sábado, 30 de abril de 2016

Noticias de Fernando de México

… el otoño y el grillo se unen en la victoria del polvo.
José Carlos Becerra, Memoria.

A Juan José Arreola (1918-2001) le debemos mucha literatura, propia y ajena, porque además de lo que él escribió –obras fundamentales de las letras españolas del siglo XX, como Confabulario (1952) y La Feria (1963)–, su mano de mentor fue esencial en la obra de varios de nuestros imprescindibles –como Juan Rulfo (1917-1986) y José Agustín (1944)–. Además, Arreola dirigió varias iniciativas editoriales que enriquecieron la República de las Letras: las revistas Eos, Pan y Master, la colección Los presentes y la serie Cuadernos del Unicornio.

Hubo quienes, cuando aparecieron en los Cuadernos del Unicornio, ya eran actores reconocidos de las letras mexicanas. Dos ejemplos: el doctor Elías Nandino (1900-1993), quien tenía ya en su haber quince poemarios publicados antes de que, en 1958, saliera de imprenta Nocturno amor, y Emilio Uranga (1921-1988), cuya Historia de la pequeña Meretlain vio la luz en dicha colección seis años después de la publicación de su influyente ensayo Análisis del ser mexicano (1952). Otras eran plumas que podían presumir algunos pininos e iban en ascenso: Bonifaz Nuño (1923-2013) ya había dado a conocer algunos poemarios cuando Arreola incorporó en la colección su Canto llano a Simón Bolívar, al igual que Eduardo Lizalde (1929), quien, cuando comienza a circular Odesa y Cananea, contaba con dos libritos previos. Pero quiero destacar el tino y la generosidad con las que Juan José Arreola abrió espacio en sus Cuadernos del Unicornio a varios jóvenes, entonces inéditos; por ahora menciono tres narradores: Beatriz Espejo (1939), José Emilio Pacheco (1939-2014) y Sergio Pitol (1933), quienes publicaron gracias al ilustre jalisciense sus primeros cuentos: La otra hermana, La sangre de Medusa y Victorio Ferri cuenta un cuento, respectivamente.

JEP, Pitol y Monsiváis.
Cuenta Pitol que en 1956, “hastiado de todo”, durante algunas semanas buscó refugio para él y su soledad en Tepoztlán, y que estando allá, como no queriendo, escribió su primer cuento. Dedicaría su texto a Carlos Monsiváis, uno de los dos amigos con quien a finales de los años 50 conversaba diariamente sobre literatura —el otro contertulio era Pacheco—. Luego de trabajar el texto a partir de las sugerencias de sus compinches de letras, Pitol decidió publicarlo: “José Emilio y yo fuimos a visitar una noche a Juan José Arreola, quien hacía los Cuadernos del Unicornio en esa época, para entregarle La sangre de Medusa y Victorio Ferri cuenta un cuento. Arreola los publicó al poco tiempo”. Medio siglo más tarde el par de mexicanos serían laureados con el máximo galardón literario de la lengua castellana, el Premio Cervantes, Pitol en 2005 y José Emilio en 2009.

Escribo el viernes 22 de abril de 2016, justo 400 años después de que don Miguel de Cervantes Saavedra falleciera en Madrid. En unas horas, allá la capital de España, Fernando del Paso Morante (1935) recibirá el Premio Cervantes; será el sexto paisano en conseguirlo –además de él, Pitol y Pacheco, hay que contar a Paz, a Fuentes y a doña Elena–. Curiosamente, el primer libro de don Fernando, el prodigioso novelista chilango, fue un poemario, Sonetos de lo diario; data de 1958 y sí, fue uno de los Cuadernos del Unicornio. Como los demás títulos de la colección, el librito tuvo un tiraje raquítico, apenas 400 ejemplares, y no tenía precio, literalmente, porque Arreola los producía para que se distribuyeran gratuitamente entre amigos y un público selecto, expresión que dicha en México respecto a un libro significa mucho menos personas que una élite. 

Un par de días antes de la ceremonia de entrega del Premio, Fernando de México acudió al Instituto Cervantes para depositar en un arcón del tiempo algunos objetos. El legado reposará durante cien años en la caja de seguridad número 1,501 de la antigua cámara acorazada del Cervantes. Si hay mundo para entonces, si queda alguien que mantenga el compromiso, la caja se abrirá el 1° de abril de 2116. En su alocución, una cuartilla escrita como Cervantes manda, Del Paso detalló lo que está almacenando: una copia del propio discurso, un ejemplar de la primera edición de su primera novela, José Trigo (1966); un ejemplar de la primera edición en México de su segunda novela, Palinuro de México; un CD con la grabación de propia voz de algunos extractos de sus narraciones y de algunos de sus poemas, y una camisa, sobre la cual refirió la siguiente historia:
Hace mucho tiempo el joven poeta mexicano tabasqueño, José Carlos Becerra, obtuvo una beca Guggenheim y con ella se fue a Londres con el propósito de comprar un automóvil con el cual recorrer toda Europa. Una madrugada, camino a Bríndisi, en Italia, no se sabe qué sucedió: tal vez se quedó dormido al volante, el caso es que se desbarrancó y se mató. Yo llegué también con mi beca Guggenheim a Londres pocos meses después y me alojé en la casa del mismo amigo mutuo…, en donde él se había alojado. Allí  José Carlos olvidó una camisa que yo heredé. Desde entonces cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y me ponía a trabajar. Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos artistas cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían que decir.

Afortunadamente, Fernando del Paso no está tirando la toalla: explicó que dejará allá la camisa del malogrado poeta, pero que seguirá poniéndosela, “así sea metafóricamente, una y otra vez hasta que se acabe (no la camisa sino la vida)".

En donde quiera que esté, Arreola debe estar muy complacido: la mitad de los mexicanos premiados con el Cervantes publicaron por vez primera en sus Cuadernos del Unicornio.

martes, 26 de abril de 2016

Facebook vs Facescreen

Me hago (un) fuerte. Foto: Ángela Burón.
Incultura general. Foto: Ángela Burón.


lunes, 25 de abril de 2016

Ciudad poluta

Es necesario ser un mar para poder recibir
una sucia corriente sin volverse impuro.
Nietzsche, Así habló Zaratustra.



Tony Soprano ha estado emitiendo un gimoteo prácticamente inaudible, salvo para Carmela, quien no le ha quitado un ojo de encima desde hace rato. Ya oscureció, pero el calor no amaina: las noches no alcanzan para recuperarse del estrujón ardiente que el sol le ha puesto a la ciudad durante los últimos días. Un instante antes de que comience el alboroto, Tony abre un ojo: a las ocho en punto, ni un segundo más ni un segundo menos, estalla el escándalo de ladridos. Tony y Carmela paran las orejas; la hembra se levanta, el macho bosteza… Consuelo regresa del limbo mental en el que se hallaba, coge su smartPhone de la antebracera y desactiva la alarma: los ladridos grabados cesan. Descalza, extiende la pierna derecha hasta alcanzar con el pie el control remoto, presiona con el dedo gordo el botón rojo, y Frank y Claire Underwood, quienes fumaban en el quicio de una ventana disfrutando de una apacible y límpida noche en Washington, desaparecen de la pantalla de la smartTV. El silencio del interior del departamento es saciado de inmediato por el follón callejero: claxonazos, risas, alguien llama a gritos a un tal Marcelo, el carrito del camotero rechifla… Todavía despatarrada en el sillón, Consuelo se estira, boquea y suspira al ponerse de pie. Con la lengua de fuera, expectante, Carmela ya está junto a la puerta. Tony Soprano sigue echado. ¿Qué…, no quieres salir a hacer chis?, le pregunta al animal y teclea: “Voy a saKr a los perros”, y envía el WhatsApp. Camina a su habitación para calzarse; en esas anda cuando llega la respuesta de Yuridia: “Hoy paso. Calor millón. Wba. Y contingencia!!!”. El mensaje viene puntuado con un emoji: carita con tapabocas. Consuelo va por las correas mientras, de bulto, piensa: [Quiere que le ruegue]-[Con razón me siento embotada]-[¡Qué asco de ciudad!]. Graba un audio: Ándale, Yuri, no seas fodonga… ¿A cuánto estamos?… Send. Toma las llaves, palmea a Tony y los tres salen del departamento. En el recibidor, le pregunta al conserje si sabe qué tan fuerte está la contaminación. Declararon contingencia ambiental, seño. Más de 200 puntos en la tarde. En el radio dicen que mejor la gente no salga de sus casas. Újule, yo tengo que sacar a los perros. El trío sale a la calle. Afuera está Yuridia, cigarro en mano, esperándolos. ¿Fumando, inconsciente? Si de todos modos nos vamos a morir por la contaminación, por lo menos yo me voy a matar con mi propio humo. ¡Ay, vecina, estás muy malita de tus neuronas!, diagnostica y prende un mentolado. En lo que sigue no hay plan, sino rutina: como lo ha hecho diariamente desde hace casi diez años, a veces acompañada, a veces no, pero siempre con el par de labradores, echa a andar por Salamanca hacia Cozumel, por la cual enfilarán hasta el Parque España, al que le van a dar tres vueltas antes de regresar. Sí arden los ojos, tú. Qué esperabas: estamos en contingencia. Los canes avanzan más lento que de costumbre, mientras Yuridia despotrica: me tocó hoy el Hoy-no-circula, y ya ves, no sirve de nada, porque son las industrias las que más contaminan; ya ves, con todo y que pararon tanto coche la contaminación sigue bien fuerte, y la gente a sufrir, porque no me vas a negar que los camiones y microbuses contaminan mil veces más que los coches particulares, bueno, por lo menos que el mío: ahí está una sacrificándose para comprar un modelo nuevo que no contamine, y para qué, para que autoritariamente te prohíban usarlo… Consuelo sabe que hace 14 años no se había declarado una contingencia ambiental en la Ciudad de México, y que justo ahora que comenzó la temporada de calor se dispararon los índices de contaminantes por la tarugada del año pasado, cuando por un fallo de la Suprema y la corrupción en los centros de verificación se relajó a un mero trámite de mordida el Hoy-no-circula, y más de 600 mil coches se sumaron al torrente urbano anquilosado. Consuelo sabe que en una megalópolis con más de 22 millones de habitantes y un parque vehicular de 5.4 millones de autos, por aritmética se decanta lo obvio: que la mayoría de la gente no tiene coche. Consuelo sabe que, efectivamente, parar coches no disipa los contaminantes, es sólo una medida para no agregar más mugre al aire. Ella sabe eso y mucho más, pero está harta de acabar peleándose con todo el mundo. Quiere mucho a Yuri y prefiere dejar que se desahogue, que miente madres porque tuvo que irse hoy en metro a trabajar… Por eso te digo, Consuelo, el día que me aseguren un transporte público digno, dejo mi coche guardadito. Es que el metro es infernal: imagínate, el martes le fracturaron el esternón a una compañera; venía tan lleno el vagón que la masa humana, bueno, inhumana, la apachurró contra los tubos y ya mero se muere ahí mismo… Cuando llegan al cruce de Sonora, los dos perros se paran en seco. Tony de plano se da media vuelta. ¿Y ustedes? ¡Anden, vamos al parque…! Los labradores lloran, jalonean… Consuelo abdica rápido: a ella también ya le duele la cabeza, siente la nariz reseca y le arden los ojos. Quiere también encerrarse de nuevo. Mejor vámonos, amiga. Tampoco soportaría seguir escuchando el parloteo inútil de Yuri. Le urge regresar y volver a perderse en los enredos de la alta política en Washington, D.C.

sábado, 16 de abril de 2016

Jauría de icebergs

La civilización es vulnerable;
siempre está a una sola conmoción del infierno.
Zygmund Bauman, Miedo líquido.


¿En qué piensa si digo iceberg? ¿Y si luego de iceberg digo Titanic, qué evoca usted? ¿Tragedia, desastre, fatalidad, caos? ¿Y qué viene a su mente al leer iceberg flotante? Ilustrado lector, me temo que usted pensaría que acabo de incurrir en un pleonasmo, porque todo el mundo sabe que la palabreja —que nos llegó al español vía inglés pero es de origen neerlandés— significa precisamente eso: “gran masa de hielo que flota en el mar”. Ahora que la cosa cambia si digo que sobre nuestras cabezas flota una jauría de icebergs. La lectura es otra porque se descara el uso figurativo de las palabras: al llamar jauría a un grupo de icebergs se connota intencionalidad, violencia, ferocidad... Y a menos que seamos peces, cetáceos o cualquier otra bestia subacuática, si la jauría de icebergs flota sobre nuestras cabezas significa que los témpanos están suspendidos en el aire. Además, sin necesidad de recordar la espada de Damocles, la sola expresión sobre nuestras cabezas connota ya peligro, más si lo que pende es enorme, descomunal. Así que lo escribo: sobre nuestras cabezas flota una jauría de icebergs.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman (1925), tan certero él en la empresa de acuñar conceptos, propone la noción de complejo o síndrome Titanic, al cual describe en los siguientes términos: “consiste en el horror de caerse por las rendijas de la corteza (‘del grosor de una lámina’) de la civilización y precipitarse en esa nada, desprovista de los ingredientes elementales de vida organizada” (Miedo líquido. La sociedad contemporánea y sus temores. Paidós. Buenos Aires, 2007). No se trata de un miedo cualquiera: alcanza el horror. No es un horror a un lento derrumbamiento en la barbarie, tampoco es un proceso de regresión al mundo salvaje; se trata de una abrupta descivilización. ¿Descivilización? Como lo oye, un neologismo que Zygmunt Bauman recupera de una reflexión en torno a los efectos que tuvo el huracán Katrina en Nueva Orleans, publicada en The Guardian por Timoty G. Ash, quien a su vez cuenta que se encontró dicha voz en una novela de Jack London. Al conjunto de síntomas relacionados con el pánico que provoca hoy en las sociedades contemporáneas la amenaza de la desivilización Bauman lo etiqueta como síndrome Titanic, y decidió hacerlo así considerando que en la narrativa del famoso trasatlántico británico hundido hace ya más de cien años (14-15 de abril de 1912), aunque el protagonista es el iceberg, “no fue éste… lo que provocó el horror que hizo que aquella historia sobresaliera entre la multitud de historias/desastres similares”. ¿Entonces? “El auténtico horror fue el del caos que se produjo ‘aquí dentro’, en la cubierta, en las bodegas…: por ejemplo, la ausencia de un plan de evacuación y salvamento de los pasajeros en caso de hundimiento que fuese sensato y viable, o la acuciante escacez de botes salvavidas y flotadores, algo, en suma, para lo que el iceberg ‘ahí fuera’ sólo sirvió como catalizador… Ese ‘algo’ que siempre subyace oculto.” ¿Oculto?  “Sí, pero nunca a mayor distancia que la de una capa superficial de separación”. 

A mayor grado civilizatorio, más compleja se va tornando la organización de la vida cotidiana, y conforme se hace más complicado el sistema, su vulnerabilidad se incrementa. En una falla, en cualquiera, es posible que se halle la causa de que uno de los icebergs termine por desplomarse encima de todos: un minúsculo estropicio puede averiar la sincronía de los semáforos del centro de la ciudad y en cuestión de minutos el caos se propaga. “Los miedos que emanan del síndrome Titanic son miedo a un colapso o a una catástrofe que se abata sobre todos nosotros y nos golpee ciega e indiscriminadamente, al azar, sin ton ni son, y que encuentre a todo el mundo desprevenido y sin defensas”. Y a pesar de que se trata de miedos compartidos, la capacidad de organización social para enfrentarlos —a los miedos, no así a las amenazas reales de los cuales pueden surgir— es cada vez más limitada, toda vez que las estructuras de poder —el Estado, para acabar pronto— ha venido perdiendo todo el margen de acción que han ganado las fuerzas del libre mercado: “nuestras instituciones políticas forman un aparato ajustado al servicio del orden del egoísmo, y el principio de interpretación central de ese orden es el de la ‘apuesta por el más fuerte’, una apuesta por los ricos, forzosamente por aquellos que han tenido la fortuna de ser ya ricos, pero sobre todo por aquellos con la aptitud, el tesón y la suerte de hacerse ricos”. Así que por más parecidos que puedan ser nuestros temores, habrá que enfrentarlos individualmente: “cada uno de nosotros ha de usar sus propios recursos (que, en la mayoría de los casos, son del todo inadecuados)… Las condiciones de la sociedad individualizada son hostiles a la acción solidaria… La sociedad individualizada está marcada por la dilapidación de los vínculos sociales, el cimiento mismo de la acción solidaria”.

Todos hemos visto la jauría de icebergs que flota sobre nuestras cabezas. El miedo es omnipresente, compartido, tanto como la certeza de que debemos enfrentarlo solos, cada quien desde su propia trinchera. Con todo, nuestra sociedad contemporánea, al igual que todas las demás formas en que se ha organizado la conviencia a lo largo de la historia de la humanidad, “es un artefacto que trata de hacernos llevadero el vivir con miedo”.

sábado, 9 de abril de 2016

Efecto mecedora

Happiness was but the occasional episode
in a general drama of pain.
Thomas Hardy, The Mayor of Casterbridge.

Estrellas

A veces me pregunto / ¿por qué paso las noches solitarias soñando una canción?…  Como buen neoyorquino, Michel Hyman Pashelinsky (1900-1993) nació en otro lado; como casi cualquier inmigrante judío, se cambió el nombre: siendo un bodoque de menos de un año, llegó a América procedente de Lituania, y un par de décadas después su fama como Mitchell Parish comenzaría a crecer… La melodía / obsesiona mi ensueño. / Y estoy otra vez contigo / cuando nuestro amor comenzaba, / y cada beso era una inspiración. / ¡Ah, pero eso fue hace mucho tiempo! / Ahora mi consuelo está en el polvo de estrellas de una canción… Mitchell Parish fue uno de los letristas más importantes del llamado Tin Pan Alley (The Poets of Tin Pan Alley: A History of Americas Great Lyricists, de Philip Furia; Oxford Paperbacks, 1992). A él debemos las letras de más de setecientos temas, entre otras, una de las canciones con más versiones y grabaciones de la historia, Satardust, sobre una composición de Hoagy Carmichael…




Moscas


Satardust no fue lo único que Carmichael y Parish compusieron juntos; también tuvieron gran éxito con Riverboat Shuffle y One Morning in May. Sin embargo, Hoagy Carmichael (1899-1981) no siempre necesitó ayuda. En 1929 compuso completita, música y letra, Rockin' Chair (silla mecedora), una canción hermosa, de una sencillez rotunda… Old rockin' chair's got me / Cane by my side… El tema se popularizó pronto, sobre todo gracias a la interpretación de Mildred Bailey. Sinatra y otros cantantes famosos también grabaron Rockin' Chair. La interpretación que yo más disfruto es la de Louis Amstrong y el trombonista Jack Teagarden, quienes la cantaron durante muchos años jugando con la letra original: Fetch me my water, son / (You know you don’t drink water, father) / 'Fore I tan your hide / Your hide is already tan)… La canción tiene un contexto evidente, la Gran Depresión de los años 30…  Just sittin' me here grabbin' / (Grabbin') / At the flies 'round my rockin' chair… Un hombre tumbado en una mecedora, bebiendo y papando moscas, puede proyectar una apetecible imagen de tranquilidad, sin embargo, hay palabras clave: quien se mece se lamenta, más que estar sentado, la mecedora lo tiene atrapado, encadenado… Chained to my old / (Sing it pop, sing it) / Rockin' chair…


e


Mecedoras


Se encuentra extensamente propagada, sobre todo entre los angloparlantes, la idea de que Benjamin Franklin (1705/6-1790) inventó la rocking chair. Si en verdad el bostoniano fue un muy fructífero polímata —aportó innovaciones en campos tan distantes entre sí como la demografía y la música, la electricidad y la oceanografía—, es posible localizar desde finales del siglo XVII antecedentes del mueble; además, todo indica que se comenzaron a fabricar en serie en Inglaterra, no en Norteamérica. En español, la palabra mecedora comienza a emplearse hasta bien entrado el siglo XVIII, y no aparece en un diccionario de la RAE sino hasta 1884. La humanidad tardó muchos milenios en inventar la mecedora. No obstante, la sensación de tranquilidad y relajamiento que puede uno conseguir en este tipo de muebles es bien conocida desde tiempos remotos: tan sólo hay que imaginar el balanceo, sin necesidad de columpios o hamacas, que implica la vida arbórea. ¿Por qué tardamos entonces tanto en necesitar una mecedora?


Elefantes


Los veterinarios y entrenadores especializados en paquidermos consideran que el típico balanceo que ejecutan estas bestias es normal, es decir, un proceder que no debe preocupar a nadie. Hay quienes opinan que estos animales se columpian así para soportar el aburrimiento. Como sea, una cosa es cierta: los elefantes que no viven en cautiverio nunca presentan dicho comportamiento.


Felicidad


Jim Davies –no confundir con el creador de Garfield– es director del Laboratorio de Ciencias de la Imaginación de la Universidad de Carleton, en Ottawa, en la que también imparte clases de ciencias cognitivas. La semana pasada, Davies publicó un artículo en Nautilus en el que argumenta la idea que emplea como título: “Tu felicidad es como una mecedora”. Dicho en corto, sostiene que la creencia de que nos sentimos tristes o felices dependiendo de qué tan bien o mal nos parezca que nos vaya en la vida no es más que un “mito cultural”, toda vez que, al igual que condiciones como la temperatura del cuerpo o los niveles de alcalinidad (pH), la homeostasis se impone en nuestros estados de ánimo, es decir, que siempre tendemos a puntos de estabilidad, compensando los cambios que ocurren en el entorno mediante procesos metabólicos. Davis, echando mano de una serie de estudios, explica que, efectivamente, las personas que ganan la lotería suelen sentirse mucho más felices que antes, mientras que la gente que resulta incapaz de moverse de la cintura para abajo después de un accidente siempre se muestra mucho más triste. Hasta aquí, nada más que obviedades. Lo sorprendente es que después de pocos meses, tanto los afortunados millonarios como los desafortunados inválidos terminan regresando a sus estados anímicos habituales. Davis aporta pruebas estadísticas y además provee una serie de situaciones análogas, en las cuales la gente, de manera inconsciente, suele equilibrar su fortuna. 

En efecto, las condiciones materiales de vida durante la década de la Gran Depresión fueron deplorables, sin embargo, nadie se pasó diez años tumbado en la mecedora papando moscas.


sábado, 2 de abril de 2016

Esto no puede seguir así


En 1928, Walter Benjamin (1892-1940) publicó Einbahnstraße. Calle de un solo sentido es un librazo de menos de cien páginas, en el que su autor compiló un montón de “aforismos, ocurrencias y sueños”, como según él mismo había definido su obra en correspondencia con el filólogo Gershom Scholem. La carta data de 1924, y se sabe que Benjamin ya trabajaba desde un año antes al menos uno de los textos que integrarían el libro: “Viaje por la inflación alemana”, cuyo título original era bastante más explícito: “Análisis descriptivo de la decadencia alemana”. 

EinbahnstraßeDirección única, en la edición de Alfaguara— es un apuesta por la búsqueda de la verdad a través de la conformación de imágenes, de estampas literarias. Benjamin entrevera filosofía y literatura, y en varios textos el resultado es sabiduría atronadora. Por caso, un texto en el que el pensador alemán prescribe sobre la producción textual misma: “El trabajo en una buena prosa tiene tres peldaños: uno musical, en el que es compuesta; uno arquitectónico, en el que es construida, y, por último, uno en el que la prosa es tejida”. 

En algunos de los textos resulta casi inasequible primero no estar de acuerdo y luego no agradecer su luz: “Ser feliz significa poder percibirse a sí mismo sin temor”. Otros son obsequios de humor inteligente y sencillo, abierto, sin apuros de entendimiento; un botón: “Quien cuida los modales, pero rechaza la mentira, se asemeja a alguien que, si bien se viste a la moda, no lleva camisa”.

En Einbahnstraße, Benajmin también deja espacio para el análisis sociológico de prolongado alcance, tanto que casi un siglo más tarde sigue siendo acertado. Así, por ejemplo, formula el individualismo exacerbado que hoy nos uniforma a la mayoría: “Una extraña paradoja: al actuar, la gente sólo piensa en su interés privado más mezquino, pero al mismo tiempo su comportamiento está, más que nunca, condicionado por los instintos de masa”. Y la mirada atenta no solamente oteaba hacia delante, también hacia el pasado para asestar leñazos como este: “Nada distingue tanto al hombre antiguo del moderno como su entrega a una experiencia cósmica que este último apenas conoce. El ocaso de esa entrega se anuncia ya en el florecimiento de la astronomía, a principios de la Edad Moderna. Kepler, Copérnico y Brahe no actuaron, sin duda, movidos únicamente por impulsos científicos”.

Varios estudiosos de la obra benjaminiana no han dudado en etiquetar de surrealista el aliento de Calle de un solo sentido. Un espécimen de esta calaña, “¡Cerrado por obras!”: “Soñé que me quitaba la vida con un fusil. Cuando salió el disparo, no me desperté, sino que me vi yacer, un rato, como un cadáver. Sólo entonces me desperté”.

Pero a lo que iba… Encontré en este pequeño librazo de Walter Benjamin un par de reflexiones que ayudan a comprender el aquí y el ahora nuestro, tristemente… El primero:
Quien no se resiste a percibir el deterioro acaba reivindicando, sin demora, una justificación especial para su permanencia, actividad y participación en este caos. Hay tantas consideraciones sobre el fracaso general como excepciones para la propia esfera de acción… La voluntad ciega de salvar el prestigio de la propia existencia, más que de liberarla al menos del telón de fondo de la ofuscación general, se va imponiendo casi en todas partes. Por eso está el aire tan cargado de teorías sobre la vida y concepciones del mundo, y por eso éstas parecen aquí, en este país, tan pretenciosas. Pues al final casi siempre sirven para legitimar alguna situación particular, totalmente insignificante. Por eso también está el aire tan cargado de las quimeras y espejismos…: porque cada cual se compromete con las ilusiones ópticas de su punto de vista aislado.
Y ahora va el segundo, que, advierto, resulta más doloroso, sobre todo si en donde dice burgués alemán lees clasemediero mexicano, y en donde dice pueblos de Europa central lees mexicanos:
En el legado de frases hechas que revelan a diario la forma de vida del burgués alemán —esa aleación de estupidez y cobardía—, hay una, la de la catástrofe inminente —el ‘esto no puede seguir así’—, que resulta particularmente memorable. Ese desvalido apego a las ideas de seguridad y propiedad…, impide al ciudadano medio percibir los mecanismos estabilizadores… sobre los que reposa la situación actual… Se cree obligado a considerar inestable cualquier situación que lo desposea. Pero las situaciones estables no tienen por qué ser, ni ahora ni nunca, situaciones agradables, y ya antes… había estratos para los que las situaciones de estabilidad no eran sino miseria estabilizada. La decadencia no es en nada menos estable ni más sorprendente que el progreso… Los pueblos de Europa central viven como habitantes de una ciudad sitiada que empiezan a quedarse sin alimentos ni pólvora, y para los cuales, según todo cálculo humano, apenas cabe esperar salvación. Caso éste en que la rendición, tal vez incondicional, debería ponderarse muy seriamente. Pero el poder mudo e invisible que Europa central siente frente a ella no se sienta a negociar. Así pues, ya sólo queda, en la espera permanente del asalto final, dirigir la mirada hacía lo único que aún puede aportar salvación: lo extraordinario… Quienes aún esperan que las cosas no sigan así, acabarán por descubrir algún día que para el sufrimiento, tanto del individuo como de las comunidades, sólo hay un límite más allá del cual ya no pueden seguir: la aniquilación.