viernes, 25 de septiembre de 2015

La morralla de los dioses

Puede que nuestro rol en este planeta
no sea adorar a dios, sino crearlo.
Arthur C. Clark


Morralla I

“En todo ciudadano de hoy yace un apátrida futuro”, afirma E. M. Cioran. El filósofo era originario de una pequeña villa de la región multicultural de Transilvania, Răşinari, hoy parte de Rumania, pero cuando él nació, en 1911, del Imperio Austro-Húngaro. Primero escribió en su lengua materna, el rumano; a partir de 1947, con Breviario de podredumbre, comenzó a escribir directamente en francés. Un año antes había renunciado a su nacionalidad y se había declarado apátrida. En Silogismos de la amargura, publicado en París en 1952, Cioran asentó una predicción atroz, por lo demás, totalmente acorde con su tiempo: “En el futuro, si la humanidad debe comenzar de nuevo, lo hará con sus desechos, con la basura de todas partes, con la morralla de las civilizaciones; aparecerá una nueva, caricaturesca, a la cual quienes produjeron la verdadera asistirán impotentes, humillados, postrados, para acabar refugiándose en la idiotez, donde olvidarán el esplendor de sus desastres”.


Morralla II

En los últimos días del Imperio, en el borde de la Vía Láctea, una pequeña nave espacial se encontraba realizando labores de investigación científica. La tripulación se integraba por tres expedicionarios y un robot. Las noticias que continuamente recibían desde casa no eran nada alentadoras: el conflicto seguía agudizándose. Además, ninguno de los planetas que habían explorado últimamente prometía gran cosa. Pero su suerte cambió: llegaron a “un mundo que hizo que sus corazones sintieran nostalgia por su hogar, un mundo en donde todo resultaba inquietantemente familiar, aunque no exactamente igual”. Decidieron bajar y realizar pruebas. El resultado fue asombroso. “Podría ser nuestro planeta hace cientos de miles de años. Siento como si hubiéramos retrocedido en el tiempo”, dijo el capitán Altman. Poco tiempo después, sin ser descubiertos, dieron con un grupo de cazadores. ¡Eran humanos!, “primos salvajes esperando en los albores de la historia”. Siguió un metódico protocolo para, poco a poco, establecer contacto con aquellos congéneres, primero por medio de un solo individuo, a quien nombraron Yaan. Todo iba bien, pero los científicos recibieron una orden urgente: tenían que regresar de inmediato, el conflicto había estallado. Antes de partir, Bertrond, uno de los expedicionarios, decide dejarle algunos regalos a aquel homínido primigenio: “Te dejo estas herramientas. Descubrirás cómo usar algunas de ellas, a pesar de que lo más probable es que en una generación se pierdan o se olviden por completo”: una cuchilla -“pasaran siglos antes de que ustedes tengan la capacidad de producir algo así”-, una lámpara de baterías, en fin… Antes de abordar su nave, el viajero interestelar piensa: “Desearía poder advertirles acerca de los errores que nosotros cometimos, y que ahora nos costarán todo lo que hemos conquistado”. Cuando el transporte se pierde en las alturas, Yaan se refiere a ellos como “dioses”. El relato, escrito por sir Arthur C. Clark (1917-2008), concluye: “A sus espaldas, el río fluía suavemente hacia el mar, serpenteando a través de las llanuras fértiles en las que, más de un millar de siglos después, los descendientes de Yaan construirían una gran ciudad que llamarían Babilonia”.


Amanecer I

Encounter at the Dawn -Encuentro al Amanecer- fue publicado originalmente en junio de 1953, en el número 5 del volumen 27 de Amazing Stories, la revista norteamericana de ciencia ficción de mayor tradición ya desde entonces: dirigida por Hugo Gernsback, había comenzado a circular en 1926 -con textos de H. G. Wells, Julio Verne y Poe en su edición de arranque-, y con algunos cambios y altibajos, perdura hasta nuestros días, ya sólo en edición web. Aquel año, 1953, cuando Arthur C. Clark publica Encounter at the Dawn, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética anuncian que han desarrollado la bomba de hidrógeno -marzo y agosto, respectivamente-.


Amanecer II

The Dawn of Man, la secuencia con que inicia 2001: Odisea del espacio, el largometraje de Stanley Kubrick (1928-1999) de 1968, se inspiró en el cuento Encounter at the Dawn de Arthur C. Clark. Ambos, el escritor inglés y el cineasta neoyorkino, trabajaron juntos el guión -por cierto, nominado al Óscar, premio que terminó ganando Mel Brooks por The producers-. A diferencia de la narración de 1953, en la cual es indudable que los visitantes alienígenas, si bien se encuentran en un estadio de desarrollo civilizatorio muy avanzado respecto a los terrícolas, son seres humanos, en la película, ni en la secuencia inicial ni al término de toda la historia, se despeja plenamente la incógnita respecto a la naturaleza de él o los creadores del regalo que llega del cielo… en el cual también hay diferencias: en 2001: Odisea del espacio es un misterioso monolito mientras que en el texto son simplemente algunas herramientas. En el film, los seres primitivos que reciben el regalo del cielo no son seres humanos, como en el cuento original, sino hombres simio, ape-men. Una de las muchas genialidades de la cinta que para muchos críticos es una de las obras maestras de la cinematografía de todos los tiempos es precisamente la representación de los hombres simio. Hay que recordar que, para cuando fueron filmadas esas escenas, tendrían que pasar todavía seis años para que fuera descubierto el esqueleto de Lucy (AL 288-1), la Australopithecus afarensis que tanto permitiría avanzar a la paleontoantropología en el conocimiento del proceso evolutivo de la humanidad. Esa especie, primos salvajes que se quedaron varados en los albores de la historia, se extinguió hace alrededor de 2.9 millones de años, y de allá provenimos.



sábado, 19 de septiembre de 2015

Un bebé en la Cuna de la Humanidad

Si busca usted la Cuna de la Humanidad, en Google earth la encuentra.

El globo terráqueo virtual ubica el punto Cradle of Humankind en Sudáfrica, muy cerca, al oeste, de Pretoria y Johannesburgo; de hecho, uniendo los tres puntos podría trazarse un triángulo casi equilátero de unos 45 kilómetros por lado. El lugar, declarado Patrimonio de la Humanidad, se conoce con tal nombre porque durante la primera mitad del siglo XX fueron encontrados ahí varios fósiles de homínidos arcaicos. Sin embargo, desde hace tiempo las pesquisas de los antropaleontólogos se ha desplazado al norte del continente, siguiendo el serpenteo del Gran Valle del Rifit hacia el mar Rojo. De hecho, los descubrimientos de los dos antepasados más famosos de nuestra especie, al menos hasta ahora, han ocurrido a lo largo de dicha fractura geológica.
En 1974, en la Depresión de Afar, en Etiopía, Donald Johanson halló a Lucy, el esqueleto de una Australopithecus afarensis que vivió hace 3.2 millones de años. Un decenio después, en las inmediaciones del lago de Turkana, el rastreador keniano Kamoya Kimeu dio con los restos casi completos de un joven Homo ergaster que falleció hace 1.6 millones de años.
Entre ambas especies queda abierto un enorme misterio que los científicos han intentado resolver. ¿Cómo? Encontrando fósiles de especímenes intermedios; de ahí la alegoría del eslabón perdido. Pero ninguno de los fósiles que hasta ahora se han encontrado —apenas algunos pocos huesos y fragmentos— puede ofrecernos noticias definitivas de la primera especie humana, de modo que aquello de la Cuna de la Humanidad quedaba sólo en un mote pretencioso. Pero el fantástico hallazgo difundido en todo el mundo el jueves pasado podría significar que, efectivamente, el sur de África sea la cuna del género humano.


Poco menos de un kilómetro al suroeste del sitio de Seartkrans, en Cradle of Humankind, se ubica Rising Star, un sistema cavernario bien conocido por los espeleólogos sudafricanos. Ahí, a unos treinta metros de profundidad, en 2013, dos exploradores se aventuraron a meterse por una estrechísima grieta de menos de 18 centímetros de ancho, por la que ingresaron a una caverna en cuya pared opuesta —Dragon’s Back—, en lo más alto, encontraron una minúscula cavidad atestada de estalactitas, a través de la cual, lentamente y con mucha dificultad, lograron descender casi cien metros hasta llegar a otra pequeña cámara —Dinaledi chamber—. Steven Tucker y Rick Hunter, los espeleólogos, hallaron ahí, a la vista, un montón de huesos. Traían consigo una videograbadora y afortunadamente decidieron llevar el registro de su aventura a la persona indicada.

Lee Berger es un paleoantropólogo norteamericano terco y optimista. Desde hace casi veinte años vive en Sudáfrica. Trabaja en la Universidad de Witwatersrand de Johannesburgo y busca fósiles por aquellas latitudes. En 2008, en Malapa, a unos 15 kilómetros de Rising Star, Berger y su hijo encontraron varios fósiles entre lascas de dolomita. Resultó que los huesos pertenecían a un homínido —se localizaron restos de seis individuos— de alrededor de 1.9 millones de años de antigüedad, que clasificó como Australophitecus sediba.
Cuando Berger publicó su descubrimiento, reclamó para el homínido de Malapa una posición filogenética estelar: dijo que bien podía tratarse de la transición entre los Australophitecus y el Homo habilis, o incluso de un ancestro directo del Homo ergaster. La mayor parte de la comunidad científica no estuvo de acuerdo con esta hipótesis; la opinión generalizada es que no se trata más que de un Australophitecus tardío. Así que cuando Tucker y Hunter fueron a la Universidad de Witwatersrand a mostrarle al académico el testimonio en video de su hallazgo, la fama de Berger venía más bien amainando.
Las imágenes que los espeleólogos le mostraron a Berger fueron más que suficientes para que él vislumbrara la trascendencia de aquello, así que se movió rápido y eficazmente: en pocos meses consiguió fondos de National Geographic y organizó un equipo de astronautas subterráneas —mujeres de varias partes del orbe, pequeñas y delgadas, sin problemas de claustrofobia, dispuestas a meterse en profundidades cavernícolas para rescatar un tesoro—. Ni siquiera el optimismo de Berger pudo prever el resultado: entre noviembre de 2013 y marzo de 2014 lograron rescatar más 1,500 huesos, pertenecientes al menos a quince individuos, todos miembros de una especie Homo que hasta hoy nosotros, lo únicos humanos que quedan en el planeta, no conocíamos.

La noticia se difundió el 10 de septiembre: el artículo científico se publicó en eLIFE y el de divulgación en el sitio web de National Geographic. Ello fue suficiente para que la nota se regara globalmente. En el primero, Berger y su equipo dan a conocer que, aunque los huesos no se han datado, el paquete de estudios morfológicos que realizó una flotilla interdisciplinaria de científicos de todo el mundo permite establecer sin duda que se trata de un miembro de nuestro género, distinto claramente de cualquier Australopithecus pero mucho menos evolucionado que cualquier otra especie humana hasta ahora conocida. La nueva especie fue bautizado como Homo naledinaledi significa “estrella”, en sotho, uno de los muchos lenguajes originarios de Sudáfrica—. El reportaje de National Geographic, que incluye la imponente recreación de la hoy superestrella prehistórica, se titula “Este rostro cambia la historia humana, ¿pero cómo?” Y es que si ese arsenal de huesos tiene, digamos, alrededor de 2.5 millones de años, la cadena evolutiva que hoy podríamos imaginar se comprobaría, y el Homo naledi sería el o uno de los eslabones entre Lucy y el Turkana Boy…, ¿pero cómo habría de interpretarse el rompecabezas si los esqueletos son mucho más recientes?


viernes, 11 de septiembre de 2015

Accidentalmente

It looks as if the offspring have eyes
so that they can see well (bad, teleological, backward causation),
but that's an illusion. The offspring have eyes because
their parents' eyes did see well (good, ordinary, forward causation).
Steven Pinker, How the Mind Works.


A ver, lo convido a que haga una parada en su trajine de todos los días y trate de figurarse la siguiente escena… Apenas por unos instantes, la sobra de una parvada de marabúes desaparece todas las esquirlas de luz que el sol proyecta en la tierra al atravesar las hojas de una enorme acacia. Bajo el árbol, otra vez pringado aquí y allá de cachitos de destellos, un determinado organismo multicelular, específicamente un mamífero de los que mucho tiempo después se autodenominarán Homo sapiens, después haber estado encuclillado ahí aparentemente sin hacer nada más que acariciarse la ensortijada barba, suspirará profundamente y logrará engendrar un pensamiento complejo, cuyo fraseo en castellano sería el siguiente: “Me encuentro en una situación en la cual ya nomás no me hallo”. El hecho —un suceso mudo, toda vez que no fue expresado en palabras puesto que aún no las había—, sucede en algún lugar al sur de África oriental, después del medio día pero más hacia el cenit que hacia el ocaso, hará cosa de unos 70 mil años. Ningún otro miembro de su propia especie atestiguó el evento; el hombre que vemos en primer plano, desnudo y sin más posesión material que una piedra, es un adulto excéntrico, tanto que prefirió permanecer ahí en vez de emprender carrera con los demás miembros de su tropilla a arrasar con los frutos rojos del arbusto que uno de ellos encontró hace rato. Por ahí cerca no hay nadie, a lo más, a la vista pero inalcanzable, un par de indolentes sivatheriums pastando. Claro, no espere usted demasiado, no suponga que el pensamiento aquel tuvo repercusiones inmediatas, al menos no perceptibles, no en la escala de la vida de aquel antepasado suyo, mío y de los más de siete mil millones que hoy por hoy pululamos por todo el planeta. Sin embargo, así pudo comenzar la portentosa transformación que desplazaría a esa especie de homínidos, nosotros, de una posición marginal e insignificante a la cumbre de la cadena alimenticia: la revolución cognitiva.  

Hasta donde sabemos, aquella explosión silenciosa ocurrió sin prologo alguno, es decir, no hay indicio que anunciara su irrupción. Para entonces, el Homo sapiens no era en absoluto un recién llegado: se sabe que la especie había surgido por evolución al menos 130 mil años antes, en suelo africano. Los fósiles más antiguos de Homo sapiens que se han encontrado hasta ahora corresponden a los llamados hombres de Kibish: Omo I y Omo II, dos congéneres que vivieron —de acuerdo a la datación realizada por medio de determinación de isótopos radioactivos de argón— hace unos 195 mil años, en las cercanías del río Omo, actualmente territorio localizado al suroeste de Etiopía. Así que cuando aquel hipotético señor que hemos imaginado parió el pensamiento lo suficientemente complejo que nos enroló en la ruta del gran cambio, los Homo sapiens ya habían vivido, confinados en una pequeña área de África oriental, la mayor parte de su existencia (65%): “aunque estos sapiens arcaicos tenían nuestro mismo aspecto y su cerebro era tan grande como el nuestro, no gozaron de ninguna ventaja notable sobre las demás especies humanas, no produjeron utensilios particularmente elaborados y no lograron ninguna hazaña especial”, explica Yuval Noah Harari en su libro De animales a dioses (Debate, 2014). Y de pronto, algo sucedió que provocó un giro del destino: “a partir de hace aproximadamente 70 mil años, Homo sapiens empezó a hacer cosas muy especiales… El período comprendido entre hace unos 70 mil y unos 30 mil años fue testigo de la invención de barcas, lámparas de aceite, arcos, flechas y agujas. Los primeros objetos que pueden clasificarse con seguridad de arte y joyería proceden de esa época, como ocurre con las primeras pruebas incontrovertibles de religión, comercio y estratificación social”. Y de ahí a la revolución agrícola, que ocurriría unos 60 mil años más tarde, y al comienzo de la historia… Pero regresemos a los albores…

Es posible que no se haya encontrado vestigio alguno de ningún tipo de comportamiento humano moderno anterior a la salida de África porque, efectivamente, no lo hubo. ¿Pero también es factible que, como es descrito por un sinnúmero de mitos cosmogónicos, hayan existido desarrollos culturales anteriores de los cuales no quede ninguna huella posible de recuperar? Al menos valga recordar que confeccionamos historia, esto es, interpretamos la información sobre el pasado, hilvanando una trama con los datos que tenemos y nos resultan significativos, ajustándolos para que la narración resulte no sólo verosímil, sino también, muchas veces, reconfortante. Por cierto, queda también la otra pregunta: ¿qué sucedió para que, aparentemente siendo los mismos que ya éramos, cambiáramos tanto después de 130 mil años? Yuval Noah contesta en De animales a dioses: “No estamos seguros. La teoría más ampliamente compartida aduce que mutaciones genéticas accidentales cambiaron las conexiones internas del cerebro de los sapiens, lo que les permitió pensar de manera sin precedentes y comunicarse utilizando un tipo de lenguaje totalmente nuevo”. De acuerdo, pero ¿por qué? La no-respuesta está en el adverbio: accidentalmente…, lo cual, por supuesto, quizá no resulte muy reconfortante.


sábado, 5 de septiembre de 2015

Creadores de credos

There is no God and we are his prophets.
Cormac McCarthy

Dios, enseguida de crear la fauna,  andaba de buenas, dispuesto a compartir una pizca de su omnisciencia. Satán —quien antes de caer en desgracia fungía de arcángel—se animó a preguntar para qué servían los animales.

— Son un experimento en Moral y Conducta. Observadlos y os instruiréis.

Satán echó un lente —empleó un microscopio— y luego de un periquete apuntó: — Esa bestia tan grande está matando a los animales más débiles, oh Divino.

— El tigre, sí. La ley de su naturaleza es la ferocidad. La ley de su naturaleza es la Ley de Dios. No puede desobedecerla.

Después de observar durante un rato, Satán se aventuró a comentar la obra del Creador:  —La araña mata a la mosca y se la come. El gato montés mata al ganso. El… En fin, todos se matan entre sí. El asesinato, una y otra vez. Estamos ante incontables multitudes de criaturas y todas matan, matan, matan. Todas son asesinas. 

Aunque no sería publicado sino hasta 1962 —Letters from the Earth—, Mark Twain (1835-1910) imaginó este diálogo a finales de 1909, meses antes de morir. Para entonces, había transcurrido medio siglo desde que Darwin dio a conocer On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life. Y sí…, la lucha por la vida.

La evolución de las especies involucra, además de los procesos adaptativos a las condiciones del entorno, el equivalente biológico a una espiral armamentista: para tener más posibilidades de salir airosos del constante conflicto de intereses entre los seres vivos, los organismos evolucionan armas cada vez más eficaces, a lo que los otros responden con sistemas defensivos más ingeniosos, y así sucesivamente. Según Steve Pincker, en este contexto debemos entender la persistencia de la religión en la conducta del Homo sapiens, no como una adaptación directa, sino como una enjuta, esto es, como una característica fenotípica desarrollada como un rebote de la evolución: “la religión es un subproducto de muchas áreas de la mente que evolucionaron atendiendo otros propósitos”. Para entenderlo, hay que distinguir entre los beneficios que obtienen de la religión quienes la producen y quienes la consumen, y para ello conviene revisar los expedientes no de los biólogos sino de antropólogos, sociólogos e historiadores.

De entrada, Pincker se refiere a un componente presente en todas las religiones: el culto a los ancestros. “Si eres una persona entrada en años y vislumbras el día en que pasarás a engrosar el panteón, seguramente cualquier tipo de culto a los antepasados deberá parecerte bastante bueno”. Entre los inconvenientes del envejecimiento, está la cada vez más escandalosa certeza de que uno dejará el mundo y éste seguirá girando como si nada. “Si convences a los demás de que continuarás cuidando de sus asuntos incluso después de muerto, habrás sembrado un buen incentivo para que te traten amablemente hasta el último de tus días”.

Enseguida, Pincker trae a cuento los tabús en torno a la comida, compartidos también por varias religiones. “Si usted prohíbe a un niño un determinado alimento, especialmente de origen animal, él desarrollará asco hacia esa vianda. Por eso es que la mayoría de nosotros no comemos carne de perro, cerebros de mono, gusanos…, manjares que son apetecibles en otras sociedades. Muchas veces subyacen razones ecológicas a estos tabús, pero también de control. Cuando tienes comunidades con gustos y disgustos alimenticios diferenciados, si mantienes a tus chicos alejados de la comida de tus vecinos, eso los mantendrá dentro de la coalición y ayudará a eludir una deserción, dado que para poder compartir la comida con los vecinos tendrían que degustar cosas repugnantes”.

Los ritos de paso son otro ingrediente de todas las religiones; las ceremonias que formalizan la entrada de un niño a la adolescencia o de una mujer a la etapa de procreación, por ejemplo. Pincker explica: “Muchas decisiones sociales se tienen que expresar categóricamente, sí o no. Pero mucho de nuestra biología es más bien brumoso, poco definido y continuo. Un joven no se va a dormir una noche y despierta adulto a la mañana siguiente, y sin embargo un día hay que decidir si puede o no votar o manejar un auto. No hay nada mágico en los 13 ó 18 años de edad, o cualquier otra. Pero es mucho más conveniente ungir arbitrariamente a una persona como adulta a una edad en específico, que evaluar qué tan maduro es cada individuo cada vez que pida una cerveza”. Las demarcaciones tajantes de las diferentes etapas de la vida facilitan el control social. 

Muchos ritos religiosos de iniciación, sobre todo los que implican sacrificio, de algún modo aseguran la pertenencia a un grupo social. Pincker, él mismo nacido en el seno de una familia judía, ejemplifica: “‘Acabas de tener un hijo. Por favor trae al bebé para que pueda cortarle algo de la piel de su pene’. Este es el tipo de cosas que nadie haría a menos de que se tome muy en serio su filiación a una comunidad”.

Por último, resulta obvio que tener acceso al conocimiento arcano repercute en la jerarquía social.

Indiscutiblemente la religión reporta beneficios a sus productores. “Cuando se trata de los consumidores, hay posibles adaptaciones emocionales en nuestro deseo de salud, amor y éxito, posibles adaptaciones cognitivas en nuestra psicología intuitiva, y muchos aspectos de nuestra experiencia que parecen proporcionar evidencias acerca de la existencia del alma”. En conjunto, la dimensión religiosa es una de las ficciones más poderosas de las que hemos creado para aglutinar jerarquizadamente a los humanos.

martes, 1 de septiembre de 2015

Temiltitan


Este mapa del Nuevo Mundo fue publicado en 1550, en Basielea, Alemania, en una edición de la Cosmographia del cartógrafo alemán Sebastian Munster (1489-1552). Aunque es posterior al mapa de su compatriota Martin Waldseemüller (1470-1520), publicado en 1607, no aparece la denominación "América".

El mapa alemán muestra una geografía rudimentaria de la Indias. Las inscripciones en América del Sur aparecen en alemán; los demás topónimos están en latín. En las áreas exploradas por los españoles desde 1490 se incluyen Cuba y Florida, así como Centro y Sudamérica. En lugar de "México", aún se denomina "Temiltitan" —seguramente por Tenochtitlán—. La zona más al norte, en Norteamérica, fue explorada por los franceses entre 1520 y 1530. Al oeste, Japón (conocido por los europeos desde 1542) y la India se muestran incorrectamente al lado de América del Norte.