sábado, 8 de mayo de 2010

Idólatras modernos I

Hace más de cien años, Thorstein Bunde Veblen tuvo el tino de sentenciar el siguiente ramalazo:
Quasi lignum vitae in paradiso Dei, et quasi lucerna fulgoris in domo Domini, tal es el lugar de la ciencia en la civilización moderna.”
Es decir, la ciencia ocupa hoy el sitio que tenía el árbol de la vida en el Paraíso y la lámpara de la Gloria en la casa de Dios. Y aquí no para Veblen, más bien apenas viene lo bueno: “Esta fe actual en el conocimiento realista puede o no estar bien fundada. Ocurre que los hombres le conceden tan alto lugar tal vez por idolatría, o quizá en detrimento de los mejores y más íntimos intereses de la raza humana.” ¡Principios de siglo XX, en Estados Unidos, y este señor sale con que el hombre moderno profesa una adoración bárbara por la ciencia, y que ésta puede resultar perjudicial para la Humanidad! Ojo: el texto que cito fue publicado originalmente ¡en 1906! (The American Journal of Sociology, Vol. XI, March, 1906).

¿Pero quién diablos fue Thorstein Bunde Veblen? Hasta hace un par de semanas no sabía nada de él. Hoy podría dar varias respuestas; por lo pronto me quedo con la que formula Jonathan Larson. Traduzco: Algunos han afirmado que Thorstein Veblen era el “el último hombre de saber total" −una afirmación que incluso él hubiera rebatido. Pero es obvio que sin duda hizo su tarea; obtuvo su Ph. D. en filosofía moral con una su tesis doctoral sobre Kant. Entendía 25 idiomas. Con un nivel de experto o casi, sabía de historia, literatura, arte, economía, ciencia, tecnología, prácticas devotas, pedagogía, agricultura, relaciones laborales y desarrollo industrial. Gloso: el tal Veblen era un polímata, es decir, un cuate que perseguía la polimatía −sabiduría que abarca conocimientos diversos−, un modelo renacentista, el del homo universalis, hoy totalmente desplazado por el ideal contrahecho de la especialización. Más allá de su apabullante condición de sabio, Veblen fue un visionario. Por descontado: en su época pocos pudieron seguirle la pista a su pensamiento.


Hijo de inmigrantes noruegos, Thorstein Veblen se apersonó en el mundo en 1857, en Cato, un pequeño poblado de Wisconsin, Estados Unidos. En la granja de su padre, aislado, pasó la primera infancia; de hecho, no aprendería a hablar inglés sino hasta después de los cinco años de edad. Después, la familia se mudó a Minnesota. Thorstein Bunde estudió Economía en el Carleton College (1880) y el doctorado en Yale (1884). Entonces regresó a casa, en donde, totalmente alejado de la academia, durante siete años se dedicó a trabajar en la granja familiar, a leer y a pensar. Fue hasta 1892 que Thorstein comenzó a dar clases, primero en la Universidad de Chicago, donde enseñó Economía Política. En 1899 publicó su primer libro, The Theory of the Leisure Class, con el cual alcanzó cierta fama en la academia, sobre todo como crítico social. En 1906 pasó a formar parte del cuerpo docente de la ya prestigiosa Universidad de Stanford, de donde, pocos años después, sería expulsado acusado de ser un don Juan irredento. Con todo y su fama de excéntrico, mal vestido, radical, antisocial y al mismo tiempo mujeriego (womanizing!), en 1911 se fue a trabajar a la Universidad de Missouri. Finalmente, en 1918 se mudó a Nueva York, en donde, junto con Charles Beard, James Harvey Robinson y John Dewey, fundó la New School for Social Research (actualmente, The New School). Ya retirado, Thorstein Bunde Veblen moriría en 1929, meses antes de que estallara la Gran Depresión.


En su ensayo El lugar de la ciencia en la civilización moderna, Veblen arranca problematizando la opinión generalizada de que el nuestro “es superior a todos los demás sistemas de vida civilizada”. Más que negar lo anterior, lo matiza: “no es que sea la mejor o la más elevada en todos sus aspectos y en cada una de sus facetas”, más bien sucede que “la cultura moderna es superior en conjunto. La peculiar excelencia de la cultura moderna es de tal naturaleza que le proporciona una decisiva ventaja práctica sobre todos los demás esquemas culturales que han existido antes o que han entrado en competencia con ella”. ¿Y en qué estriba dicha peculiaridad? El noruego-americano lo tenía muy claro: “Los modernos pueblos civilizados son capaces, en grado distintivo, de sostener una concepción impersonal y desapasionada de los hechos materiales a los que ha de enfrentarse la humanidad”. Y es precisamente esa capacidad la que otorga a Occidente su distinción y su superioridad: “una sociedad dominada por esta concepción realista debe prevalecer sobre cualquier esquema cultural que carezca de este elemento. Este rasgo de la civilización occidental llega a un punto decisivo en la ciencia moderna, y halla su más alta expresión material en la tecnología”. Y, ¡paradoja!, ahí también se enmascara su rostro verdadero, el de un idólatra.

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