sábado, 14 de enero de 2012

Tenemos libros de historia…

Como Gloria Trevi, Fabrizio nació en 1968. Que los dos sigan vivos contribuye para que de entonces para estas fechas los seres humanos nos hayamos duplicado: de 3.5 a 7 mil millones. Entonces, cuando Apple lanza a la venta el álbum blanco de los Beatles, la computadora personal ni siquiera se había inventado; en 2011, se estima que hay cerca de 1.3 mil millones de tales artefactos, como las Mac de Apple, la de Steve Jobs, compañía que hoy se erige como la más apreciada del mundo. El año de la Primavera de Praga y del Mayo de París, Martin Luther King fue asesinado y el cosmonauta soviético Yuri Gagarin, el primer hombre en viajar al espacio exterior, se mató al perder el control de su MiG-15; ninguno de ellos alcanzó a ver la llegada del hombre a la Luna. En 2001: A Space Odyssey, hace 43 años, Stanly Kubryck y Arthur C. Clarke proyectaron el futuro, uno que hoy ya quedó atrás. En 1968, mientras soldados norteamericanos masacraban a cientos de civiles en My Lai, Vietnam, Rocío Dúrcal cantaba Amor en el aire, y Silvia Pinal se dio tiempo para debutar en televisión en la telenovela histórica Los caudillos, estelarizar la cinta La insaciable y dar a luz a una niña, Alejandra, quien en 2011 logra un disco de platino con el álbum que grabó en vivo con Moderatto. En 1968, se estrenó El planeta de los simios, Gustavo Díaz Ordaz era presidente de México y el 2 de octubre su gobierno masacró a cientos de civiles en la Plaza de las Tres Culturas.

En mayo de 2011, comenzó a circular Disparos en la oscuridad, de Fabrizio Mejía Madrid. Con todo y que en la portada se ve a un señor bastante feo tirando bala, no, no se trata de un libro más sobre el 68. En su más reciente obra, Mejía Madrid más bien se esmera para contar la vida de Gustavo Díaz Ordaz, a quien toma por asalto narrativo justo dos años antes de que, a los 68 años, muriera. La novela inicia en Madrid, el 21 de julio de 1977, día en que el expresidente botó la chamba de embajador de México en España, y termina el 15 de septiembre de ese mismo año, en Acapulco; lo que ocurre durante esos cincuenta y tantos días queda en un segundo plano: la médula de la historia está en los recuerdos del político sexagenario. Desde el mirador privilegiado de la soledad y la proximidad declarada de la muerte, Gustavo Díaz Ordaz repasa su vida. ¿Una novela histórica? Él, Fabrizio, dice que sí: a pregunta concreta, tweet mediante, responde: “sí, claro, ocho años de recopilar datos no fueron en balde”. Resulta pues que Mejía Madrid, al igual que el pionero de la novela histórica en México, el yucateco Justo Sierra O’Reilly (1814-1861), defiende el carácter histórico de su novela aduciendo en primer lugar el trabajo de investigación testimonial que la sustenta. ¡Oh, vosotros que con tanta ligereza condenáis trabajos ajenos, venid a ver lo que cuesta muchas veces la simple verificación de una fecha!, se quejaba don Justo hace más de siglo y medio, en una de las páginas de su novela histórica mejor lograda, La hija del judío (1848-49). Por su parte, para escribir Disparos en la oscuridad, Fabrizio también debió de documentarse bastante bien, confrontar versiones y allegarse de testimonios no asequibles para la mayoría de nosotros, al punto que a muchos viene a sorprendernos…; por ejemplo, resulta que Díaz Ordaz no era poblano, sino oaxaqueño…, lo cual quizá no pase de ser un dato curioso, en dado caso mucho menos trascendente que la revelación de que todo el movimiento estudiantil del 68 tuvo por origen una acción del propio gobierno represor… Pero, por muy “histórica” que sea, ¿puede ser verdad lo que cuenta una novela?

Dicho en corto, para Platón, todos los poetas, comenzando por Homero, son una bola de mentirosos. David Hume, en su Tratado sobre la naturaleza humana (1739-1740), se refiere a los literatos como liars by profession, y peor, el filósofo escocés considera que, pese a que su profesión es mentir, los poetas “siempre se esfuerzan en dar un aire de verdad a sus ficciones”. Otro angloparlante, Óscar Wilde, descararía más la postura: “La mentira, es decir, el relato de las bellas cosas falsas, constituye el fin mismo del arte”. Claro que tampoco faltan los que abogan a favor de la posición extrema contraria: Kafka, por trepar al cuadrilátero a un peso completo, sostenía que “la literatura es siempre una expedición a la verdad”. Más tajante, el galeno Anton Chéjov escribió: “El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir”. Y, claro, también están las respuestas ambiguas: Juan Carlos Onetti dijo que “la literatura es mentir bien la verdad”, y Pablo Picasso que “el arte es la mentira que nos hace comprender la verdad”. Carlos Fuentes defiende la misma idea: “la novela es la verdad, salvada por la mentira”. Hasta aquí, podríamos resumir la controversia en tres proposiciones excluyentes entre sí: 1) la literatura necesariamente miente, 2) la literatura necesariamente dice la verdad, y 3) la literatura expresa mentiras que se transmutan en verdad. ¿Queda alguna otra posición libre en el tablero? Ciertamente… Durante una de las presentaciones de La esquina en los ojos, el último libro que alcanzó a publicar, Rafael Ramírez Heredia le respondió a una periodista que quería saber si lo que se contaba en su novela era verdad: “La literatura nunca es verdad y nunca es mentira”. Quiero entender que tras la afirmación de Rafa no se encuentra una visión relativista del problema —como la del Nobel Harold Pinter: “No hay grandes diferencias entre realidad y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente cierta o falsa; puede ser al mismo tiempo verdadera o mentira”–, sino la expresión sencilla de un hecho: la categoría de verdad, tal como se entiende en la historiografía, no sirve para entender aquello que la literatura expresa. O dicho de otra forma: la verdad no se manifiesta de igual manera en la literatura que en la historiografía. Frank Ankersmit, profesor de historia de las ideas y de teoría de la historia en la Universidad de Groningen, lo explica en los siguientes términos: “cuando hablamos de discursos literarios e historiográficos nos referimos, de hecho, a diferentes tipos de verdades”. Por ello, “no hay que preguntarse cómo es que la historia y la literatura difieren entre sí desde la perspectiva de una cierta noción de verdad que se da a priori, sino más bien cómo es que la verdad se manifiesta en la historia y en la literatura”.


¿Es verdad que el expresidente Gustavo Díaz Ordaz y el Negro Durazo se pasaron una tarde de 1977 echando tragos y ufanándose a la limón de algunas de sus fechorías, como se cuenta en Disparos en la oscuridad? Desconozco si así ocurrió efectivamente en el mundo de lo concreto, pero si no sucedió realmente, ¿corresponde afirmar que la novela miente? Pienso que no, como tampoco tendría sentido preguntarse si realmente el fantasma de Rubén Jaramillo se le aparecía a Díaz Ordaz, o, peor incluso, tachar de mentiroso a Mejía Madrid si no cuenta con un prueba testimonial que fundamente que el exmandatario se sentía perseguido por el espíritu del líder morelense asesinado en 1962. ¿Entonces, cualquier ocurrencia puede pasar en una novela como verdad literaria? Por supuesto que no; Mario Vargas Llosa explica: “decir la verdad para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión, y mentir, ser incapaz de lograr esa superchería”, de tal suerte, pues, que “toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente”.


Disparos en la oscuridad tiene la fuerza literaria para adentrar al lector en el México del priísmo monolítico. La vida de Díaz Ordaz, presidente de México de 1964 a 1970, cruza por los actuares de personajes como Alfonso Corona del Rosal, Adolfo López Mateos, Maximino Ávila Camacho, Fidel Velázquez, Fernando Gutiérrez Barrios, Luis Echeverría…, una galería de políticos sin los cuales resultaría imposible entender el siglo XX mexicano. Seguramente la novela de Mejía Madrid tendrá muchos lectores que encuentren en ella una denuncia, un juicio histórico, incluso una suerte de venganza…, ciertamente el libro permite lecturas así, pero también no faltará quien, conforme avance en su lectura, vaya atisbando en el en aquellos años presencias que siguen aquí hoy mismo: Disparos en la oscuridad evidencia que el pasado está presente. Junto con otros muchos, circula entre twitteros y facebookeros un anuncio de librerías Gandhi, seguramente apócrifo, que reza: “¿Vas a votar por el PRI en el 2012? Tenemos libros de historia”. Pues agreguen “y Disparos en la oscuridad de Fabrizio Mejía Madrid”.

domingo, 8 de enero de 2012

Reglas mínimas para presentar un libro*

Y aunque el tono a emplear suene casi doctoral, juzgo necesario dar amplia y justa difusión a un pequeño compendio de reglas mínimas de etiqueta a seguir a la hora de enfrentarse al duro trance de presentar un libro.

1. En primer lugar, si a usted un autor lo invita a que le presente su más reciente libro, no sea haga: su deber es hablar no bien, sino puras chuladas de la citada obra, cuestión definitivamente obligada si el más reciente libro en cuestión es el primero de su cuate. Por favor haga de tripas corazón y no caiga en la tentación de plantarse en el papel del crítico de espíritu honesto, para salir con elegancias tales como arrancar su intervención diciendo que, afortunadamente, “el libro que hoy presentamos es biodegradable”.

2. Sé que es difícil pedirlo a un mortal, pero cuando le toque presentar un libro, por lo que más quiera, no utilice el acto como el mero pretexto para reescribir el libro en cuestión. En claro: más de cuatro cuartillas ya son groseras, ya implican que usted como presentador ha olvidado lo más importante de un acto de tales vuelos, esto es, el brindis de honor, o sea, los bocadillos, el parloteo, las copas de vino blanco...

3. Si bien es cierto que un buen presentador debe alabar a la obra y al autor (cfr. punto 1), tenga cuidado y mídase: evite, por ejemplo, comparar la belleza de los subtítulos del ensayo que está usted presentando con un poema de San Juan de la Cruz; no se refiera al escritor -que además suele acudir a las presentaciones de sus propios libros- como el Miguel de Cervantes que el fraccionamiento Ojocaliente estaba esperando, no tilde ni a su peor amigo o amiga de poeta o poetiza del pueblo, jamás declare –porque se va a equivocar- que el libro que están presentando será un bestseller. Sea mesurado y humildemente limítese a usar fórmulas tales como: “Fulanito es, sin duda alguna, el mejor escritor de cuentos en verso involuntario que ha producido en lo que va del siglo la Secundaria Técnica #123”. O mejor: “Es evidente en su obra que Sutanita Tal de la Cual estudió letras hispanas, dado que así se consigna en las solapas del libro”.

4. No le robe los poquitos lectores que en un descuido podría tener el libro que está usted presentando, resumiéndolo certeramente y tan a detalle que torne decididamente idiota leer la obra para quien lo escuche a usted. Más bien al contrario: cubra con un halo de misterio al libro recién nacido, refiérase, por ejemplo, a “la extraña sensación de ostracismo mediático borgiano que producen las páginas pares del volumen”, o a “las crípticas referencias que en él se pueden encontrar en torno a los últimos sucesos que mantienen con el alma en un hilo a todo el país”.

5. Muy importante: si es usted un presentador de libros consuetudinario y ya ha logrado el texto perfecto, universal, que permite presentar cualquier libro, recuerde al menos cómo se llama la obra y sustituya el título. Es muy feo, pongamos por caso, decir que el libro de poemas que su alumno le pidió presentar ante la sociedad es “una pieza indispensable en la geografía de la literatura científica de la comunidad”.

6. No utilice la presentación del libro para hablar de lo que a usted le dé la gana. Por ejemplo, se han dado casos: un docto presentador comienza -me refiero a las dos primeras líneas de su texto- hablando de la novela Los panuchos de guacamole de mi abuela, para a partir de ahí entrar en un sesuda disertación en torno a porque el candidato de PRI es el bueno.

7. Finalmente, jamás presente un libro con el puro propósito de demostrar públicamente que, desde su perspectiva, usted es más capaz, creativo e inteligente que el autor y que, por ello mismo, usted hubiera podido escribir mil veces mejor la obra que está presentando.


*originalmente publicado en Crisol, abril 1999.