martes, 27 de enero de 2009

Narro luego existo

Cogito ergo sum, pienso luego existo; piedra angular de la filosofía moderna y en general del racionalismo occidental. Muy probablemente a ti también te dijeron que el planteamiento se lo debemos a René Descartes (1596-1650), quien efectivamente en su Discurso del Método (1637) lo afirmó así. Sin embargo, encuentro que al menos unos 1200 años antes a otro pensante se le ocurrió la misma idea: “Ac proinde haec cognitio, ego cogito, ergo sum, est omnium prima, certissima, quae cuilibet ordine philosophanti occurrat”. Esto fue escrito alrededor del 420 de nuestra era; aparece en La ciudad de Dios, un texto cuyo propósito principal era explicar, desde la perspectiva cristiana, la caída de Roma en manos de los visigodos. El autor: un africano llamado Aurelius Augustinus Hipponensis (354-430), alias San Agustín.

Pues para Javier Venegas, quien en el México de finales del siglo veinte se consideraba a sí mismo el único poeta vivo, la afirmación, cartesiana o agustiniana, merecía enmienda de plana, y así lo hizo durante una de las consuetudinarias borracheras que se despachaba en La Gruta:

Pienso, luego me duele.
Me duele, luego existo.
Existo, luego hasta luego.
Te ruego, no me Descartes.

Además de irreverente, resulta que Venegas es sólo un personaje, quizá ni siquiera el protagonista, aunque en torno a él rotan el resto de las historias que Fabrizio Mejía Madrid (1968) convoca y entreteje en su más reciente novela, Tequila, DF (Mondadori, 2008). Dicho en corto, con este libro, que me regaló varias carcajadas, Fabrizio demuestra que es un novelista.

Tequila, DF
integra cuatro relatos, cuatro voces: además de Venegas, Ugalde, quien trabajaba –es un decir– con él en la revista Círculos y trata de entenderlo y así entenderse; Nadia, la señora del poeta –nadie sabe lo que pesa un poeta más que la que comparte cama con él–, y luego Mejía, quien se pierde en el empeño de de investigar y explicar al fallido vate y su escurridiza obra: la Acción Poética, 1976. En el desconcierto, una cosa queda clara: la verdadera identidad del otro, aunque sea tu cuate del alma o tu marido, es siempre a fin de cuentas un misterio, para ti pero también para él mismo.

Mi hermano el cercano extraño aliteración de uno mismo …, recita Venegas. Y más allá incluso: definir quién carajos es uno no es cuestión que se resuelva pensando, sino narrando, así que el resultado nunca es definitivo. El dichoso Yo es el cuento que tú vas tramando, mientras los demás también lo hacen. Cuentas quién eres, a todos los que te rodean, sí, pero en principio a ti mismo: “No debo dejar la impresión de ser el patán que soy”, se dice Ugalde. En palabras del psicólogo norteamericano Jerome Bruner (1915), “el Yo también es el Otro”.

Despiadado, Mejía Madrid deja que sus personajes se autopronostiquen las fatalidades compartidas: “Tiene más de cuarenta. Es la edad en la que uno lo sigue intentando todos los días. A los cincuenta, según dicen, te da porque todo mundo reconozca lo que no has hecho. Y como nadie lo hace, pues, te la pasas muy molesto hasta casi los sesenta cuando, a manera de protesta, te duermes viendo la tele”. Coetáneos, Ugalde, Mejía y Nadia, finiseculares del siglo veinte, comparten los traumas colectivos que perfilan, igualito, la privacidad de miles: “A mi generación le quitaron las tres grandes ilusiones de otras anteriores…: que el sexo era lo mejor de la vida; que podíamos vivir de otra forma, y que la gente se abría paso por sí misma”. ¿Te suena conocido? Tejones porque ya no hay liebres: el amor en los tiempos del sida, el dizque fin de la historia, la crisis económica y la injusticia social como cotidianidad y eterno retorno. La vida, dice Mejía, “es una gran derrota que merece ser celebrada”.

Tequila, DF no traiciona su título: muchos brindis y alcoholes –tequila y cervezas, “fogonazo y apagón”–, mucha vialidad, nada viable por supuesto, chilanga: “La calle: Gabriel Mancera, una que comienza con una funeraria y termina con una clínica de partos. La vida al revés…” Fabrizio Mejía Madrid recrea, cual buen cronista, una ciudad en la cual, para no perderse, puede llegar a resultar más útil un tratado de semiótica comparada que un mapa. Una ciudad en la cual el abanico tribal da para mantener ocupado a un ejército de Claude Lévi Strauss: desde Santacloses unisex en plantón reclamando un cacho de calle, hasta neoaztecas peyoteros que danzan y sin saber náhuatl invocan al fantasma de Cuauhtémoc.
Al final, me quedo con la afirmación de Nadia, viuda ingenua que dice recordar lo que el poeta pensaba: “la literatura… sólo una forma más de conocer gente”…, incluso a ti, apostillo.

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