sábado, 28 de noviembre de 2009

Apreciado general Villa

Ambientadas en los años de la Revolución Mexicana, se han escrito muchas novelas históricas; de todas, mis dos preferidas, El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, y una contemporánea: Pancho Villa. Una biografía novelada, de Paco Ignacio Taibo II. La vida de un pelado muy complicado, misterioso, jabonoso, fantasmal, odiado y admirado. A quienes preocupe el asunto de los géneros, habría que decirles que si el libro de Paco fuera una película sería un documental. Para los lectores asiduos de PIT II no resultará sorpresivo encontrarse con un libro bien escrito –mucho oficio, mucho colmillo literario—, bien documentado —historiador de profesión, al fin y al cabo— y, claro, sin sentimiento de culpa metodológico mediante, cargado a la izquierda.

El título no es tramposo: el foco del libro está en la vida de ese señor que se llamaba Doroteo Arango y quien se cambió de nombre para dar vida a Pancho Villa. Los enredos del cabecilla revolucionario que nació en Durango, pero que en justicia deberíamos considerar de Chihuahua, son por sí mismos interesantes, significativos para comprender el acontecer reciente del país, y, más allá de la retórica de libro de texto gratuito, para comprendernos a nosotros mismos: Villa, aunque hijo descarriado de la Gran Familia Revolucionaria, sigue siendo héroe y referente simbólico: estampa del macho mexicano y del jinete justiciero. El mayor mérito que le encuentro al libro de Taibo es el esfuerzo por combatir la imagen mistificada de Villa, particularmente en cuanto a las deformaciones y francas mentiras que, ya sea desde el plácido lecho del lugar común o desde los cañonazos de difamaciones que durante casi un siglo se han tirado contra él, siguen distorsionando la verdad histórica del personaje y del movimiento que encabezó. Por ejemplo, resulta que Pancho no era el borracho y pendenciero que el imaginario colectivo suele ver, y con quien se adornan bares y antros en todo México, sino un abstemio que llegaba a los pueblos a encarcelar a los dueños de las cantinas por embrutecer a la gente. PIT II muestra que los hechos duros señalan que las explicaciones a las que la academia se aferra no siempre corresponden a lo ocurrido. Un botón: cómo está eso de que en la batalla de Celaya quien ganó fue la civilización representada por Obregón y quien perdió fue la barbarie representada por Villa…:
“... varios historiadores quisieron ver en la batalla la confrontación entre lo antiguo y lo moderno, y así se lo inventaron… Parecería, en esta delirante versión... que la modernidad eran los yaquis y los pimes [de Obergón] y no los aviones de Pancho”.
PIT II planeta algo que va más allá de la biografía de Villa. A lo largo de toda la narración se sostiene una tesis que el novelista sabe y no permite que el historiador olvide, una certeza que como lector se agradece: la historia nunca cabe en la historiografía. En La cama de Procusto, Alberto Vital explica:
“Estamos condenados a conocer sólo una parte de todos los documentos importantes para la reconstrucción de una época. Estamos condenados a entender sólo una parte de todo lo que podrían decirnos los documentos. Estamos condenados a explicar, a poner por escrito… sólo una parte de lo que hemos entendido. Esta triple condena sugiere que la historicidad de todo sujeto que reconstruye hechos se manifiesta sobre todo como parcialidad…”
Una cuestión más sobre la que Taibo insiste: la lógica del ganador, el deber ser de los hechos, misma que según entiendo puede resumirse en un silogismo:

• la historia la escriben los vencedores
• los historiadores buscan la lógica que presuponen a la historia
• ergo, los historiadores suelen demostrar que los ganadores ganaron porque tenían que ganar.

PIT II se esfuerza por demostrar que el acontecer de Pancho Villa ocurrió como ocurrió no necesariamente porque así lo marcara la lógica de la historia o el destino o el dedo de dios… Por el contrario, en reiteradas ocasiones Paco recalca las evidencias que a gritos proclaman que el azar interviene en todo y siempre… La novela de Paco muestra que, efectivamente, la historia hubiera cambiado si la nariz de Cleopatra hubiera sido un centímetro más grande, o si realmente hubiera salido el balazo que se disparó a sí mismo Obregón al levantarse del suelo para darse cuenta, en Celaya, de que un cañonazo le había volado el brazo derecho.

Pancho Villa, una biografía novelada es un completísimo compendio de fuentes sobre el revolucionario. Es un libro divertido, como casi todo lo que escribe Paco... Pienso que bien podría recetarse a los millones de jóvenes que cada día se encuentran más alejados de la lectura y sin referentes históricos. Además, es un trabajo en el cual es imposible no sentir –y en muchos tramos compartir– el aprecio que el autor profesa por el general Francisco Villa…

viernes, 20 de noviembre de 2009

Reinventar la nación

En el colofón del siglo XV, simultáneamente aparecieron en el horizonte de la cultura occidental el Nuevo Mundo y el orden político de la Modernidad. Los Estados modernos permitieron la integración sociopolítica al interior de los nacientes países y la conformación del un nuevo orden geopolítico de Europa, y se erigieron como los protagonistas en la relación del Viejo Continente con el resto del planeta. Poco más de trescientos años después, las posesiones de la Corona española en América se aventuraron por el camino de la emancipación siguiendo dos guiones fundacionales: el ánimo de romper con el régimen colonial y la afiliación al paradigma del Progreso. Buscando senda hacia un mejor futuro, con las luces de la Ilustración y al amparo del ejemplo de las dos grandes revoluciones políticas del siglo XVIII —la independentista de las colonias norteamericanas y la Francesa—, las entidades políticas que emergieron desde la Patagonia hasta la Alta California optaron por el Estado moderno para encausarse hacia el Progreso, reclamando cada una para sí una legitimidad basada en la soberanía nacional.


La idea de nación es tan moderna como la de Estado. Se trata de una creación en la cual al menos intervienen, en distinta jerarquía dependiendo de cada caso, dos bases, una cívica y otra étnica. La primera concepción se refiere a grupos sociales asentados en un determinado territorio, con una economía y leyes comunes, y que al menos idealmente abrevan de un mismo sistema de valores e ideológico. La segunda remite a las poblaciones que se identifican en un pasado y ancestros compartidos, tejen comunidades con un alto grado de solidaridad, y tienen costumbres afines. En ambos casos, la nación es el producto de una voluntad de unir lo diverso. Paradójicamente, la fuerza de cohesión más fuerte de la que suele disponer el ideal de nación es la de hacerse pasar como una entidad inmanente, desvaneciendo en el imaginario colectivo su carácter de invento. En Hispanoamérica, si bien desde los brotes independentistas se buscó crear un concepto de nación cívico, en México hubo primero que echar mano de una noción bastante más arraigada, la de patria. Durante la época colonial, el concepto de nación se empleó para señalar a los diferentes grupos étnicos, incluso a los grupos aislados de la hegemonía de la Corona. En cambio, en la tradición hispánica, la idea de patria resultaba mucho más concreta, en lo territorial y en lo genealógico: la patria, el terruño, el legado de los padres. En el discurso independentista resultaron muy útiles dos acepciones ligadas al término patria: tierra natal y libertad. Con esa carga semántica, el patriotismo criollo fue el pilar a partir del cual se comenzó a construir la nación cívica. Luego, a causa de la invasión napoleónica de España, la dimensión institucional de nación se fortaleció: la idea de nación como el pueblo gobernado por una misma autoridad. Desde esa perspectiva, el cuerpo nacional español se componía entonces de la nación peninsular y de la nación americana. Lo anterior, claro, favoreció la consolidación de la nación cívica.


Alcanzada la independencia, para distinguirse ya no del origen colonial común, sino entre sí, fue necesario que el proceso de invención de las distintas nacionalidades pasara por una etapa de singularización, durante la cual se pusieron en marcha mecanismos de mitificación y apropiación simbólica del mundo indígena. Ello resultó de gran ayuda para conformar identidades como la “mexicana”, la “peruana”, etcétera, esto es, distinción hacia afuera. En cuanto a la unificación al interior, los liberales decimonónicos apostaron por la política: tuvieron lo que Charles A. Hale llamó fe en la magia de las constituciones. Con la mira puesta en la construcción de una nación de ciudadanos, se buscó sobreponer a la dimensión cultural la institucional. Las desigualdades étnicas no tenían por qué determinar necesariamente las desigualdades sociales, siempre y cuando existiera el aparato legal adecuado. Pero en los hechos las cosas no se dieron así: “la nación de ciudadanos se vía obstaculizada por ‘la abyección de muchos siglos’... y el apego a las costumbres... A partir de esta concepción, la nación cívica... da paso a la nación civilizada, cuya imagen se irá asociando paulatinamente a la exclusión de los elementos que no se adapten a ella” (Mónica Quijada, ¿Qué nación?).


El indio heroico quedó en un pasado mítico, porque en la realidad había que batallar ahora con ‘salvajes’ irredimibles. Entonces, la nación civilizada daría paso al ideal de la nación homogénea, en la cual las dimensiones cultural, institucional y territorial serían absorbidas.

Con ese espejismo entramos al siglo XX. Hoy, luego de que el nacionalismo impulsado por los grupos triunfantes en la Revolución Mexicana luce incapaz de sobreponerse a la caricaturización de sí mismo, más nos valdría tener en mente que la nación nunca ha estado ahí, siempre ha sido necesario inventarla, reinventarla.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Se busca modelo de civilización

La semana pasada, al término de su participación en un foro organizado por la Universidad Complutense, el filósofo francés de origen sefaradí Edgar Morin (París, 1921), se refirió al clima de desesperanza que desde hace un rato se ha propagado por todo el mundo: “Las viejas generaciones tienen la sensación de que fueron engañadas en su fe en el comunismo, en una sociedad democrática armoniosa, civilizada, en el progreso como ley de la historia… Todo eso se desintegró y hoy los jóvenes están totalmente desorientados. Hay posibilidades, no probabilidades de esperanza… Antes la esperanza era una fe; ahora es sólo esperanza”. Esta declaración del pensador octogenario ocurre días antes de la conmemoración del veinte aniversario de la caída del Muro de Berlín: a las ocho y media de la noche del lunes 9 de noviembre, el líder de Solidaridad, Lech Walesa, empujó, junto a Miklos Nemeth, primer ministro húngaro en 1989, la primera pieza del dominó gigante que en la ceremonia simbolizaba el detestable Muro. A un lado, Gorbachov y Ángela Merkel. Pero el espíritu festivo que levantaron las imágenes que cundieron por las pantallas de todo el orbe resultó efímero, dio apenas para mantener una sonrisa mientras comenzaba el siguiente corte informativo. La alegría se esfumó rápido porque esas imágenes traen recuerdos, no disparan esperanzas.

En un texto impecable e implacable, Agustín Basave (“El renacimiento de México”, Excélsior, 9/XI) perfila a la generación que hoy batalla en el tránsito de la vida adulta: “Capeamos como pudimos el temporal de evidencias que demostraban que, una vez enterrado el socialismo real y entronizada la globalidad, el repliegue del Estado interventor y la apertura comercial constituían la única opción cabalmente viable. Las pruebas eran contundentes: la quiebra de la Unión Soviética y de sus aliados había engendrado al antifantasma de mano invisible que después de recorrer Europa se seguía de frente rumbo a los países del Tercer Mundo. Así, frente a argumentos abrumadoramente realistas, acabamos encogiéndonos de hombros e ingeniándonoslas para abrigar esperanzas de que la justicia social se abriera paso entre las inefables fuerzas del mercado”. Pero no, la justicia social no se abrió paso. El propio Basave esquiva la frialdad de las estadísticas y traza el cuadro: seguir como vamos “equivaldrá a hundirnos cada vez más: ayer nos rebasó España, hoy nos rebasa Brasil y al paso que vamos mañana nos rebasará Nigeria”.

La advertencia que hace Agustín se suma a voces que comienzan a generalizarse es urgente replantearnos, replantarnos en la historia. Hace unos días, el rector de la UNAM, José Narro, dijo que tenemos que darnos la oportunidad de revisar el modelo de desarrollo y de organización, porque el que tenemos “ya no sirve ni para vernos hacia afuera, y mucho menos para resolver los problemas internos”.

Sin minimizar la gravedad de la coyuntura mexicana, pienso que el problema no es sólo nuestro. El broncón que nos tocó vivir no es cómo cambiar el modelo de desarrollo, va más allá, implica reformular qué queremos entender por desarrollo. El paradigma civilizatorio sencillamente se nos agotó.

Hace doscientos años, México, junto con toda Hispanoamérica, se conformó como una nueva unidad política echando mano de dos pilares fundacionales: por un lado, la ruptura respecto al antiguo régimen colonial, y por la otra, la adopción consciente de un paradigma civilizatorio forjado en la Ilustración: el ideal del Progreso, alma mítica de la Modernidad (Franz Hinkelammert dixit). Hoy, la desesperanza que se respira en todo Occidente tiene que ver con el gran revés del ideal del progreso: el desarrollo científico, tecnológico y económico no asegura ni desarrollo humano ni justicia social. El progreso sí genera desarrollo, pero uno, según Morin, “cuyo modelo, ignora que esta civilización está en crisis, que su bienestar trae malestar, que su individualismo trae encierros egocéntricos y solitarios, que sus florecimientos urbanos, técnicos e industriales implican estrés y daños, y que las fuerzas que ha desencadenado conducen a la muerte nuclear y a la muerte ecológica. No necesitamos continuar, sino un nuevo comienzo”.

Entonces, más allá de los estira y aflojes de la crisis financiera global, de los gritos y sombrerazos en el Congreso para aprobar lo que luego nadie dice que quería aprobar, de la mayor o menor precisión con que se pueda mesurar la pobreza o el crecimiento económico, de las discusiones de si el Estado es fallido o con fallas, es el concepto mismo de desarrollo el que
ya dio de sí. Es en este amplio sentido en el que, me parece, hay que leer el desafío que propone Basave: “Tenemos que lanzar una cruzada por la creatividad asumiendo que el dogma es catástrofe y la originalidad es redención. Si creemos que ser libres implica ser injustos, del salto del siglo XXI caeremos en el siglo XVIII”.

The winds of change de Scorpions es hoy una oldie…, como el ideal civilizatorio del progreso.

viernes, 6 de noviembre de 2009

¿Y el ogro filantrópico?

Octavio Paz (1914-1998) publicó en la sección “Letras, letrillas, letrones” de la edición 21 de la revista Vuelta un ensayo que pronto se convirtió en una referencia obligada para todo aquel que pretenda entender la realidad sociopolítica del México contemporáneo: El ogro filantrópico.

Corría el mes de agosto de 1978. Después de un proceso electoral en el cual no contendió contra nadie, José López Portillo ocupaba la silla presidencial y los mexicanos tenían motivos para sentirse desilusionados: en junio, la selección nacional había echó un papelón en la Copa Mundial de Futbol que se disputó en Argentina, cayendo 6 a 0 ante Alemania, 3 – 1 frente a Túnez y 1 – 0 contra los polacos. Los gauchos ganaron el campeonato: Passarella levantaría el ansiado el trofeo y la guerra sucia seguiría manchando de sangre aquel país. Cuando el número de agosto de Vuelta comenzó a circular, el mundo católico andaba despapado: el día 6 falleció Paulo VI, y no sería sino hasta veinte días después que en el cielo del Vaticano se vio humo blanco: Albino Luciani tomaría el nombre de Juan Pablo I para convertirse en el Sumo Pontífice número 263, aunque solamente durante 33 jornadas. Lo sucedería un polaco, Karol Józef Wojtyła. En 1978, The Eagles lanzaron al mercado Hotel California; Annie Hall ganaría el Óscar a la mejor película, con la cual Woody Allen también se llevaría la estatuilla para el mejor director, dejando con las ganas a George Lucas (Star Wars) y a Steven Spielberg (Close Encounters of the Third Kind). Ese año Carlos Fuentes publicó La cabeza de la hidra y John Irving The World According to Garp. Quizá entonces Paz soñaba ya con el Nobel de Literatura que ganaría doce años después, pero aquel año el galardonado fue Isaac Bashevis Singer. En 1978, mientras los jóvenes occidentales comenzaron a disfrutar de las mieles de la estereofonía portátil gracias al primer walkman de Sony, Brézhnev gobernaba la URSS.

En 1978, ninguno de los hombres más ricos del mundo era oriundo de México, y Octavio Paz afirmaba que el gobierno mexicano “hoy es el capitalista más poderoso del país aunque, como todos sabemos, no es ni el más eficiente, ni el más honrado”. Unos meses después, a resultas del descubrimiento de grandes yacimientos petroleros en la Sonda de Campeche, JLP declaraba ufano: “México… ha estado acostumbrado a administrar carencias y crisis, ahora tenemos que acostumbrarnos a administrar la abundancia”.


En El ogro filantrópico, Paz parte de una afirmación que hoy, a toro pasado, derribado el muro de Berlín, podría parecer una obviedad: “el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más terrible que los viejos tiranos y déspotas”. Y de ahí don Octavio se arranca a explicar la situación prevaleciente en nuestro país: “el Estado creado por la Revolución Mexicana es más fuerte que el del siglo XIX... Salvo durante los interregnos de anarquía y guerra civil, los mexicanos hemos vivido a la sombra de gobiernos alternativamente despóticos o paternales pero siempre fuertes: el rey-sacerdote azteca, el virrey, el dictador, el señor presidente.”


En todo el ensayo, el dichoso “ogro filantrópico” únicamente aparece mentado una vez, en el título. Con todo, luego de leer la encantadora prosa del poeta, no se necesita ser particularmente avispado para entender que tal es el mote que él le asigna al Estado mexicano; dicho en corto, subraya su carácter patrimonialista, centralista y autoritario. Entonces, Paz seccionaba al Estado mexicano en “tres órdenes o formaciones distintas (pero en continua comunicación y ósmosis): la burocracia gubernamental propiamente dicha, más o menos estable, compuesta por técnicos y administradores…; el conglomerado heterogéneo de amigos, favoritos, familiares, privados y protegidos, herencia de la sociedad cortesana de los siglos XVII y XVIII; [y] la burocracia política del PRI, formada por profesionales de la política, asociación no tanto ideológica como de intereses faccionales e individuales, gran canal de la movilidad social y gran fraternidad abierta a los jóvenes ambiciosos, generalmente sin fortuna, recién salidos de las universidades”. En cuanto a los partidos políticos, antes de la reforma política impulsada por Reyes Heroles, Paz anotaba: “La situación de los partidos políticos es uno de los signos de la ambigua modernidad de México. Otro signo es la corrupción”. Han pasado 31 años. En 2010 no habrá elecciones y los partidos políticos recibirán 3,012 millones de pesos, monto con el cual, según las cuentas que presenta Denise Dresser en Proceso, se podrían sumar 500 familias al programa más filantrópico del Estado, Oportunidades.

Con otros ensayos, el hasta aquí referido puede encontrarse en el libro homónimo publicado en febrero 1979 por Joaquín Mortiz. Letras libres, heredera de Vuelta, también lo tiene disponible en su hemeroteca en línea [click aquí].

lunes, 2 de noviembre de 2009

Saramago, ficcionista, mentiroso

La penúltima obra de José de Sousa Saramago (Azinhaga, Portugal, 16 de noviembre de 1922) es una novela histórica: El viaje del elefante (2008). Don José sigue escribiendo con precisión y elegancia, y si bien esta no es una de sus genialidades (mis favoritas siguen siendo Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo y Ensayo sobre la ceguera), en ella encuentro un garbanzo de a libra, más ahora que sigo afanado en comprender las relaciones, en el universo de lo narrativo, entre las constelaciones de la historia y la literatura:

En el fondo, hay que reconocer que la historia no es selectiva, también es discriminatoria, toma de la vida lo que le interesa como material socialmente aceptado como histórico y desprecia el resto, precisamente donde tal vez se podría encontrar la verdadera explicación de los hechos, de las cosas, de la puta realidad. En verdad os diré, es verdad os digo que vale más ser novelista, ficcionista, mentiroso.