lunes, 27 de octubre de 2008

Don Quijote y los desaforados gigantes posmodernos

Ilustración: Andrea D'aquino
Por supuesto, su descripción no podría haber aparecido en las páginas del alejandrino Physiologus (c. 150 d.C.), origen de la plétora de bestiarios medievales (bestiarum vocabulum); no previó su existencia ni Da Vinci ni Toulouse-Lautrec, tampoco Juan José, el excelso prosista de Zapotlán el Grande, ni Jorge Luis, el viejo tigre ciego de Buenos Aires. No he encontrado un solo bestiario del siglo XX que dé cuenta de su existencia…; será porque se trata del monstruo de la posmodernidad: bestia infame que lleva años atacando a la juventud otrora criticona y biempensante hasta conseguir su mutación.

Sensible censor, en su ponencia “Condición posmoderna y diálogo socrático”, el doctor Luis Ibarra (UAQ) caracteriza la condición posmoderna en las aulas de la universidad mexicana. El diagnóstico deja muy mal parados a los estudiantes de las instituciones de educación superior de esto que hoy nos queda de país. Y yo, quien desde donde hace ya algunos años me ha tocado participar en la docencia, veo más o menos las mismas monstruosidades que el autor señala:

• El tedio posmoderno. Efectivamente, vencer la horizontal día a día resulta cada vez más difícil para los jóvenes universitarios, y no sólo, sino que es claro que cada vez lo logran de forma menos definitiva; ¿para qué alzar de nuevo el vuelo? ¡Qué güeva!, proclama un suspiro generacional. Por supuesto, no se trata de la bendita pereza en la que uno puede encontrar placer, el reparador sabor del descanso, no, es más bien que la vida se convirtió en una lastimosa sala de espera, para que al final, cuando toque el turno, ello no será más que estirar la pata, colgar los tenis. El tedio desesperanzado: al final del camino nadie ni nada me espera, para qué andar…, qué güeva (sin siquiera ya signos de exclamación).

Ilustración: blackkites.

• El chimoltrúfico relativismo: la ausencia total de compromiso: “Como digo una cosa digo la otra”. Ninguna proposición merece la contundencia, y como navegar entre preguntas resulta muy cansado, mejor quedarse en el “igual sí, igual no”.

• El consumismo inmediatista.

• La incredulidad…, y no sólo respecto a los llamados “grandes relatos”, no sólo respecto a “la razón científica”, el descrédito es indiscriminado: creer, creer, lo que se dice creer, no le creen ya a nada ni a nadie, aunque les urge, ¡caray! Cuando ellos llegaron, el país, la Santa Revolución Mexicana, el nacionalismo charro, la Madre Patria e incluso la Panacea Democrática todo y todos sus héroes se habían ido ya al baúl de las anacronías: el pérfido Masiosare terminó por ganar la batalla; cuando ellos llegaron doña FamiliaCéluladelaSociedad ya estaba lo suficientemente acartonada como para quebrarse al primer estertor provocado por el último chiste de Pepito; cuando ellos llegaron la ética del trabajo según Pepe el Toro ya apestaba a Looser!; cuando llegaron, en fin, el campo de los valores ya producía poco…

• el desánimo (y la verdad, no me dan ganas de explicarlo).

De acuerdo con el doctor Ibarra… ¿Y qué puedo agregar? Poco, pero quizá sirva:

• El individualismo, que paradójicamente los corta a todos con la misma tijera: “yo soy quien soy, y no me parezco a nadie”, cantan perfectamente sincronizados, al unísono, perdiendo la mirada en el tedioso horizonte y sin darse cuenta de la patética igualdad: juego de espejos, reflejos ad libitum de un original perdido entre tanta copia…

• La sobredramatización y el exhibicionismo sentimental: vivir creyendo que se vive una tenelovela que sólo tiene razón de ser en función de los niveles de audiencia…, así que dramatizan, hacen osos y panchos, buscan la cámara, el quid y se tiran al piso; con pocos, muy pocos, recursos histriónicos, se exhiben: que todo el aula se entere si el novio la dejó o si la novia está embarazada, que todos sepan que sus papás se van a separar o ya de perdida que el despertador no funcionó en la mañana… Y al final del día, todos lo saben: el show resultó aburrido: un día más en que no alcancé la fama, qué güeva.

Ilustración: Bene Rohlmann. 

• Una carencia prácticamente total de conciencia histórica: dónde estoy parado, ¡sépa! He aquí, hoy, el final de la historia…, no sólo porque a ese puerto llegamos, sino también porque se nos olvidó cómo llegamos aquí. Sin pasado qué recordar, sin futuro al que aspirar, quedan atados a la cotidianidad, al tedioso ir y venir de todos los días.

Ilustración: Andrea D'aquino
• El síndrome de Peter Pan se volvió pandemia: los personajes de Walt Disney se aparcaron de por vida en los cuadernos, las chavas cargan toneladas de dulces en la bolsa, los chavos se disfrazan de Daniel el Travieso y a mitad de una disertación en el aula universitaria habrá que detenerse porque Paco le pegó un chicle en el pelo a Juanita.

Y claro, la mayor parte de lo dicho no se refiere únicamente a las huestes de universitarios que semestre a semestre se acercan al término de su preparación académica, sino que evidentemente es parte de las megatendecias que pintan medio oscuro este presente occidental que, parece, demuestra que la historia bien, para mal también, puede repetirse.

Por supuesto, las causas de esta situación son hartas y variopintas; este no es el sitio para abordarlas, no todas. Digamos nada más que en buena medida la postal bosquejada se inscribe en un gran retablo, entintado con los colores de una plaga y en el cual cada vez más se percibe, dolorosa, una ausencia. La plaga es doble: malestar e indiferencia. El sociólogo norteamericano Charles Wright Mills explica que cuando las personas no sienten estimación por ningún valor y además perciben amenazas contra esos valores que en realidad poco les importan, enfrentan la experiencia del malestar; si la estimación sigue siendo nula y además no se percibe riesgo de cambio a la escala de valores, entonces transitan por un estado de indiferencia, el cual, conforme afecta a todos los valores, se convierte en apatía (WRIGHT MILLS, C. La imaginación sociológica. México. FCE. 1981 –5ª reimpresión–. pp. 30-31.). En cuanto a la ausencia, ella se explica por el proceso de extinción que acertadamente advirtió hace ya algunos años Giovanni Sartori: el homo sapiens suplantado por el homo videns, en quien “el lenguaje conceptual es sustituido por el lenguaje perceptivo, que es infinitamente más pobre: más pobre no sólo en cuanto a palabras, sino sobre todo en cuanto a la riqueza de significado…” (SARTORI, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. México. Taurus. 1998. p. 48.).

Ilustración: Andrea D'aquino
Y claro, la pérdida de la capacidad connotativa hiere de muerte al verbo, la principal herramienta que tenemos para hacernos de mundo… El hombre, a través de praxis social, confiere sentido al mundo; así, estrictamente hablando, la única realidad asequible para nosotros es justamente la realidad que construimos en tanto miembros de una comunidad, la realidad social: la praxis social da sentido a la realidad y en esa misma medida la construye. En este proceso dialéctico —el hombre, cada hombre, es creador de cultura y creación cultural—, el lenguaje no sólo significa o reproduce el mundo, también lo modela. El lenguaje es sistema de comunicación en cuanto sistema organizado de signos, que a su vez impone orden a la realidad. Así, todo lenguaje es una explicación metafórica del universo, y por ello humanización del mismo. Paz, como siempre, lo dice mejor:
“El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo.” (PAZ, Octavio. El arco y la lira. México. FCE. 1998 –12ª reimpresión–. p. 34.)
En el lenguaje se integran una serie de subsistemas; uno de ellos, caracterizado por una poética de intención estética, es la literatura; otro, anterior, primigenio sí pero no primitivo, es la mitología.

En tanto fenómeno del lenguaje, un mito es un relato que da cuenta de verdades simbólicas; su efectividad consiste en la fuerza que tenga para captar y transmitir determinadas relaciones constantes y decantarlas del desorden cotidiano. En ese sentido, los afanes del discurso mitológico pretenden resultados muy parecidos al discurso científico. El mito no es una forma de historia; es una suerte de narración, de origen siempre oscuro, que desde los albores de la humanidad nos han permitido colocar nuestras vidas como parte de un entramado de causas y efectos mucho más vasto que la biografía y la historia, que a su vez revele un patrón universal subyacente, y nos suministre el consuelo de que, pese a las deprimentes y caóticas evidencias de lo contrario, la vida tiene sentido. ¿Para qué estamos aquí, qué se espera de nosotros y que nos sucederá al morir? Las respuestas que una comunidad va dando intuitivamente a tales interrogantes durante su devenir histórico se hacen explícitas en su mitología, reconstrucción social del mundo edificada con un ingrediente también indispensable tanto en la ciencia como en el arte: la imaginación. Damos sentido al mundo otorgándole significado a nuestra propia vida, y para ello, los mitos, esas grandes abstracciones con las cuales el hombre ha modelado el cosmos y se ha dado guías de ruta para transitar y trascender este mundo, requieren aterrizar, regresar al mundo de lo tangible, en donde los cuerpos bailan y sudan, en donde el incienso huele, en donde fuego quema…: efectivamente, sin rito, no hay mito.

Y regreso a las aulas universitarias del México de los albores del siglo XXI, en las que se percibe no sólo la carencia de significados, sino también de ritualidad. Si bien la información abunda, los saberes difícilmente pueden ser apropiados por los estudiantes porque los datos saturan y por sí mismos no significan: sin marcos teóricos, sin grandes relatos confiables, queda la ilusión del saber práctico, y el know how inmediatista substituye el ideal universitario de la educación superior. Peor, el desencanto se anida también en la mirada de los académicos y entonces la cátedra pierde su acepción de púlpito, se desritualiza por completo, deja de asumirse como un acto para quedar reducida a un lugar:

— ¿A dónde vas?

— A clase de literatura.

— ¿Y eso para qué sirve?

Ilustración: Andrea D'aquino
Sirve entre otras cosas para remodelar nuestra idea de mundo. La relevancia del discurso literario en el proceso de construcción social de la realidad radica en que toma como materia prima, justamente, al lenguaje —per se modelo de mundo—, y lo recrea, lo reformula, potenciando así la riqueza semántica de nuestra realidad. Sin embargo, para ello es necesario que existan lectores, personajes escasos cada vez más, más precisamente conforme el homo videns va tomando el sitio del homo sapiens. Sartori es fatalista y escribe que el asunto ya no tiene remedio. Desgraciadamente, los números no permiten contradecir al pesador italiano: en 2001, aún antes del tsunami de smartphones, María Teresa Fernández Lomelín y Margarita Carvajal Ciprés realizaron una investigación en torno los niveles de alfabetización de los alumnos de la Universidad Autónoma de Aguascalientes, para mesurar la debacle: el 33% de los alumnos de la UAA eran analfabetas funcionales. Y entre los otros, entre los que componen los dos tercios restantes —concentrados por cierto en niveles funcionales y básicos de alfabetización—; (v.: FERNÁNDEZ LOMELÍN, María Teresa y CARVAJAL CIPRÉS, Margarita. Niveles de alfabetización en Educación Superior. México. UAA. 2002. pp. 43-45.) ¿Cuántos podrán adentrarse a la experiencia de leer El Quijote? Lanzo la pregunta porque, me parece, la experiencia de leer literatura, particularmente novela, es de los pocos rescoldos que nos quedan para vivir la experiencia transformadora que permite el mito; explica Karen Armstrong:
“… la experiencia de leer una novela tiene ciertas cualidades que nos recuerdan la tradicional aprehensión de la mitología. Puede ser vista como una forma de meditación. Los lectores tienen que vivir con una novela durante días o incluso semanas. Los proyecta hacia otro mundo, paralelo pero apartado de sus vidas ordinarias. Ellos, los lectores, saben perfectamente bien que los dominios de la ficción no son ‘reales’ y sin embargo mientras están leyendo se vuelven irresistibles. Una novela poderosa se convierte en parte del background de nuestras vidas, incluso mucho tiempo después de que hayamos cerrado el libro. Es un ejercicio de capacidad de creer en algo, como el yoga o un festival religioso, rompe las barreras del espacio y el tiempo y expande nuestra empatía… Nos enseña a sentir compasión, la habilidad de sentir con los otros. Y como la mitología, una novela importante es transformadora. Si nosotros lo permitimos, puede cambiarnos para siempre… (ARMSTRONG, Karen. A short history of myth. New York, 2005. Canongate. pp 150 y ss.)
Recuerde usted que con la Modernidad la lectura solitaria y en silencio ha reemplazado a la lectura litúrgica. Observe además que hoy la obsesión de la lectura veloz genera lectores informados pero insensibles. Y voy a insistir en que sin ritualidad el mito es espurio. No encuentro mucho mérito en que de la ecuación anterior haya obtenido por resultado la decisión de apostar por la lectura durante clase, lo más ritualizadamente posible, de una novela. Lectura en voz alta, dramatizada en la mediad en que lo posibilitan las habilidades de los estudiantes. ¿Y por qué Don Quijote de la Mancha? Quizá porque el ingenioso hidalgo Quijada o Quesada o Quijana nos demuestra que en ocasiones el mundo anda tan disparatado que lo más cuerdo resulta perder el juicio.


Sesión a sesión durante un semestre, con un grupo de la licenciatura en Artes Escénicas que se impartía en la Universidad La Concordia, fuimos dando lectura a la novela más importante jamás escrita en nuestra lengua. Hablar de resultados resultaría excesivo; me limito a comentar con ustedes un par de relieves: el primero es obvio: ninguno había leído antes a Cervantes, así que resultó para ellos una sorpresa que un clásico pudiera provocar risas. El segundo es más sencillo de enunciar, pero harto complicado de explicar: al final, la gran mayoría de ellos cambiaron.

Desde su locura, pues, don Quijote tiene la fuerza suficiente para arremeter furioso contra los molinos posmodernos y seguir resignificando el universo:


— Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es quien os acomete.

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