lunes, 18 de diciembre de 2023

El volcán de Mixcoac

 



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El 7 de diciembre de 2023 estuvo movido. Según datos del Centro de Sismología de la Universidad de California en Berkeley, ese día, que cayó en jueves, se reportaron varios sismos superiores a 4 grados:

  • En Indonesia, un sismo de magnitud 5.2, ocurrido a las 10:23 horas, hora local, en la provincia de Sulawesi Tengah, a 10 km al noroeste de Palu.
  • En Japón, un sismo de 4.9 grados, acaecido a las 12:33, en la prefectura de Shizuoka, a 20 km al sur de Shimizu.
  • En Nueva Zelanda, un sismo de 4.7, a las 18:32, en la Isla Norte, a 20 km al sur de Wellington.

En México, desde más temprano, también tembló. En la madrugada, a las 4:44, se registró un movimiento de magnitud 4.1, 125 km al suroeste de Tonalá, Chiapas. No sé de nadie en la capital del país que se haya despertado por ese temblorcito. Ya en mañana, unos segundos después de las 9:11, ocurrió uno más con la misma intensidad, pero a 75 km al noreste de Matías Romero, Oaxaca; igual, imperceptible en la Cuenca de México. Horas más tarde, casi 40 minutos después del mediodía, en el mismo sitio oaxaqueño, otro de 4.1 grados. A esa hora yo me encontraba en mi trabajo, en un tercer piso, a unos metros del cruce de Viaducto con Cuauhtémoc, en la Ciudad de México. Yo no me enteré de nada, como ninguno de mis compañeros. Pero la cosa iba a ser distinta un par de horas después…

25 km al sur de Chiautla de Tapia, Puebla, en punto de las 14:03:37 se desató un sismo magnitud 5.8, cuyas ondas pronto llegaron al sitio en donde me hallaba. De inmediato comenzó a sonar la alerta sísmica. Conforme a los protocolos, los tres primeros pisos del edificio procedimos a evacuarlo. Segundos después, con la misma fuerza y desde el mismo lugar llegó el segundo chicotazo. Seguramente me tocó bajando por las escaleras de emergencia. Yo no sentí ninguno. La gente de los pisos superiores nos alcanzó en la calle minutos después, y muchas personas seguían sin poder superar la crisis de pánico.



2


Cinco días después, el martes 12 de diciembre, volvió a ocurrir un temblor de más de 4 grados en Japón —4.4 a las 2:26, con epicentro en Okinawa—. También sucedieron sismos en California, Estados Unidos, y en la isla de Sumatra, Indonesia, en ambos casos con igual magnitud: 4.1. Acá en nuestro país se reportaron varios movimientos telúricos: a las 8:18 de la mañana, 33 km al este de Tecomán, Colima, se reportó uno de 4 grados, y pasado el meridiano, a las 12:49, 76 km al oeste de La Mira, Michoacán, sucedió otro de 4.3 grados. Poco después de las tres de la tarde, en Chiapas, 53 km al sureste de Ciudad Hidalgo, ocurriría uno más de magnitud casi 5. Ninguno de ellos no sería noticia. Los eventos sísmicos que sí dieron de qué hablar tuvieron su epicentro en la Ciudad de México, y aunque fueron clasificados como “microsismos”, en varias demarcaciones se sintieron horrible. 

Fue una decena de temblores y todo sucedió muy rápido. El episodio inició a las 11:06:27 a. m. Sentí primero un jalón y enseguida un brinco. De por sí mi oficina es callada, pero entonces se hizo un silencio muerto, atónito, que en un brevísimo instante se rompió…

— ¡Está temblando!

Por supuesto, la alerta sísmica no había sonado —no podía haberlo hecho—, así que la señal de evacuación fue el movimiento mismo. En cierto orden, pero apresuradamente, la mayoría se precipitó hacia las escaleras de emergencia, mientras algunos compañeros brigadistas de protección civil pedían calma y que solamente nos replegáramos. Sabríamos después que aquel inicial tuvo una magnitud de apenas 2.8 grados, aunque lo hubiéramos sentido tan fuerte. El sismo se originó a poca profundidad, apenas un kilómetro bajo tierra, pero muy cerca de donde estábamos: latitud 19.36, longitud -99.20, es decir, más o menos a ocho kilómetros al sureste de la oficina, justo frente a la casona que se localiza en calzada de las Águilas No. 237, en la colonia Pilares Águilas, demarcación territorial Álvaro Obregón. 



Todavía ni siquiera comenzábamos a comentar lo ocurrido entre los que nos habíamos quedado replegados, cuando el zangoloteo se repitió…

— ¡Otra vez!

— ¡Más fuerte!

El segundo microsismo fue más sismo y menos micro, 3 grados, y ocurrió exactamente un minuto 25 segundos pasado el primero. Entonces se desvaneció toda duda: a evacuar… El siguiente, de 2.4, sucedió un minuto después y seguramente ya nos tocó en la calle. Seguirían las réplicas, ya de menores intensidades, hasta casi las dos y media de la tarde.

— ¿Dónde te agarró el temblor?

— Microsismo.

— Muy micro, muy micro, pero movió re feo todo el edificio…

Otra vez: los compañeros que estaban en los niveles más altos vieron las de Caín…

— ¡Ay, oye!, ya es mucho, ¿no?



3


Al día siguiente, miércoles 13 de diciembre, tembló muy cerca de Santa Rosalía, Baja California Sur, y más tarde, en el extremo opuesto del país, a 35 kilómetros al sureste de Puerto Escondido, Oaxaca. Luego, más al sur, frente a las costas chiapanecas. También temblaría de nueva cuenta en las proximidades de La Mira, Michoacán, y casi a las cuatro de la tarde, a unos kilómetros de Pijijiapan, Chiapas. Pero en la capital de la República, transcurrió la jornada sin novedad…, al menos ese día.

El jueves 14, casi a las diez y media de la mañana, se reportó un sismo fuertecito, de magnitud 5.3, al suroeste de Huixtla, Chiapas, y sólo tres minutos después, en el mismo estado, pero 112 km al suroeste de Ciudad Hidalgo, otro, ligeramente más intenso. Casi en el mismo sitio, cinco minutos antes del mediodía, dos más, ahora de 5.8. y de 5.5 grados, a más de cien kilómetros al suroeste de Ciudad Hidalgo. En la Ciudad de México, no los sentimos. Pero dos horas después sí que percibimos dos microsismos locales.

El primero sucedió a las 14:13:14 horas, con una magnitud de 3.2 grados. Yo lo sentí como una sacudida. Inicialmente, el Sismológico Nacional reportó que el epicentro se había localizado en La Magdalena Contreras. En la oficina lo sentimos casi todos y la gran mayoría procedió como lo había hecho dos días atrás: sin preámbulos, presurosos, se dirigieron hacia las escaleras de emergencia. Noté mucho menos nerviosismo que la anterior ocasión. Incluso ya muy pocos dijeron haber sentido el segundo movimiento, que se presentó un par de minutos más tarde. De menor intensidad, 2.4 grados, desde el reporte preliminar el Sismológico estableció la localización de su epicentro en la Álvaro Obregón, más precisamente con una latitud 19.37 y una longitud -99.20. Si hemos de asignar un domicilio a dicha ubicación, corresponde a avenida Rosa Tártara 67-85, colonia Molino de Rosas, en la demarcación Álvaro Obregón, es decir, a unos metros de Río Mixcoac, menos de dos kilómetros al norte del epicentro de los sismos del martes anterior.

Esa misma tarde, el Servicio Sismológico Nacional daría a conocer una actualización del epicentro del primer microsismo. En vez de La Magdalena Contreras, corrigió, el evento había tenido lugar 3 km al sureste de Villa Álvaro Obregón: latitud 19.363, longitud -99.20. El punto coincide con la siguiente dirección: Fujiyama 115, Las Águilas, Álvaro Obregón, 01710, Ciudad de México. El lugar se halla también muy cerca de Río Mixcoac, poco más de un kilómetro al sur del epicentro de los sismos ocurridos dos días antes.



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Ese jueves salí de clases a las nueve de la noche. Hacía demasiado frío para regresar a casa en bicicleta, así que tomé el metrobús. En el trayecto entre un par de paradas bastante espaciadas, le eché un ojo a las tendencias de X —o sea Twitter— y me encontré que una de ellas era “volcán”. ¿Don Goyo se pondría latoso otra vez? El metrobús venía echando tumbos y frenazos constantes, así que dejé en paz el celular y me puse a escuchar música. Bajé en mi estación y eché a andar. En una de las calles por las que paso, Georgia, abundan los restaurantes y bares que tienen esas abusivas terrazas, herencia de tiempos de confinamiento. Aquella noche estaban a reventar. Todas las enormes pantallas estaban encendidas y en todas podía verse lo mismo: el encuentro entre el América y los Tigres de la UANL. Claro, pensé, el partido seguramente está disputándose en Monterrey, en el estadio Universitario, al que apodan así, “el Volcán”. Esa tenía que ser la explicación del trending topic. 

Llegué a casa, y después de cenar me metí a X, nada más para confirmar mi suposición. ¡Oh, sorpresa! Resulta que no, que el dichoso Volcán de Monterrey no era el referido en la mayoría de los posts —tweets, pues—, sino otro. Enseguida algunos ejemplos:

  • El 12 de diciembre, día de los primeros sismos, Licaldo pedía asesoría a quien debe de considerar una autoridad en vulcanología: “@lopezdoriga Vivo en Mixcoac-Plateros, hay un rumor de que [los sismos] pueden ser por el nacimiento de un volcán, ¿es posible?”
  • El Señor Extraño opinaba: “Estaría loco que naciera un volcán en medio de Mixcoac y Barranca del Muerto.”
  • También el martes, DanielDib explicaba: “No hay sensores para sismos con epicentro en Mixcoac, claramente hogar del próximo Paricutín.”
  • El día 13, Elena, hipotetizaba: “Se me hace que hay un volcán a punto de nacer en Mixcoac”.
  • Con toda honestidad, Reg, escribió: “Yo no sé nada del tema, pero juro que va a salirnos un volcán como el Paricutín. Exijo que se llamé Volcán Mixcoac Regina”.
  • Al día siguiente, Amante Bandido, positivo él, comentaba lo que para entonces evidentemente ya era un rumor bien propagado: “Ojalá si salga un nuevo volcán en Mixcoac para que baje la renta”.
  • Martí Batres, jefe de gobierno de la CDMX, había posteado —o sea tuiteado—: “Misma zona epicentral que el del martes. Se sintió en la zona de Mixcoac. Son dos, el segundo es más pequeño. Hasta el momento no se han reportado daños.” Y un tal Panky comentaba: “Una de dos, vamos a tener un nuevo volcán o se va a hundir Mixcoac”.
  • “Está por formarse un volcán en Mixcoac, no tengo pruebas, pero tampoco dudas”, contundente, señalaba Rauw Ramírez, un perfil con avatar de gato.
  • El Doctor Makara, claridoso, informa: “Va a salir un pinche volcán en medio del metro Mixcoac”.
  • “Los microsismos en la CDMX en especial en las zonas como Álvaro Obregón y Mixcoac son la prueba inequívoca de que un volcán está naciendo debajo de la tierra, tal vez como parte del campo volcánico de la Chichinautzin, pero el gobierno nos lo encubre”: El Rob X.
  • En plan ya más propositivo, Cuentautor, sugiere: “Yo creo que este último #sismo con epicentro en Mixcoac anuncia el nacimiento de un volcán en la Ciudad de México, no sé qué opinen ustedes, pero propongo llamarlo El Mixcoactépetl”.



En el informe especial que emitió a propósito de los microsismos de la semana pasada —Sismos del 12 al 14 de diciembre de 2023, Cuenca de México (M 3.2)—, el Servicio Sismológico Nacional indica: “En cuanto al origen de los sismos en la región, se piensa que son generados por el reactivamiento [sic] de antiguas fallas geológicas. También se considera que estos eventos pueden ocurrir como resultado de la acumulación de tensión regional o que el hundimiento del Valle de México podría originar tensiones que si bien no generan propiamente a los sismos sí pudieran dispararlos. También existe la hipótesis de que los grandes sismos generados en la costa pudieran dar lugar a condiciones de desequilibrio y desencadenar sismos locales”. Ni media palabra de volcán alguno. No importa, si fue nombrado y el mote encuentra quienes lo repitan, la entidad cobra existencia social. En este caso, además, el volcán de Mixcoac cumple otra función: en vez de quedarnos con la triste verdad de que los sismos en la Ciudad de México son parte de una dinámica, la geológica, que sucede a una escala enorme respecto a la nuestra, ante la cual no nos queda más que atestiguarla y tratar de entenderla a toro pasado, el volcán de Mixcoac provee una explicación que ni puede probarse ni ser desmentida con evidencias contundentes.


domingo, 10 de diciembre de 2023

Saberes y angustias

 

A la angustia… no necesito presentársela;

cada uno de ustedes ha experimentado alguna vez

esta sensación…

Sigmund Freud, La angustia.

 

 

Durante casi un par de años, debido a ciertos menesteres académicos, cada quince días iba a Guadalajara. Principiaban los noventa, y yo vivía en Aguascalientes. Llegaba los viernes a medio día y el sábado siguiente en la noche regresaba. En autobús, el recorrido toma cuatro horas; en automóvil, una menos. Por aire, el viaje se reduce a 45 minutos. No sé ahora, pero hace treinta años los únicos vuelos directos los ofrecía Aerolitoral. El trayecto se hacía en Metroliners turbohélices, unos avioncitos de 19 plazas. Hice tantas veces aquel vuelo que llegué a conocer sus tiempos y pormenores de memoria. Era habitual que me quedara dormido antes de que despegara la nave —por entonces, las cargas de trabajo a las que me sometía eran plomizas—, para despertar justo cuando iniciaba su descenso hacia el Valle de Atemajac. Poco después de que el aparato empezara a perder altura, invariablemente se escuchaba un zumbido parejo de dos o tres segundos, el bzzzzzz de un motor eléctrico, y enseguida, un clack seco, contundente, que incluso alcanzaba a percibirse en los pies, como dos piezas de metal chocando. Siempre supuse que aquello era el tren de aterrizaje. Pues resulta que una ocasión las cosas no sucedieron igual…

 

Abrí los ojos cuando el avión comenzó a perder altura… Y sí, primero el bzzzzzz de siempre…, el problema fue que luego no se escuchó ni se sintió el clack… Dos o tres minutos después, de nuevo el ruido del motor..., y nada del tope. Un tercer ¿intento?, ahora en menos tiempo, y nada... El insistente bzzzzzz otra vez… y nada de clack… Sin que yo me enterara, hacía un demonial de instantes que, desde mi tálamo, había salido la orden para que la amígdala activara el vertiginoso circuito del miedo, así que cuando tomé conciencia plena de que había evidencia suficiente para considerar la situación como escandalosamente crítica —después del quinto zumbido sin respuesta el avión cambió impetuosamente de dirección y volvió a remontarse—, me hallaba ya cabalmente en estado de angustia… No pasó mucho antes de que el piloto voceara que el aeropuerto de Guadalajara se hallaba saturado, y que tendríamos que hacer algo de tiempo… Mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, varias veces escuché el mismo ruido, y nada del ansiado tope. Por lo menos conté unas diez veces…, hasta que, finalmente, el ruido del motor... ¡y por fin clack! Inmediatamente después: “Señores pasajeros, ya nos asignaron pista. Comenzamos nuestro descenso.” Veníamos a bordo unos diez pasajeros, y creo que nadie más se dio cuenta de nada. Una vez en tierra, esperé para bajar al final... Cuando pasé por la cabina de los pilotos les pregunté:

 

— ¿Estuvo cerca?

 

Eran dos y ninguno dijo nada; ambos me respondieron que sí moviendo lentamente de arriba abajo la cabeza, con una expresión en la que leí algo así como el azoramiento de quien sabe que debería estar agradeciendo todo y no encuentra a quién.

 

Recuerdo que mientras dábamos vueltas sobre Guadalajara, mientras escuchaba una y otra vez el intento fallido de fijar el tren de aterrizaje, en un momento dado alcancé una certeza: antes de que se agotara por completo el combustible, optarían por intentar acuatizar en el lago de Chapala. ¿Qué hacer? ¿Convendría o no quitarse los zapatos? Entonces yo no sabía que los trenes retractiles de los aviones tienen un sistema que, después de bajar —el bzzzz—, se traba mediante un seguro geométrico —el clack— que permite que la pierna del tren quede rígida. Pero a partir de lo que me había dado cuenta en los vuelos anteriores y de lo que percibí en este, la intuición me catapultó a un estado de angustia en el cual buena parte de mi cerebro se debatía entre quitarme o no los zapatos… Los demás pasajeros, seguramente por falta de saberes, no se inmutaron.

 

El Eclesiastés es uno de los libros sapienciales del judeocristianismo. Mientras que su autor se llama a sí mismo Qohelet, la tradición lo atribuye al rey Salomón, quien reinó Israel desde el 970 hasta el 931 a. C. Si bien muchas de las sentencias que integran el texto resultan ambiguas y permiten varias interpretaciones, el versículo 1:18 tiene un sentido bastante claro y no me parece que dé pie para darle muchas vueltas: “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” Saber angustia, y en la ignorancia el cándido encuentra tranquilidad. Una tesis añeja, vigente y ampliamente propagada en Occidente…, en buena medida porque puede ser muy útil como coartada.

 

Haciendo a un lado a las angustias neuróticas, Freud (1856-1939) sostiene que el “estado afectivo” de la angustia es tanto “una reacción frente a la percepción de un peligro” como una “pulsión de autoconservación”. ¿Y qué dijo el austriaco acerca de la relación del saber con la angustia realista? ¿Se pronunció al respecto? La angustia, según Freud, “… dependerán en buena parte… del estado de nuestro saber”, pero en ambos sentidos. Por un lado:

Hallamos sumamente comprensible que el salvaje sienta miedo frente a un cañón y se angustie frente a un eclipse de sol, mientras que el hombre blanco, que maneja aquel instrumento y puede predecir el eclipse, permanece exento de angustia en esas situaciones.

Pero por el otro lado:

En otras ocasiones, es justamente el mayor saber el que promueve la angustia, porque permite individualizar antes el peligro. Así, el salvaje se aterrorizará frente a un rastro que descubra en el bosque y que al inexperto nada le dice, pero a él le revela la proximidad de una fiera carnicera; y el navegante experimentado verá con terror una nubecilla en el cielo, que le anuncia la proximidad del huracán, mientras que al pasajero le parece insignificante.

¿Entonces? Entonces la conclusión es obvia: saber angustia; no saber, también.

 

domingo, 3 de diciembre de 2023

Sapiens: ignorantes e inconscientes

  

… la mente es un producto cultural,

y el cerebro un producto biológico.

Lewis Mumford, El mito de la máquina.

 

 

Recapitulaba aquí hace una semana que a los seres humanos nos tomó más de cien mil años humanizarnos a nosotros mismos —El invento del sapiens—. Apuntalado en dos titanes, el filósofo madrileño José Ortega y Gasset (1883-1955) y el sociólogo neoyorkino Lewis Mumford (1895-1990), apuntaba yo que la humanidad del hombre y la mujer no es un don natural, algo dado por la evolución biológica, sino una creación cultural. A propósito de ese texto, tuve ocasión de intercambiar los siguientes mensajes con el Maestro del Pueblito:

 

El Maestro del Pueblito: Pues sí, la humanidad tardó muchísimo tiempo en humanizarse. Ese proceso está orgánicamente vinculado, como lo sugieres, con su relación con la natura (técnica) y con los vínculos con otros seres humanos (cultura). Pue' que me equivoque, ahora es más cultura y cada vez menos técnica: pobre relación con la necesidad de modificar la natura en beneficio humano y sin perjuicio de natura.

GC: La súper-especialización, me late, está modificando la dirección de la evolución cultural. Si don Herbert Spencer me lo permite, me parece que, así como se han formado órganos internos súper-especializados y otros han ido perdiendo utilidad, al interior de las sociedades humanas está ocurriendo lo mismo: montonales de personas se están convirtiendo en apéndices.

El Maestro del Pueblito: Sí, hay súper-especialistas bastante ignorantes y torpes en su actuar. El que escribe es una buena muestra.

GC: Pura humildad retórica la tuya… ¿O soberbia socrática? Ni modo, acéptalo, aunque hacerlo haga que uno caiga muy gordo: la estupidización, el agorilamiento colectivo, avanza.

El Maestro del Pueblito: Vaya, vaya, 'ora resulta humildad retórica presumir de ser súper-especialista. Ni a eso llego… Eso sí, mi ignorancia está pa' dar, prestar y regalar.

GC: Recordemos al oscuro Heráclito, que dijo que saber mucho no daba inteligencia —y nomás ponía de ejemplo al mismísimo Hesíodo—.

El Maestro del Pueblito: 'Ora, 'ora, además de especialista, también se atribuye al erudito ser no inteligente ¡Bolas! ¡Total! No hay modo de salir bien librado del laberinto, si no eres carente de inteligencia, eres súper-especialista o eres ignorante o estúpido. ¿'Tá güeno, 'tons qué hacer o ser?

GC: Todólogo especialista en la propia ignorancia.

 

Porque si hay algo que únicamente siendo demasiado necios podríamos poner en tela de juicio es nuestra bestial ignorancia —civilizada ignorancia en realidad, como veremos enseguida—. Ocurre que cada día somos más y más desabidos, desenterados: somos ignorantes progresivos. Vea usted si no… De acuerdo con la llamada Curva de duplicación del conocimiento, ideada por el diseñador estadounidense Richard Buckminster Fuller (1895-1983) —nótese, Bucky fue contemporáneo de Ortega y Gasset y de Lewis Mumford—, en 1900 se necesitaban apenas 100 años para que la humanidad multiplicara por dos el conocimiento existente, mientras que menos de siglo después, en 1945, el período se había reducido a 25 años, y en 1975, a 12 años. En 2016, se estimaba que el conocimiento se duplicaba cada 13 meses. Necesariamente hoy día debe ser menor el lapso, seguro inferior a un año, no sólo considerando el vertiginoso desarrollo de las tecnologías de la información, particularmente las herramientas de inteligencia artificial, sino además por un factor que solemos olvidar: ¡cada día somos muchos más! —la población total del mundo en 2016 era de 7.4 millardos de habitantes, y a la fecha se estima que somos 8.075 millardos, casi 700 millones más sapiens, quienes algo habrán generado de conocimiento, sin importar qué tan inteligentes o educados sean—. En fin, que en la medida en la que se incrementa el conocimiento de la humanidad aumenta la ignorancia de usted y mía, de cada individuo. Pensémoslo tan sólo en términos de libros: desconozco cuántos libros lleve usted leídos este año —¿quizá unos 25, si ha leído poco más de dos al mes?—, pero permítame informarle que aparte de todos los que ya existían hasta el 31 de diciembre del 2022, en lo que va del presente año se han publicado más de 2.57 millones de nuevos títulos, obras que, prácticamente en su totalidad, no hemos leído —¿cuántas primeras ediciones 2023 ha leído este año?—: nuestra ignorancia personal crece y crece. El susodicho Heráclito (c. 540 – 480 a. C.), además de los libros de Hesíodo —quizá unos diez títulos contando la Teogonía y Los trabajos y los días— y las dos epopeyas de Homero, de poco, muy poco más disponía para leer, en cualquier caso, millones y millones de títulos menos que usted y yo.

 

Si usted no sabía lo anterior, podemos decir que era ignorante de colosales parcelas de su ignorancia. No se apure, ignorar el tamaño de nuestra ignorancia es una constante de la condición humana. Para colmo, los expertos, quienes para serlo tienen que saber cada vez más y más de proporciones cada vez más y más reducidas de la realidad, paradójicamente, suelen afirmar que conforme profundizan en su campo de especialización van ensanchando el horizonte de su ignorancia. Así que las leyes de Murphy del especialista son algo más que un chiste: especialista es aquella persona que sabe cada vez más sobre menos, hasta que sabe absolutamente todo sobre absolutamente nada.

 

Además de nuestra ignorancia, considere los contenidos que alojamos en el inconsciente. Y no es lo mismo: ser ignorante es no saber, ser inconsciente es no tener presente lo que se sabe. Todo que sabemos es insignificante respecto a lo que no sabemos, y si hacemos caso a Freud (1856-1939), buena parte de lo que sabemos está alojado en el inconsciente. Peor: la mayor parte de nuestra vida psíquica no es consciente, y además se desarrolla dependiente del inconsciente. Ignorantes progresivos y preponderantemente inconscientes: los autodenominados homo sapiens.