juntos y tramados la historiografía suele etiquetar como la Conquista, resultaría destacada, sustancial me parece, indiscutiblemente protagónica, al punto de que los propios mexicanos, quiero decir, no nosotros, sino aquellos, los conquistados, los gobernados por el señor de México-Tenochtitlán, los mismos que llamaban Tonatío a Pedro de Alvarado, apodaron a Cortés con el mote de su lengua, amante y aliada, Malinche
“Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos y en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche, y así lo nombraré de aquí a adelante, Malinche, en todas las pláticas que tuviéramos con cualesquier indios, así de esta provincia de Tlaxcala como de la ciudad de México, y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga. Y la causa de haberle puesto este nombre es que como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en la lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el Capitán de Marina y para más breve le llamaron Malinche.”
Así lo narra Bernal en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568), y Margo Glantz hace hincapié en la yuxtaposición que tuvo que operar entre la intérprete, la lengua, y el interpretado, don Hernán, para que apareciera en escena el Capitán Malinche, hoy borrado por la versión hegemónica de lo sucedido.

viernes, 25 de julio de 2014

El primer mexicano simbólico: Gonzalo Guerrero

la tendencia a vincular mestizaje y mexicanidad
responde esencialmente
a una búsqueda de identidad nacional.
Agustín Basave


El personaje aquel que en 1519 no tenía atributos de identidad suficientes ni siquiera para distinguirse de “los otros españoles” que junto con Jerónimo de Aguilar habían sido arrojados por el mar a las costas yucatecas en 1511, luego de casi quinientos años de ficción colectiva, se ha concretado. Gonzalo no solamente tiene nombre propio desde 1536, también ha conseguido pasar de marinero a guerrero (1542) y de ahí a tener un apellido (1552). En la actualidad, Gonzalo Guerrero incluso ostenta al menos dos datos que lo enclavan en el gran bastidor de la Historia: un lugar de origen y el nombre de su esposa maya.

A unos 25 kilómetros de Tulum, Quintana Roo, en la pequeña localidad también costera de Akumal se encuentra un conjunto escultórico realizado en 1974, en el que se muestra a un hombre barbado en taparrabos y guaraches, con aretes en ambas orejas, brazaletes, collar, pelo adornado a la usanza maya y en la mano izquierda una lanza. Un niño y una niña lo flanquean, y atrás, sentada en el suelo, una mujer amamanta a un bebé. La placa informa: Gonzalo Guerrero de Palos de Noguer, España, marinero quien en 1511 naufragó cerca de este lugar, casó con una noble maya de nombre Xzazil creando la primera familia del mestizaje nacional.


El relato del nacionalismo mexicano que se ha venido construyendo en torno al mestizaje encuentra en Gonzalo Guerrero una figura fundacional. No es poca cosa, toda vez que el nacionalismo mestizo, al menos desde la Reforma, se ha consolidado como el discurso hegemónico. En la Plaza de las Tres Culturas de la Ciudad de México hay una placa en la que puede leerse una síntesis de la tesis que sustenta dicha narrativa:

Si se parte del planteamiento de que un mexicano típico habla español, profesa un catolicismo permisivo, está sustancialmente influenciado por una o varias tradiciones indígenas y demuestra un fuerte arraigo a su entorno territorial, el primer mexicano simbólico sería Gonzalo Guerrero, y, claro, sus bonicos retoños, los primeros mestizos.

Como bien explica Agustín Basave (México mestizo; FCE, 1992), la aparición de Gonzalo Guerrero en el relato del nacionalismo mexicano, particularmente en el nacionalismo mestizo, curiosamente es fundacional y al mismo tiempo excepcional. “México emprendió su síntesis racial con una excepción: el matrimonio del náufrago Gonzalo Guerrero con la hija del cacique yucateco, alrededor de 1512, y la procreación de los primeros mestizos mexicanos… La parcial legitimidad de los hijos de Guerrero -legítimos para los indios, pero ilegítimos a los ojos de los españoles por ser fruto de un enlace pagano a la usanza indígena- se convirtió tras la Conquista en la total ilegitimidad de la inmensa mayoría de sus hermanos de sangre”.

Hace más de treinta años, Eugenio Aguirre (Ciudad de México, 1944) publicó Gonzalo Guerrero (UNAM, 1980), la mejor novela histórica de las muchas que hasta ahora ha inspirado el personaje. En 2012, editorial Planeta relanzó la obra, con una edición que llamó “conmemorativa del 500 Aniversario del Mestizaje en América”, y en cuyo prólogo, el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma hace un bosquejo atinadísimo del personaje, desde la perspectiva del contraste respecto a Jerónimo Aguilar; vale la pena citarlo in extenso:
Al recrear la vida de Gonzalo Guerrero, el autor no pudo -e hizo bien-, hacer a un lado la otra cara de la moneda: Jerónimo de Aguilar. Ambos personajes forman un resumen de la Conquista. Por un lado la Iglesia, aparato ideológico del conquistador, inflexible, que ve demonios por todas partes y que está inmersa en la figura del frailuco que, con su libro de horas se escapa del mundo que lo rodea y dirige su vista al cielo. Por otro, Gonzalo, joven guerrero, marinero, militar, cogelón, que dirige su mirada a las bien torneadas pantorrillas de las hembras, sean castellanas… o mayas que se cruzan por su camino. Del primero no se puede esperar más de lo que fue. Del otro nació el primer mestizo.
En 1542, Fernández de Oviedo cuenta que Gonzalo Guerrero no sólo se negó a ser rescatado por Cortés (1519), sino que además y por escrito se negó a volver con los españoles cuando el adelantado Montejo le ofreció cargos si dejaba de ayudar a los mayas (1528): “Señor, yo beso las manos de vuestra merced: e como soy esclavo, no tengo libertad, aunque soy casado e tengo mujer e hijos, e yo me acuerdo de Dios; e vos, señor, e los españoles, ternéis buen amigo en mí”. El mensaje que Fernández de Oviedo atribuye a Guerrero -claro, no hay rastro alguno de aquel manuscrito- encamina desde su patente ambigüedad los primeros pasos la dirección que seguirá el personaje: recordará al dios de los cristianos y se declarará amigo de sus paisanos…, pero seguirá guerreando en contra ellos. Por eso el historiador español vitupera a Gonzalo Guerrero: “convertido en indio, e muy peor que indio, e casado con una india e sacrificadas las orejas, e la lengua, e labrada la persona pintado como un indio, e con mujer e hijos”. El padre español de los primeros mestizos es peor que un indio, y de la bastardía no se escapa.

miércoles, 16 de julio de 2014

La creación de Gonzalo Guerrero

Gonzalo Guerrero no fue una persona, es un personaje, una creación producto de cinco siglos de trabajo de ficción colectiva. Estatuas, películas, pinturas, cientos de páginas que narran sus aventuras y tratan de explicar su conducta forman parte de una gran invención en la que ha participado mucha gente. Más incluso: se han escrito un montón de novelas históricas sobre Gonzalo Guerrero, fabulaciones tramadas a partir de una ficción que se asume como verdad histórica. Aunque existen algunos asideros historiográficos de los cuales se prende el personaje, es un hecho que no contamos con testimoniales que permitan acreditar la existencia de Gonzalo Guerrero. Antes bien, es factible marcar la ruta de la creación del personaje.

¿Cuál es la trama elemental de la “historia” de Gonzalo Guerrero? En 1511, una carabela partió del Darién, ubicado en el istmo de Panamá, con rumbo a La Española. La nave naufragó, y sólo un reducido grupo de españoles logró salvarse a bordo de una pequeña barca, la cual fue a parar a las costas orientales de Yucatán. Ahí, los mayas apresan a todos los europeos, a algunos los sacrifican y se los comen… Muy pocos logran escapar. Sólo dos se salvan: Jerónimo de Aguilar —él sí un personaje histórico— y Gonzalo Guerrero. El primero fue reapresado y esclavizado por los indígenas, hasta que en 1519 Hernán Cortés lo rescata. Gonzalo se integra a la sociedad maya, tiene hijos con una nativa y años después opta por pelear en contra de los ibéricos, para defender a su familia.

¿Qué se sostiene con certeza historiográfica? La única fuente “directa” que tenemos es Hernán Cortés, y entrecomillo porque el conquistador extremeño jamás vio al personaje y nunca lo llamó así, Gonzalo Guerrero. La primerísima referencia respecto a la posible existencia en Yucatán de otros sobrevivientes del naufragio de 1511, además de Aguilar, aparece en la Carta del cabildo que en julio de 1519 Cortés despacha a Carlos V, para contarle los primeros episodios de la conquista de México-Tenochtitlán. Días después de haber desembarcado en Cozumel, los indígenas informaron “que unos españoles estaban siete años… cautivos en el Yucatán en poder de ciertos caciques”. Cortés convence a algunos mayas para que, en su representación, se internen en tierra firme en busca de los cristianos y consigan su libertad. Pocos días después —principios de marzo de 1519—, “vimos cómo venía… uno de los españoles cautivos que se llama Jerónimo de Aguilar, el cual nos contó la manera cómo se había perdido y el tiempo que había que estaba en aquel cautiverio […]. De este Jerónimo de Aguilar fuimos informados que los otros españoles que con él se perdieron en aquella carabela…, estaban muy derramados por la tierra, la cual nos dijo que era muy grande, y que era imposible recogerlos sin estar y gastar mucho tiempo en ello”. Subrayo: alude a más de un náufrago y no habla de ningún Gonzalo. No será sino hasta quince años después que Cortés mencione, además de Aguilar, a otro de los náufragos. En uno de los interrogatorios del juicio de residencia al que fue sometido, el conquistador recuerda a Aguilar y alude específicamente a otro español, pero no lo llama Gonzalo: “… el otro, un Morales, el cual no había querido venir porque tenía ya ordadas las orejas, y estaba pintado como indio, y casado con una india, y tenía hijos con ella”.

Dos años después del testimonio de Cortés, nuestro personaje va adquirir el nombre con el cual trascenderá hasta nuestros días, y lo hace en calidad de cadáver: Andrés de Cereceda, gobernador de Guatemala, notifica en 1536 que en acción punitiva contra los mayas, “con un tiro de arcabuz, se había muerto un cristiano que se llamaba Gonzalo Azora, que es el que andaba entre los indios en la provincia de Yucatán veinte años ha y más”. Así que en su Historia general y natural de las Indias de 1542, Gonzalo Fernández de Oviedo ya se refiere a “un Gonzalo, marinero”, a quien presenta como un guerrero y a quien responsabiliza de la organización de la defensa de los mayas en contra de las fuerzas del adelantado Francisco de Montejo, en su primer intento de conquistar Yucatán (1528). La pelota queda puesta para que Francisco López de Gómara llegue en 1552 y no perdone: en su Historia de las Indias y la conquista de México le pone apellido al personaje: “Gonzalo Guerrero, marinero que está con Nachancán, señor de Chetemal, el cual se casó con una rica señora de aquella tierra, en quien tiene hijos, y es capitán de Nachancán, y muy estimado por las victorias que la gana en las guerras…”


Para 1568, cuando Bernal Díaz del Castillo escribe su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, el relato de Gonzalo Guerrero ya ha terminado de germinar. Él, quien estuvo presente en Cozumel en la primavera de 1519, va más lejos: le da voz a Guerrero y documenta las razones que supuestamente le dio a Aguilar para no regresar con sus paisanos: “Hermano Aguilar, yo soy casado, y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; íos vos con Dios, que yo tengo labrada la cara y ordadas las orejas. ¿Qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son”. El fundador del mestizaje mexicano, en tanto personaje simbólico, estaba totalmente creado. 

miércoles, 9 de julio de 2014

El primer mexicano simbólico: ¿Morales?

¿Quién fue el primer mexicano? En la entrega anterior sugeríamos que Naia, una mujer que vivió hace más de doce mil años. Claro, aquello era la prehistoria, la inmensa oscuridad de pre-textos de la que provenimos todos.

Podría aventurarse una segunda posible respuesta a partir del siguiente planteamiento: ¿estaría usted de acuerdo en que un mexicano típico habla español, profesa un catolicismo más bien heterodoxo por no decir sobradamente permisivo, está sustancialmente influenciado por una o varias tradiciones indígenas y en su comportamiento demuestra un fuerte arraigo a su entorno territorial? No estoy aventurando una definición identitaria, sencillamente propongo algunos trazos mínimos para figurar la silueta de un personaje simbólico. Si partimos de tal perfil, el primer mexicano no pudo existir antes de que el castellano llegara al territorio que hoy ocupa México.

Suele considerarse que Francisco Hernández de Córdoba (c. 1475-1517) “descubrió” las tierras continentales de lo que actualmente es nuestro país. Efectivamente, él capitaneó al primer contingente de españoles que zarpó de Cuba hacia el poniente “a buscar y descubrir tierras nuevas”, usando las palabras de Bernal Díaz del Castillo (1496-1584), quien participó en aquella expedición. El 8 de febrero de 1517 levaron anclas en el puerto de Jaruco, y después de veintiún días de navegación, muchos de ellos dedicados exclusivamente a no hundirse, avistaron un panorama que debió de dejarlos mucho más que estupefactos: no sólo tierra firme, sino también una pequeña ciudad, es decir, algo que los europeos nunca antes habían encontrado en el Nuevo Mundo: desarrollo civilizatorio. Cuenta Bernal que los naturales se acercaron a los barcos con gestos amistosos y con un grito que se repetía: “¡Conex c’toch!”. Bernal traduce: “Andad acá a mis casas”. Como recordará el lector, aquel recibimiento no sólo sirvió para ponerle nombre cristiano al sitio —Cabo Catoche—, sino también y en primer lugar como parte del estratagema que usaron los indígenas para engañar a los españoles, porque una vez que desembarcaron los mayas arremetieron contra ellos: muchos expedicionarios perecieron ahí, y los sobrevivientes se embarcaron de nuevo para salvar el pellejo. De vuelta, harían escala en algún punto de la Florida, en donde también fueron recibidos violentamente. Un desastre: de los 110 hombres que participaron en la aventura, menos de la mitad retornaron vivos. El propio don Francisco moriría diez días después de haber regresado a Cuba.

Como haya sido, Hernández de Córdoba llegó en 1517 a las costas de Yucatán y desembarcó en una región que hasta entonces no formaba parte del ecúmeno occidental. La clave que permite explicar su trascendental hallazgo, está en el nombre de uno de los pilotos de su flotilla, Antón de Alaminos. Oriundo de Palos de la Frontera, este navegante había acompañado a Colón en sus dos últimos viajes al Nuevo Mundo, y recordaba algo importante…

En 1502, es decir, diez años después del primer encontronazo con el Nuevo Mundo, Colón emprendería su cuarto y último viaje trasatlántico. Salió de Cádiz a principios de mayo, y para finales de julio exploraba el litoral atlántico de lo que actualmente llamamos Centroamérica. En las cercanías de Guanaja, una ínsula ubicada a unos setenta kilómetros de las costas de Honduras, el Almirante y su hermano Bartolomé se toparon con una barca de mercaderes mayas: conocieron entonces el cacao y entendieron que al oeste se encontraba una gran comarca, llamada Maia o Maiam. Colón no seguiría aquella pista, pero Alaminos conservaría el recuerdo…

Con todo, las naves de Hernández de Córdoba, guiadas por Alaminos, no fueron las primeras que alcanzaron el litoral yucateco: diez años antes, otro compañero de don Cristóbal ya lo había logrado.

Vicente Yáñez Pinzón (1462-1514) -capitán de La Niña en el primer viaje de Colón- fue uno de los insignes hombres de mar convocados por el rey Fernando a la junta celebrada en Burgos en marzo de 1507, en la que se impulsaron varias medidas para imponer cierto orden a la apropiación del Nuevo Mundo por parte de la Corona española. Se instituyó la cátedra para la navegación de las Indias, Américo Vespucio (1454-1512) fue nombrado Piloto Mayor de la Casa de Contratación de Sevilla y el monarca ordenó a Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís que navegaran al Nuevo Mundo para encontrar de una vez por todas el dichoso canal al mar del Sur, esto es, el Pacífico. El 29 de junio dos embarcaciones levaban anclas en Sanlúcar de Barrameda: Solís capitaneaba La Magdalena y Yáñez Pinzón la San Benito. Bien a bien no se sabe qué pasó durante la travesía, pero todo indica que llegaron a las costas de lo que hoy es este país más o menos a la altura de Tampico, y luego bordearon el Golfo. El padre Sahagún supondrá que quizá sean éstas las embarcaciones que algunos nativos de Pánuco recordarán haber visto. En 1513 Pinzón aseguró que habían llegado “hasta la provincia de Camarona”, y aunque no se tiene testimonio cartográfico, todo indica que se refería a Yucatán. Sin embargo, no hay indicio alguno de que hubieran desembarcado o trabado contacto de ningún tipo con la población costera. Así que tampoco es a bordo de estas carabelas que podría hallarse al primer mexicano simbólico.

No será sino hasta 1534 que Hernán Cortés mencionara al personaje que andamos buscando: la primera persona que, hablando español, defendió esta tierra. Y Cortés le planta un apelativo, uno que por cierto hoy nadie recuerda: Morales le llama. ¿Lo recuerda usted, lector?

viernes, 4 de julio de 2014

El primer mexicano simbólico: Naia

¿Quién fue el primer mexicano? Dar respuesta a esta pregunta supone, necesariamente, una serie de abstracciones, primero, y luego construcciones conceptuales. Abstraer para pescar de entre todos los elementos que uno perciba solamente aquellos que consideremos como esenciales, para enseguida formular con ellos conceptos, esto es, concretar el pensamiento en palabras para encapsular conclusiones en definiciones. Claro, dichas faenas mentales no pueden llevarse a cabo desde una situación etérea; más bien se realizan tomando posiciones, lo cual obliga a desechar otras, por lo cual más vale asumir tales posturas de la forma más consciente posible. Por ejemplo, un posicionamiento podría ser el siguiente: entender por mexicano al habitante de este lugar que actualmente llamamos así, México. Mexicanos somos los de aquí, pues.

Hace unos años publiqué un pequeño ensayo titulado “La identidad espacial de México” (Este país, diciembre de 2007), en el cual argumentaba:
El espacio es una variable de la identidad de una persona -identidad psicológica- y en la identidad cultural de una comunidad social. En principio, la dimensión espacial de la identidad se refiere evidentemente al espacio que cada entidad ocupa. La identidad espacial de una persona y de una comunidad social -desde un grupo de vecinos hasta una organización transnacional como podría ser un grupo de países, pasando por los niveles de localidad, región y nación- se compone de datos objetivos que percibimos de la realidad, y de factores subjetivos, al menos de tres tipos: cognitivos, afectivos y valorativos. La identidad espacial puede entenderse como un complejo sistema de relaciones que tiene como referencia un territorio específico: en dicho sistema, además de prácticas de pertenencia a un lugar determinado por fronteras, reales o imaginarias, toman parte un sinnúmero de representaciones del territorio.
En su hermoso texto “Visión de Anáhuac”, Alfonso Reyes establece qué es lo que desde su perspectiva nos da continuidad a los mexicanos de hoy día respecto a la gente que habitaba Tenochtitlán antes de la llegada de los españoles:
Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera me fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro -ni la obra de la acción común, ni la obra de la contemplación común-, convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz.
Si partimos pues de esta premisa, la dimensión espacial, habría que decir que los primeros mexicanos fueron los nómadas de origen asiático que llegaron del norte del continente para quedarse aquí, en Mesoamérica, hace unos veinte mil años. En dado caso, el primer mexicano sería prehistórico, anónimo e imposible de mentar. Sin embargo, podría echarse mano de un personaje simbólico, a partir de un referente concreto, más que histórico, arqueológico.

Durante mucho tiempo se consideró al Hombre de Tepexpan, un esqueleto encontrado en 1947 en el lago de Texcoco, como el testimonio más antiguo de vida humana en el territorio que hoy ocupa nuestro país. Error: el Hombre de Tepexpan, que a la larga resultó ser mujer, vivió por estos lares hace aproximadamente seis mil años, de tal forma que no, el esqueleto de otra fémina localizado en 1959 en el oriente del Distrito Federal es más antiguo. La llamada Mujer del Peñón de los Baños vivió hace unos once mil años, según el trabajo de fechamiento realizado en 2002 por un equipo interdisciplinario de investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia y de la Universidad de Liverpool. Pero el carácter de primera mexicana le duró poco a la Mujer del Peñón, porque hace apenas unas semanas fue desplazada.

Los restos óseos humanos más antiguos no sólo de Mesoamérica sino de todo el continente han sido localizados en una cueva inundada, cerca de Tulum, en el estado de Quintana Roo. El sitio arqueológico, una especie de cápsula de tiempo natural, se conoce como Hoyo Negro, y en él los arqueólogos subacuáticos del INAH han encontrado también restos de casi treinta mamíferos -once de ellos del Pleistoceno Tardío, como un tigre dientes de sable, un perezoso de tierra y un tapir gigante-. En cuanto al esqueleto humano, se trata de una joven que alcanzó a vivir unas quince primaveras, hace más de doce mil años. Afortunadamente, en vez de llamarla la Mujer de Hoyo Negro, los investigadores del INAH tuvieron el tino de ponerle un nombre, Naia.


Gracias a las condiciones en que se hallaba Naia fue posible la conservación de ADN mitocondrial, del cual se obtuvo la información que permite confirmar su linaje: “los resultados indicaron que se trata de una joven de origen asiático (Beringio) del haplogrupo (cromosoma materno) D, identificado con las migraciones que llegaron a América desde Siberia”, detalla el boletín del INAH.

Así como puede afirmarse que todos los seres humanos venimos de África, Naia, la primera mexicana simbólica, nos cuenta que nuestro origen es siberiano