miércoles, 22 de enero de 2014

Uno no (sabe qué) es sin lo demás

La conciencia sólo puede existir de una manera,
y es teniendo conciencia de que existe.
Jean Paul Sartre

Hace ya diez años, la edición española de la revista Letras libres publicó una hipótesis fascinante: la conciencia del ser humano –“la autoconciencia o conciencia de ser consciente”– no es algo que se encuentre alojado dentro de nuestros cerebros, al menos no solamente. El planteamiento había sido presentado por su autor, Roger Bartra, en el ciclo de conferencias aparejadas a la exposición internacional Metabolismo y comunicación, celebrada a finales de 2003 en Barcelona, gracias a la organización del grupo Banquete, más que un cenáculo de especialistas, un club de polímatas. Banquete reúne a antropólogos, artistas, arquitectos, biólogos, filósofos, economistas, neurocientíficos y sociólogos, con el fin de reflexionar acerca de los patrones y procesos de transformación que actualmente rigen los flujos de materia, energía e información.

Roger Bartra Murià nació en la Ciudad de México en 1942. Huyendo de la barbarie franquista, sus padres, el poeta Agustí Bartra y la escritora Anne Murià, catalanes ambos, luego de un periplo por Francia, Cuba y República Dominicana, terminaron asentándose en nuestro país. Roger, quien se considera a sí mismo miembro de la generación del 68, se licenció como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y luego se fue a estudiar a Europa, para conseguir un doble doctorado en Sociología, uno por la Universidad de la Sorbona y otro por la Universidad de París III. Roger Bartra es un activo de la UNAM: es profesor emérito del Instituto de Investigaciones Sociales, en donde coordina el Seminario de Estudios Avanzados. En 1996 recibió el Premio Universidad Nacional Investigación en Ciencias Sociales. En 2009, la FIL de Guadalajara le concedió el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural “Fernando Benítez” —justo recordar los años maravillosos de La Jornada Semanal, durante los cuales él dirigió el suplemento—. El año pasado la Academia Mexicana de la Lengua eligió a Bartra Murià como miembro de número (rareza: un científico social que escribe bien). También en 2013, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en la categoría de Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, el reconocimiento más importante que en nuestro país se otorga a la labor intelectual de los académicos, y Roger Bartra se lo ha ganado a pulso. Además de una infinidad de artículos y ponencias, la obra de Bartra comprende más de treinta títulos, en los cuales ha dejado una generosa estela de reflexión sobre diversos asuntos: el México prehispánico, sociología agraria, ciencia política, cultura nacionalista e identidad mexicana —La jaula de la melancolía (1987), de lectura obligada—, el pensamiento salvaje, y, por fin, el gran misterio de la conciencia. Así, en 2006 Bartra publica Antropología del cerebro: la conciencia y los sistemas simbólicos, en el cual desde la perspectiva de la sociología, la antropología y la filosofía se aventura a la caza de la conciencia, explorando tras las pistas que neurólogos, psiquiatras y biólogos han ido dejando a lo largo de los últimos años de investigación. Su más reciente libro es Cerebro y libertad. Ensayo sobre la moral, el juego y el determinismo (Colección Centzontle del Fondo de Cultura Económica, 2013).

Ya desde aquella conferencia de 2003, Bartra entiende la conciencia “como un proceso que vincula la actividad neuronal con las redes simbólicas exocerebrales”. Leyó usted bien: el autor propone que la conciencia es una entidad dinámica que ocurre no sólo dentro de nosotros, en el cerebro, sino también en torno al individuo. Al igual que Michel Tomasello (Florida, 1950), experto en primates y procesos cognitivos, sostiene que la pura evolución biológica no alcanza para explicarnos, esto es, que “los seis millones de años que separan la aparición de los homídos de sus antepasados los grandes simios no son un tiempo suficiente para que un proceso ‘normal’ de evolución biológica pueda crear las habilidades cognitivas que nos caracterizan” —efectivamente, se estima que la tasa de mutacion básica del ADN es de 0.7% por cada millón de años—, de tal forma que la única explicación que queda se halla en la fuerza evolutiva de los procesos culturales. Bartra afirma que cuando “el primigenio homo sapiens deja de reconocer una parte de las señales procedentes de su entorno”, para compensarlo, comienza a crear mundo, sembrando símbolos por doquier: “Para sobrevivir utiliza nuevos recursos que se hallan en su cerebro: se ve obligado a marcar o señalar los objetos, los espacios, las encrucijadas y los instrumentos rudimentarios que usa. Estas marcas o señales son voces, colores o figuras, verdaderos suplementos artificiales o prótesis semánticas que le permiten completar las tareas mentales que tanto se le dificultan. Así, va creando un sistema externo de sustitución simbólica de los circuitos cerebrales atrofiados o ausentes, aprovechando las nuevas capacidades del lóbulo izquierdo del cerebro. Surge un exocerebro que garantiza una gran capacidad de adaptación”. Así que nuestra naturaleza es cultural. Mientras que Tomasello lo expresa diciendo que “los seres humanos poseen una capacidad biológicamente heredada de vivir culturalmente”, Bartra es más radical: los humanos “adolecen de una incapacidad genéticamente heredada de vivir naturalmente”. Si la conciencia es un engaño de la materia, es un montaje colectivo, entonces.  Valga aquí recordar que de acuerdo a varios estudios zoológicos existe una correlación entre el volumen cerebral y las dimensiones medias de los agrupaciones en las que cohabita cada especie.

¿Y cómo relaciona Bartra la conciencia con el libre arbedrío? A ello, veremos, se aboca precisamente en su libro más reciente…


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