lunes, 17 de diciembre de 2012

Un hombre sin suerte


Texto ganador del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2012:

Un hombre sin suerte, de Samanta Schweblinhttp://eblogtxt.wordpress.com/2012/12/14/el-juan-rulfo-para-samanta-schewblin/


Muy disfrutable.

martes, 11 de diciembre de 2012

Némesis a-rasa


Si jamás lo has leído bien podrías iniciar por el final. Philip Milton Roth (Newark, New Jersey; 1933) comenzó hace más de medio siglo con una despedida  —la antología de cuentos Goodbye, Columbus (1959)—, y hace un par de años publicó su más reciente novela, Némesis, la cual, si nos atenemos a lo que él mismo anunció, será la última: To tell you the truth, I’m done, se lamentó en una entrevista a la revista francesa Les Inrockuptibles. Si se mantiene en lo dicho, la trayectoria de Roth quedará testimoniada en 27 libros, muchos de ellos de enorme éxito dentro y fuera de Estados Unidos. El hombre, casi octogenario, ha consagrado buena parte de su vida al género mayor de la narrativa moderna: I have dedicated my life to the novel: I studied, I taught, I wrote and I read. With exclusion of almost everything elese. Enough is enough!

Quizá por ser la del adiós, Philip Roth le plantó un título un tanto petulante a su última novela: Némesis… Mucho rótulo, aunque no ha sido ni el primero ni el único en emplearlo.

Beatrice Cenci
No hace mucho me enteré de que Alfred Nobel (1833-1896), el inventor de la dinamita, poco antes de fallecer escribió una obra de teatro que tituló así, Némesis. Se trata de un drama en cuatro actos, a lo largo de los cuales el químico sueco recrea la truculenta historia de la noble romana Beatrice Cenci, quien a finales del siglo XVI protagonizó junto con su familia una tragedia que terminaría con su propia decapitación, pena a la que el papa Clemente VIII la sentenció luego de hallarla culpable de parricidio. Poco después de la muerte de Alfred Nobel, su pieza teatral fue editada en París; sin embargo, la comisión clerical que revisó los escritos del inventor decidió echar a la hoguera todo el tiro de aquella publicación: según los prelados, el texto adolecía de un fuerte contenido sexual, estaba lleno de críticas a la autoridad pontificia y en suma resultaba francamente sacrílego. Afortunadamente alguien salvó del fuego un ejemplar, el cual permitió que, más de un siglo después de haber sido escrita, el 10 de diciembre de 2005 Némesis fuera estrenada en Estocolmo… Eso sí, nadie sabe para quién trabaja: Nathan Söderblom, el religioso que presidió aquella comisión de censores, fue galardonado en 1903 con el Premio Nobel de la Paz.

Alfred Nobel no fue el primero que echó mano de la desgracia de Beatrice Cenci para hacer literatura —por ejemplo, Shelley había ya publicado en 1820 The Cenci, una tragedia en cinco actos; Stendhal incluyó “Los Cenci” en sus Crónicas italianas (1837-1839), y Francesco Domenico Guerrazzi compuso (1854) una novela histórica sobre el asunto—.


Por supuesto, el vocablo
Némesis no solamente ha sido empleado como título por Nobel y Roth —quien por cierto es considerado candidato al Nobel de Literatura desde hace varios años—: así se llaman la entrega final de la saga Miss Marple que escribió la británica Agatha Cristie, uno de los últimos libros de la historia futura de Isaac Asimov, y la primera novela del escocés Bill Napier, de 1971, 1989 y 1998, respectivamente; ya en el siglo que corre, el noruego Jo Nesbo publicó en 2002 la cuarta novela negra protagonizada por su detective Hearry Hole, Sorgenfri, traducida al inglés como Némesis, y la guapa Monique D. Mensah hace apenas unos meses dio a conocer en formato e-book una novela homónima… No es casual que de una u otra manera cierta noción de justicia aparezca en el meollo de todas las obras anteriores. Y es que, en tanto figura literaria, Némesis es la justicia poética, la fuerza o conjunto de fuerzas compensatorias; muy próximo a la idea de venganza, se trata de un poderoso concepto que debemos a la Antigüedad clásica.

No sería justo culpar al pensamiento griego de habernos heredado la idea de pecado. Dicha concepción, tal y como hoy la padecemos en Occidente, es de facturación judeo-cristiana. Tal vez lo más cercano al pecado en la cosmovisión griega sea la idea de hybris, esto es, la soberbia desmesura, la falta de control que conduce a desestimar lo que a uno le toca en el mundo (moira), el exceso de confianza en sí mismo que necesariamente empuja a la debacle: el arrogante, quien se pasa de lanza, el abusador y quien pretende proyectarse más allá de su propio espacio y del potencial que por esencia le corresponde… Justo entonces aparece Némesis, la encarnación divina de la justicia retributiva. Las Moiras reparten, algunos humanos cometen hybirs… Némesis arrasa para a-rasar de nuevo todo.

En la novela de ciencia ficción de Asimov, Némesis es una estrella enana roja que se aproxima al sistema solar y desestabilizará el orden gravitacional al punto que provocará una hecatombe en la Tierra; más mundana, en la novela de misterio de Agatha Cristie, la anciana Miss Marple resolverá un intrincado crimen para personificar así a la implacable diosa justiciera que dará al criminal su merecido… Némesis hace acto de presencia para distribuir penas en razón a las culpas. Pero en la novela final de Philip Roth las cosas no son tan claras…

La Némesis de Roth está ambientada en la comunidad judía de Newark, New Jersey; los hechos ocurren durante el verano de 1941, es decir, en plena II Guerra Mundial. El protagonista, Eugene Bucky Cantor, un joven de 23 años de edad que no fue enlistado en el ejército norteamericano dadas sus limitaciones físicas, se ve obligado a decidir constantemente, conforme una epidemia de polio azota su comunidad. Maestro de educación física en una escuela pública, Bucky Cantor presencia impotente cómo la epidemia va cobrando víctimas entre sus pupilos. El calor y la muerte arrasan parejo… ¿El entonces invisible poliovirus es el agente de Némesis en la novela de Philip Roth? A botepronto, quizá sea ésa la respuesta generalizada…, yo lo dudo, porque en la historia de Bucky Cantor, como en toda la narrativa de Roth, la tradición judía tiene un peso sustancial, de tal suerte que la culpa es un agente  determinante. Indiscutible que el arma infalible de Némesis siempre ha sido y será la muerte, la gran igualadora, no obstante me parece que Roth no tramó su última novela para subrayar tal obviedad. Descúbrelo tú: Némesis de Philip Roth, Mondadori, 2012.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

La cultura que se extingue


La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012), un pequeño libro en el cual Mario Vargas Llosa (1936) desarrolla una serie de reflexiones en torno a la situación cultural que se vive en Occidente en la actualidad. La edición consta de ocho menudos ensayos, entre los cuales intercala una decena de artículos publicados durante los últimos años en las páginas del diario español El país. La tesis central del alegato del Nobel peruano es que hoy por hoy la idea hegemónica de cultura ya no se refiere a las creaciones espirituales y artísticas más desarrolladas de una civilización, sino que más bien con todo, con cualquier cosa y por ello mismo con nada en concreto. El concepto de cultura se atascó de contenidos y terminó rebosando todo para quedar vacío. Ciertamente, el concepto amplio de cultura propuesto por las ciencias sociales se ha vuelto hegemónico, de tal suerte que en nuestros días un concierto de la Orquesta Filarmónica de la UNAM en la Sala Nezahualcóyotl es una expresión cultural tan válida como el tribalero Chip Torres cantando Tú me pixeleas en youtube. Además, el ideal de la igualdad llevado al extremo ha impuesto el rasero de la mediocridad: “La ingenua idea ingenua de que, a través de la educación, se puede transmitir la cultura a la totalidad de la sociedad, está destruyendo la ‘alta cultura’, pues la única manera de conseguir esa democratización universal de la cultura es empobreciéndola, volviéndola cada día más superficial”.

Los ensayos de Vargas Llosa, sobre todo los dos primeros, abrevan de los planteamientos de los galos Guy Debord (La Société du Spectacle) y Frédéric Martel (Cultura Mainstream). Al igual que Giovanni Sartori (Homo videns), el autor de La casa verde y La fiesta del chivo acusa un horizonte cultural en el cual la imagen impera:  “… la cultura será víctima —ya lo está siendo— de lo que Steiner llama ‘la retirada de la palabra’”. Y si bien se refiere a asuntos tan variados como el resurgimiento del fervor religioso, la sexualidad y el erotismo, la literatura light, la pérdida de centros de autoridad, el futuro incierto de la lectura, en fin, la mirada del novelista arequipeño se detiene en el arte, un ámbito que según documenta se ha plagado de charlatanes y en el cual las cosas no pintan nada bien desde hace un buen rato —“yo advertí que algo andaba podrido en el mundo del arte hace exactamente treinta y siete años”, escribe en 1997—. En última instancia, Vargas Llosa afirma que la inmediatez y la fugacidad son las características inherentes de lo que hoy por hoy se avala como arte: la inmediatez conlleva el imperio de la ocurrencia, de la falta de oficio, de la banalidad, en tanto que la fugacidad descarta cualquier aspiración de trascendencia: “la diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de aquélla pretendían trascender el tiempo presente […], en tanto que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer…”

Si bien no se trata de un profundo estudio ni se arropa de rigor metodológico, La civilización del espectáculo puede ser para muchos lectores una amena y pertinente invitación a meditar qué tanto han sido engañados por los embelecos contemporáneos.

sábado, 6 de octubre de 2012

Nación y autoexilio

Facebook, según su propietario, acaba de alcanzar 1 mil millones de cuentas (el mundo está habitado por 7 mil millones de seres humanos). Para celebrarlo-presumirlo, mandó hacer un video, que dirige el mexicano González Iñarritu (el de Amores Perros). El concepto de la silla es lo de menos, destaco en cambio la definición de nación que aventura:


 Saludos, de un autoexiliado de Facebook. 

lunes, 27 de agosto de 2012

Un manzanario para la 20

lunes, 5 de marzo de 2012

¿Qué es una nación?


Ni siquiera había escuchado mentar su nombre, jamás me había topado con una mención sobre su obra... Ernest Renan, un francés decimonónico (1823-1892). Este hombre tuvo el tino de preguntarse ¿qué es una nación? y en 1882 compartió su respuesta en una conferencia que dictó en la Sorbona. Se trata de un texto lúcido y en muchos sentidos adelantado a su tiempo, incluso premonitorio. Las ideas de Renan me ayudan a fundamentar mi optimismo respecto a la posibilidad de que dos seres humanos puedan compartir desearse, la vida y soportarse mutamente, en cambio, me provocan harto pesimismo en torno a la viabilidad de lo que nos queda de país. A ver...

La estrategia argumentativa del galo se traza fácil: primero se pregunta, luego responde lo que no, y finalmente descubre lo que sí. ¿Qué es una nación?, la interrogante. Ahora las respuestas negativas:
  • ¿Un principio dinástico? Renan opina que no. “… una nación puede existir sin un principio dinástico, e incluso que las naciones que se formaron a partir de dinastías pueden separarse de éstas sin por ello dejar de existir”.
  • ¿La raza? Renan opina que no. “¿En qué criterio debería basarse este derecho nacional? De qué hecho tangible podemos derivarlo? Unos cuantos aseveran, convencidos, que deriva de la raza […] Así se crea un derecho primordial análogo al derecho divino de los reyes; un principio etnográfico es sustituido por uno nacional. Se trata de un gran error que, de volverse dominante, destruiría la civilización europea”, escribe varios años antes del surgimiento del nazismo. Argumenta: “en las tribus y ciudades de la antigüedad, el hecho de la raza era, concederé, verdaderamente importante […] En Esparta y Atenas todos los ciudadanos tenían mayor o menor grado de parentesco […] Si ahora pasamos […] al Imperio Romano, vemos que la situación es completamente diferente. Establecida, en principio, a través de la violencia, pero preservada mediante el interés común, esta gran aglomeración de ciudades y provincias, totalmente diferentes unas de otras, asestaron un golpe mortal a la nación de raza. El cristianismo […] trabajó de modo aún más efectivo en la misma dirección; formó una alianza íntima con el Imperio Romano y […] el argumento etnográfico fue excluido del gobierno de los asuntos humanos durante siglos”. ”Pese a las apariencias, las invasiones bárbaras fueron un paso más allá en la misma dirección. El modo en el que los reinos bárbaros se abrieron camino no tuvo nada de etnográfico”.
  • ¿El lenguaje? Renan opina que no. “La lengua invita al pueblo a unirse, pero no lo obliga a hacerlo […] Hay algo en el hombre que es superior a la lengua: la voluntad”.Y de nuevo, ejemplifica.
  • ¿La religión? Renan opina que no. “Tampoco la religión puede proporcionar una base adecuada para la constitución de una nacionalidad moderna”.
  • ¿Intereses compartidos? Renan opina que no. “Una comunidad de intereses es sin duda un lazo poderoso entre los hombres. Pero, ¿los intereses alcanzan para constituir una nació? No lo creo”
  • ¿El factor geográfico? Renan opina que no.
En resumen: “El hombre lo es todo en la formación de esta cosa sagrada que se denomina pueblo. Nada puramente material basta para constituirlo. Una nación es un principio espiritual, el resultado de las profundas complicaciones de la historia; es una familia espiritual […] qué cosas no son adecuadas para la creación de ese principio espiritual, a saber, la raza, la lengua, el interés material, las afinidades religiosas, la geografía y la necesidad militar”

Entonces, ¿qué es una nación? He aquí su respuesta: “Una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas, que en verdad no son más que una, constituyen esta alma o principio espiritual. Uno yace en el pasado, el otro en el presente. Uno es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; el otro es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, el deseo de perpetuar el valor de la herencia que hemos recibido en forma indivisa”. Y sí. Y también, quiero creer, aplica para una comunidad social más reducida..., digamos de dos personas.

Pero regresando a lo social, hoy, con todo y veda, aqui en México, convendría meditarlo: “Una nación es por lo tanto una solidaridad a gran escala [...] Presupone un pasado; sin embargo, se resume en el presente mediante un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar una vida en común. La existencia de una nación es […] un plebiscito diario”.

Algunos textos de Erenest Renan en línea.

sábado, 14 de enero de 2012

Tenemos libros de historia…

Como Gloria Trevi, Fabrizio nació en 1968. Que los dos sigan vivos contribuye para que de entonces para estas fechas los seres humanos nos hayamos duplicado: de 3.5 a 7 mil millones. Entonces, cuando Apple lanza a la venta el álbum blanco de los Beatles, la computadora personal ni siquiera se había inventado; en 2011, se estima que hay cerca de 1.3 mil millones de tales artefactos, como las Mac de Apple, la de Steve Jobs, compañía que hoy se erige como la más apreciada del mundo. El año de la Primavera de Praga y del Mayo de París, Martin Luther King fue asesinado y el cosmonauta soviético Yuri Gagarin, el primer hombre en viajar al espacio exterior, se mató al perder el control de su MiG-15; ninguno de ellos alcanzó a ver la llegada del hombre a la Luna. En 2001: A Space Odyssey, hace 43 años, Stanly Kubryck y Arthur C. Clarke proyectaron el futuro, uno que hoy ya quedó atrás. En 1968, mientras soldados norteamericanos masacraban a cientos de civiles en My Lai, Vietnam, Rocío Dúrcal cantaba Amor en el aire, y Silvia Pinal se dio tiempo para debutar en televisión en la telenovela histórica Los caudillos, estelarizar la cinta La insaciable y dar a luz a una niña, Alejandra, quien en 2011 logra un disco de platino con el álbum que grabó en vivo con Moderatto. En 1968, se estrenó El planeta de los simios, Gustavo Díaz Ordaz era presidente de México y el 2 de octubre su gobierno masacró a cientos de civiles en la Plaza de las Tres Culturas.

En mayo de 2011, comenzó a circular Disparos en la oscuridad, de Fabrizio Mejía Madrid. Con todo y que en la portada se ve a un señor bastante feo tirando bala, no, no se trata de un libro más sobre el 68. En su más reciente obra, Mejía Madrid más bien se esmera para contar la vida de Gustavo Díaz Ordaz, a quien toma por asalto narrativo justo dos años antes de que, a los 68 años, muriera. La novela inicia en Madrid, el 21 de julio de 1977, día en que el expresidente botó la chamba de embajador de México en España, y termina el 15 de septiembre de ese mismo año, en Acapulco; lo que ocurre durante esos cincuenta y tantos días queda en un segundo plano: la médula de la historia está en los recuerdos del político sexagenario. Desde el mirador privilegiado de la soledad y la proximidad declarada de la muerte, Gustavo Díaz Ordaz repasa su vida. ¿Una novela histórica? Él, Fabrizio, dice que sí: a pregunta concreta, tweet mediante, responde: “sí, claro, ocho años de recopilar datos no fueron en balde”. Resulta pues que Mejía Madrid, al igual que el pionero de la novela histórica en México, el yucateco Justo Sierra O’Reilly (1814-1861), defiende el carácter histórico de su novela aduciendo en primer lugar el trabajo de investigación testimonial que la sustenta. ¡Oh, vosotros que con tanta ligereza condenáis trabajos ajenos, venid a ver lo que cuesta muchas veces la simple verificación de una fecha!, se quejaba don Justo hace más de siglo y medio, en una de las páginas de su novela histórica mejor lograda, La hija del judío (1848-49). Por su parte, para escribir Disparos en la oscuridad, Fabrizio también debió de documentarse bastante bien, confrontar versiones y allegarse de testimonios no asequibles para la mayoría de nosotros, al punto que a muchos viene a sorprendernos…; por ejemplo, resulta que Díaz Ordaz no era poblano, sino oaxaqueño…, lo cual quizá no pase de ser un dato curioso, en dado caso mucho menos trascendente que la revelación de que todo el movimiento estudiantil del 68 tuvo por origen una acción del propio gobierno represor… Pero, por muy “histórica” que sea, ¿puede ser verdad lo que cuenta una novela?

Dicho en corto, para Platón, todos los poetas, comenzando por Homero, son una bola de mentirosos. David Hume, en su Tratado sobre la naturaleza humana (1739-1740), se refiere a los literatos como liars by profession, y peor, el filósofo escocés considera que, pese a que su profesión es mentir, los poetas “siempre se esfuerzan en dar un aire de verdad a sus ficciones”. Otro angloparlante, Óscar Wilde, descararía más la postura: “La mentira, es decir, el relato de las bellas cosas falsas, constituye el fin mismo del arte”. Claro que tampoco faltan los que abogan a favor de la posición extrema contraria: Kafka, por trepar al cuadrilátero a un peso completo, sostenía que “la literatura es siempre una expedición a la verdad”. Más tajante, el galeno Anton Chéjov escribió: “El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir”. Y, claro, también están las respuestas ambiguas: Juan Carlos Onetti dijo que “la literatura es mentir bien la verdad”, y Pablo Picasso que “el arte es la mentira que nos hace comprender la verdad”. Carlos Fuentes defiende la misma idea: “la novela es la verdad, salvada por la mentira”. Hasta aquí, podríamos resumir la controversia en tres proposiciones excluyentes entre sí: 1) la literatura necesariamente miente, 2) la literatura necesariamente dice la verdad, y 3) la literatura expresa mentiras que se transmutan en verdad. ¿Queda alguna otra posición libre en el tablero? Ciertamente… Durante una de las presentaciones de La esquina en los ojos, el último libro que alcanzó a publicar, Rafael Ramírez Heredia le respondió a una periodista que quería saber si lo que se contaba en su novela era verdad: “La literatura nunca es verdad y nunca es mentira”. Quiero entender que tras la afirmación de Rafa no se encuentra una visión relativista del problema —como la del Nobel Harold Pinter: “No hay grandes diferencias entre realidad y ficción, ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente cierta o falsa; puede ser al mismo tiempo verdadera o mentira”–, sino la expresión sencilla de un hecho: la categoría de verdad, tal como se entiende en la historiografía, no sirve para entender aquello que la literatura expresa. O dicho de otra forma: la verdad no se manifiesta de igual manera en la literatura que en la historiografía. Frank Ankersmit, profesor de historia de las ideas y de teoría de la historia en la Universidad de Groningen, lo explica en los siguientes términos: “cuando hablamos de discursos literarios e historiográficos nos referimos, de hecho, a diferentes tipos de verdades”. Por ello, “no hay que preguntarse cómo es que la historia y la literatura difieren entre sí desde la perspectiva de una cierta noción de verdad que se da a priori, sino más bien cómo es que la verdad se manifiesta en la historia y en la literatura”.


¿Es verdad que el expresidente Gustavo Díaz Ordaz y el Negro Durazo se pasaron una tarde de 1977 echando tragos y ufanándose a la limón de algunas de sus fechorías, como se cuenta en Disparos en la oscuridad? Desconozco si así ocurrió efectivamente en el mundo de lo concreto, pero si no sucedió realmente, ¿corresponde afirmar que la novela miente? Pienso que no, como tampoco tendría sentido preguntarse si realmente el fantasma de Rubén Jaramillo se le aparecía a Díaz Ordaz, o, peor incluso, tachar de mentiroso a Mejía Madrid si no cuenta con un prueba testimonial que fundamente que el exmandatario se sentía perseguido por el espíritu del líder morelense asesinado en 1962. ¿Entonces, cualquier ocurrencia puede pasar en una novela como verdad literaria? Por supuesto que no; Mario Vargas Llosa explica: “decir la verdad para una novela significa hacer vivir al lector una ilusión, y mentir, ser incapaz de lograr esa superchería”, de tal suerte, pues, que “toda buena novela dice la verdad y toda mala novela miente”.


Disparos en la oscuridad tiene la fuerza literaria para adentrar al lector en el México del priísmo monolítico. La vida de Díaz Ordaz, presidente de México de 1964 a 1970, cruza por los actuares de personajes como Alfonso Corona del Rosal, Adolfo López Mateos, Maximino Ávila Camacho, Fidel Velázquez, Fernando Gutiérrez Barrios, Luis Echeverría…, una galería de políticos sin los cuales resultaría imposible entender el siglo XX mexicano. Seguramente la novela de Mejía Madrid tendrá muchos lectores que encuentren en ella una denuncia, un juicio histórico, incluso una suerte de venganza…, ciertamente el libro permite lecturas así, pero también no faltará quien, conforme avance en su lectura, vaya atisbando en el en aquellos años presencias que siguen aquí hoy mismo: Disparos en la oscuridad evidencia que el pasado está presente. Junto con otros muchos, circula entre twitteros y facebookeros un anuncio de librerías Gandhi, seguramente apócrifo, que reza: “¿Vas a votar por el PRI en el 2012? Tenemos libros de historia”. Pues agreguen “y Disparos en la oscuridad de Fabrizio Mejía Madrid”.

domingo, 8 de enero de 2012

Reglas mínimas para presentar un libro*

Y aunque el tono a emplear suene casi doctoral, juzgo necesario dar amplia y justa difusión a un pequeño compendio de reglas mínimas de etiqueta a seguir a la hora de enfrentarse al duro trance de presentar un libro.

1. En primer lugar, si a usted un autor lo invita a que le presente su más reciente libro, no sea haga: su deber es hablar no bien, sino puras chuladas de la citada obra, cuestión definitivamente obligada si el más reciente libro en cuestión es el primero de su cuate. Por favor haga de tripas corazón y no caiga en la tentación de plantarse en el papel del crítico de espíritu honesto, para salir con elegancias tales como arrancar su intervención diciendo que, afortunadamente, “el libro que hoy presentamos es biodegradable”.

2. Sé que es difícil pedirlo a un mortal, pero cuando le toque presentar un libro, por lo que más quiera, no utilice el acto como el mero pretexto para reescribir el libro en cuestión. En claro: más de cuatro cuartillas ya son groseras, ya implican que usted como presentador ha olvidado lo más importante de un acto de tales vuelos, esto es, el brindis de honor, o sea, los bocadillos, el parloteo, las copas de vino blanco...

3. Si bien es cierto que un buen presentador debe alabar a la obra y al autor (cfr. punto 1), tenga cuidado y mídase: evite, por ejemplo, comparar la belleza de los subtítulos del ensayo que está usted presentando con un poema de San Juan de la Cruz; no se refiera al escritor -que además suele acudir a las presentaciones de sus propios libros- como el Miguel de Cervantes que el fraccionamiento Ojocaliente estaba esperando, no tilde ni a su peor amigo o amiga de poeta o poetiza del pueblo, jamás declare –porque se va a equivocar- que el libro que están presentando será un bestseller. Sea mesurado y humildemente limítese a usar fórmulas tales como: “Fulanito es, sin duda alguna, el mejor escritor de cuentos en verso involuntario que ha producido en lo que va del siglo la Secundaria Técnica #123”. O mejor: “Es evidente en su obra que Sutanita Tal de la Cual estudió letras hispanas, dado que así se consigna en las solapas del libro”.

4. No le robe los poquitos lectores que en un descuido podría tener el libro que está usted presentando, resumiéndolo certeramente y tan a detalle que torne decididamente idiota leer la obra para quien lo escuche a usted. Más bien al contrario: cubra con un halo de misterio al libro recién nacido, refiérase, por ejemplo, a “la extraña sensación de ostracismo mediático borgiano que producen las páginas pares del volumen”, o a “las crípticas referencias que en él se pueden encontrar en torno a los últimos sucesos que mantienen con el alma en un hilo a todo el país”.

5. Muy importante: si es usted un presentador de libros consuetudinario y ya ha logrado el texto perfecto, universal, que permite presentar cualquier libro, recuerde al menos cómo se llama la obra y sustituya el título. Es muy feo, pongamos por caso, decir que el libro de poemas que su alumno le pidió presentar ante la sociedad es “una pieza indispensable en la geografía de la literatura científica de la comunidad”.

6. No utilice la presentación del libro para hablar de lo que a usted le dé la gana. Por ejemplo, se han dado casos: un docto presentador comienza -me refiero a las dos primeras líneas de su texto- hablando de la novela Los panuchos de guacamole de mi abuela, para a partir de ahí entrar en un sesuda disertación en torno a porque el candidato de PRI es el bueno.

7. Finalmente, jamás presente un libro con el puro propósito de demostrar públicamente que, desde su perspectiva, usted es más capaz, creativo e inteligente que el autor y que, por ello mismo, usted hubiera podido escribir mil veces mejor la obra que está presentando.


*originalmente publicado en Crisol, abril 1999.