viernes, 26 de noviembre de 2010

La servidumbre voluntaria

Con harto aprecio, a Manuel Appendini

“Mi manera de comprometerme fue darme a la fuga.”
Viudita de Clicqout, Joaquín Sabina y Benjamín Prado.


Mucho antes de ser chocolate, el primer hijo varón de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, un tal Carlos, fue el gobernante más poderoso de Occidente. Oriundo de Gante, llegó al mundo justo en 1500. Desde los 16 años, se convirtió en el rey de la organización política que entonces ejercía dominio sobre más territorio en el mundo, España. Cereza en el pastel, en 1530 el papa Clemente VII lo coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ése mismo año, en Sarlat-la-Canéda, Francia, nació Étienne de La Boétie, un amigo al que se lo llevó la peste antes de que cumpliera 33 años de edad, pero a quien le dio tiempo de dejar por escrito su respuesta a lo que, a su juicio, era y sigue siendo la pregunta política fundamental: ¿por qué la gente obedece a un gobernante?

Los expertos discrepan: fue en 1546 ó en 1548. Poco importa, el caso es que Étienne era un teenager, un estudiante de leyes en la Universidad de Orleáns, cuando escribió el Discours de la servitude volontaire ou Contr'un, un ensayo adelantado, adelantadísimo a su tiempo: mientras en Europa se iban erigiendo los pilares de las monarquías absolutistas, es decir, cuando el antiguo régimen aún se hallaba en etapa de gestación, este joven se dio a la tarea de redactar un texto que sin mucho apuro podemos tildar de anarquista. El problema que se plantea de La Boétie es muy simple:
De lo que aquí se trata es de averiguar cómo tantos hombres, tantas ciudades y tantas naciones se sujetan a veces al yugo de un solo tirano, que no tiene más poder que el que le quieren dar; que sólo puede molestarles mientras quieran soportarlo; que sólo sabe dañarles cuando prefieren sufrirlo que contradecirle.
Dueño de una erudición típicamente renacentista —arranca citando a Homero—, Étienne de La Boétie busca y rebusca una respuesta concluyente, abre preguntas, retrotrae pasajes de la Antigüedad Clásica, se enoja, externa su estupor, aventura conclusiones, pero acepta la ineficacia del lenguaje para escapar de la paradoja que subyace en la profanidad del cuestionamiento:
Que dos, tres o cuatro personas no se defiendan de uno solo, extraña cosa es, mas no imposible porque puede faltarles el valor. Pero que ciento o mil sufran el yugo de Uno solo, ¿no debe atribuirse más bien a desprecio y apatía que a falta de voluntad y de ánimo? Y si vemos no ciento, ni mil hombres, sino cien naciones, mil ciudades, un millón de hombres, dejar de acometer a Uno solo y prestarle vasallaje, mientras que éste los trata peor que infelices esclavos, ¿diremos que sea por debilidad?... Qué monstruosidad pues será ésta que, ni el título merece de cobardía que no halla nombre lo bastante vil, que por su bajeza se resiste la naturaleza a conocerla y la lengua a pronunciarla?
Ciertamente, los tiranos suelen echar mano de estratagemas para controlar a la gente, para idiotizarla. Pan:
En las frecuentes distribuciones de trigo, de vino y hasta de dinero, contestaba el pueblo con descompasados gritos de ¡Viva el Rey! ¡Imbéciles! No se daban cuenta de que con aquella falsa generosidad no hacían más que recobrar una mínima parte de lo suyo y que el tirano no se lo hubiera podido dar si antes no se lo hubiera usurpado.
Circo:
Teatros, juegos, farsas, espectáculos, gladiadores, animales extraños, medallas, cuadros, etcétera, fueron para los pueblos antiguos los incentivos de la esclavitud, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía. Alucinados los pueblos, cebados en pasatiempos frívolos y hechizados por vanos placeres, se acostumbraron paulatinamente a ser esclavos…
Y demagogia:
No son menos perjudiciales hoy en día los que cometen toda clase de daños a la sombra de las frases lisonjeras de bien común y felicidad pública, halagando con ello al pueblo. A esto se llamarla engañar con finura, si pudiera haberla en donde domina el descaro. Pero por más seductores o gandallas que sean los tiranos, Étienne de La Boétie no se engaña: Los pueblos deben atribuirse a sí mismos la culpa si sufren el dominio de un bárbaro opresor, pues que cesando de prestar sus propios auxilios al que los tiraniza recobrarían fácilmente su libertad.
La paradoja se mantiene: los muchos mantienen la cerviz inclinada bajo el yugo…


Despedida En enero de 2009, mi amigo Manuel Appendini me invitó a colaborar con La Jornada de Aguascalientes, y desde entonces he publicado semanalmente en sus páginas esta columna. Hoy, con este texto me despido: cierro etapa. Para los buenos amigos y amigas hirocálidos que quieran seguir esta bitácora de lectura, ahí esta la web: www.alomodepalabra.blogspot.com

sábado, 20 de noviembre de 2010

Banquete a la Grandes

Hará cosa de un mes conocí a la Grandes. Ninguna contradicción con su apellido: un mujerón. Ocurrió un domingo a mediados de octubre, en la plancha del zócalo de la Ciudad de México. Aunque nunca antes la había visto en persona, aunque jamás habíamos intercambiado palabra alguna, decir que apenas entonces la conocí resulta inexacto.


Todo lo que he leído de Almudena Grandes Hernández (Madrid, 1960) me ha gustado mucho, y prácticamente he leído todas sus obras…

Lo primer libro que publicó Almudena fue una novela: Las edades de Lulú (1989); con ella ganó la XI edición del premio de literatura erótica “La Sonrisa Vertical” y brincó a la fama. Al año siguiente, Bigas Luna llevaría al cine la historia de la desenfrenada Lulú, con respecto a quien la Lolita Navokov no pasa de ser una chamaca fresa y apretada¬, una quinceañera torpe con la libido a tope, como casi todas...

A Las edades de Lulú le siguió Te llamaré Viernes (Tusquets, 1991), una novela madura y ambiciosa, con la que la Grandes asaltó de nuevo el ágora para demostrar que no había sido chiripazo de a libra. A lo largo de más de 350 páginas, Te llamaré Viernes aborda una de las constantes temáticas de la narrativa de la madrileña: el amor como el único paliatorio contra la soledad esencial de los humanos: todos somos Robinson, aunque no todos han tenido la fortuna de encontrar a su Viernes.

La tercera novela de la Grandes es una de sus mejores piezas narrativas, tanto, que si me apuran la calificaría de prodigiosa: Malena es un nombre de tango (Tusquetes, 1994). Escrita con harto oficio -la primera en que se permite narrar desde el “yo” descarado-, ambientada de maravilla y con un entramado de nudos dramáticos perfectamente bien tendido que logra mantener atrapado al lector a lo largo de más de 500 páginas. Un imprescindible, así que por favor no vayas a cometer la estupidez de quedarte con la versión cinematográfica (dirigida en 1995 por Gerardo Herrero).

Pocos años después, la escritora no bajó la guardia: Atlas de geografía humana (Tusquetes, 1998), otra apuesta por todas las canicas. Si a alguien le quedaba duda de los firmes pilares autobiográficos en que está afianzada la obra de Almudena, ahí está su Atlas…, un juego de galería en el que la española hace interactuar a cuatro mujeres finiseculares del Madrid posfranquista. También un novelón.

Seguiría Los aires difíciles (Tusquets, 2002), la quinta novela de Almudena Grandes, su tercera gran obra y para muchos hasta entonces la mejor. Si en Atlas de geografía humana la narradora tiró la mirada caleidoscópica para pintar una realidad poliédrica, en Los aires difíciles se enfocó en un par de personajes prácticamente aislados a la manera de un tubo de ensayo: novela microscopio.

En 2004, Almudena publica Castillos de cartón. Si bien no resultaría muy desmedido tildarla de “ligera”, sin los alcances ni las pretensiones de las anteriores, sin duda se trata de una excelente novela. Desde la tranquilidad del sitio que le confiere su trayectoria de escritora consolidada, dueña de un estilo propio, sosegada, la Grandes nos entregó en Castillos de cartón una visión desenfadada y sin rebuscamientos de las posibilidades del amor a tres bandas. La historia se ubica en la España deschongada de aquellos sus felices años ochenta: en Castillos de cartón la felicidad cabe en una cama, o mejor, cupo, tuvo cabida y luego el tiempo pasó…

Y hace tres años llegó el portento, una pieza catedral: El corazón helado, con mucho lo mejor que ha escrito la señorona. El dolor de la Guerra Civil española, los buenos que acabaron perdiendo todo aunque tuvieran la razón, la Historia que nunca alcanza para dar cuenta de todas las historias, los malos que perfectamente pueden alcanzar una vejez respetable…, pero sobre todo, las vetas de la única fuerza capaz de oponerse a todas las maquinarias, la fuerza del deseo. Pero no es aquí en donde voy a hablar de una de las mejores novelas que he leído en mi vida; quede por ahora nada más como apunte generoso: hay que leer El corazón helado y mandar al cuerno el mundo por algunos días.

Más que acercarme al zócalo a mercar el más reciente libro de Almudena, la intención era agradecerle El corazón helado. La enorme peninsular tomó su sitio en uno de los entarimados montados en la X Feria Internacional del Libro en el Zócalo, y, paciente, escuchó a Sandra Lorenzano hilvanar algunas ideas acerca de la recién parida Inés y la alegría (Tusquets, 2010). Luego, ella misma explicó: se trata de la primera de una zaga de seis novelas, así que tiene chamba para más de una década. Ya en plan confianzudo contó cómo escribe, cómo combina el oficio de tramar historias con el arte de cocinar. Quedan, pues, la promesa de un banquete…

sábado, 6 de noviembre de 2010

El ombligo de México II

Luego de la conquista del Imperio Azteca, la refundación de la Ciudad de México por los españoles ocurrió en el corazón de México Tenochtitlán, prácticamente sobre la misma traza urbana, respetando los canales como la base de las primeras calles. Trescientos años después, consumada la Independencia, se establece el Distrito Federal como sede de la capital del país naciente. El ordenamiento original señala que el DF lo conformaría una circunferencia de dos leguas de radio, marcada a partir del punto central de la Plaza de la Constitución. Entonces, efectivamente, el centro de la ciudad, el centro histórico, era también el centro geométrico del Distrito Federal, capital de México. A finales del siglo XIX, la forma del DF, parecida a un corazón humano, era ya semejante a la actual, de tal suerte que la mancha urbana quedó al norte de la entidad. El eje norte-sur del DF mide casi 60 kilómetros; el eje este-oeste mide alrededor de 43 kilómetros. El centro de la ciudad se localiza a 17.5 kilómetros del vértice extremo norte, donde el eje este-oeste es más angosto. En cuanto a la mancha urbana, el centro histórico en un principio no era el centro geométrico de toda la Ciudad de México, considerando la Zona Metropolitana del Valle de México (ZMVV). Sin embargo, de unos veinte años para acá, el centro histórico volvió a tomar una posición céntrica. Conforme siga expandiéndose la ZMVV, sobre todo en el territorio del Estado de México, la centralidad geométrica del centro histórico se irá perdiendo, para desplazarse progresivamente hacia el sur y hacia el poniente de la mancha urbana.

Así pues, el centro histórico de la Ciudad de México desde hace mucho tiempo dejó de ser el centro geométrico del Distrito Federal. No es el centro geométrico de la Ciudad de México, es decir, del área urbana contenida dentro del DF. Sí es el centro geométrico de la ZMCM, por lo pronto y quizá sólo durante unos pocos años más. Y, claro, el centro histórico de la Ciudad de México está muy lejos de ser el centro geométrico del país.

Sin embargo, más allá de las formas, las distancias y la geometría, el Centro Histórico de la Ciudad de México sigue siendo el centro simbólico de nuestra nacionalidad, el ombligo de del país. Símbolos concretos: el Palacio Nacional, centro simbólico del poder político. La bandera nacional que se iza en el asta bandera del zócalo… Recordemos el error simbólico que cometieron los jóvenes que en 1968 izaron una bandera rojinegra ahí. El Palacio de Bellas artes, centro de la cultura y las artes. La catedral, por supuesto… centro religioso, según datos censales de más del 90% de la población de todo el país. El Templo Mayor…, vestigio de los que “fuimos antes de que nos conquistaran”. Correos Nacionales, centro simbólico de la comunicación con “el interior”. Toda marcha que se respete tiene que llegan al zócalo, y, ni decirlo, abarrotarlo. Y hablando de Palacios, el de Hierro y el Puerto de Liverpool, símbolos de la inscripción de los mexicanos en el consumismo… Y hablando de consumo: como apuntó Monsiváis, ir al Centro, en pos de lo pirata, es el camino seguro para derrotar la exclusividad. En fin…

Más que una realidad espacial concreta, el centro histórico de la ciudad de México es una abstraccióncen el imaginario de los mexicanos -de ahí las minúsculas. Con todo, tiene ciertamente un corazón, el zócalo de la capital de la República Mexicana; sin embargo, de ahí en adelante es una plétora de simbolismos, y, en esa misma medida, una ambigüedad integrada por un abanico de elementos, algunos específicos y otros no tanto, pero por supuesto no necesariamente los mismos para todos: ni siquiera un domingo en la Alameda cabe en Un domingo en la Alameda de Rivera. El centro, escenario de traslapes generacionales y de origen, de horizontalidad de clase -todos somos peatones indefensos a la hora de cruzar la esquina de Juárez y Eje Central-, de versiones vivas, inciertas e incluso encontradas de la misma historia, la nuestra, la nacional.

El zócalo mismo es un ejemplo: ¿cuántos de quienes lo transitan saben que su nombre se debe a un proyecto fallido? Hoy, la RAE consigna cinco significados para el vocablo “zócalo”; los cuatro primeros no se relacionan directamente con la historia del nuestro ... y sólo la quinta acepción, “plaza principal de una ciudad”, se origina y emplea en México. En 1843, Santa Anna convocó a un concurso para edificar un monumento a la Independencia; aunque el certamen lo ganó el arquitecto francés Enrique Griffon, Santa Anna le otorga la obra a Lorenzo de La Hidalga: el proyecto, una columna más alta que las torres de catedral coronada por una figura alada. El 16 de septiembre de 1843 se realiza una ceremonia para colocar la primera piedra. Se construiría solamente la base y el zócalo que serviría de sustento a la columna. Abandonada la obra, tal zócalo fue el que determinó su actual nombre.