domingo, 18 de mayo de 2014

Identidad espacial

Hace unos años publiqué en la revista Este país un pequeño ensayo titulado "La identidad espacial de México", en el cual argumentaba:

El espacio es una variable de la identidad de una persona –identidad psicológica– y en la identidad cultural de una comunidad social. En principio, la dimensión espacial de la identidad se refiere evidentemente al espacio que cada entidad ocupa.

La identidad espacial de una persona y de una comunidad social –desde un grupo de vecinos hasta una organización transnacional como podría ser un grupo de países, pasando por los niveles de localidad, región y nación– se compone de datos objetivos que percibimos de la realidad, y de factores subjetivos, al menos de tres tipos: cognitivos, afectivos y valorativos. La identidad espacial puede entenderse como un complejo sistema de relaciones que tiene como referencia un territorio determinado: en dicho sistema, además de prácticas de pertenencia a un lugar determinado por fronteras, reales o imaginarias, toman parte un sinnúmero de representaciones del territorio.

Ayer se conmemoró el natalicio de Alfonso Reyes. Tal fue el pretexto, literal, para que releyera su hermoso texto "La visión de Anáhuac". Don Alfonso establece qué es lo que desde su perspectiva nos da continuidad a los mexicanos de hoy día respecto a la gente que habitaba Tenochtitlán antes de la llegada de los españoles:

Cualquiera que sea la doctrina histórica que se profese (y no soy de los que sueñan en perpetuaciones absurdas de la tradición indígena, y ni siquiera me fío demasiado en perpetuaciones de la española), nos une con la raza de ayer, sin hablar de sangres, la comunidad del esfuerzo por domeñar nuestra naturaleza brava y fragosa; esfuerzo que es la base bruta de la historia. Nos une también la comunidad, mucho más profunda, de la emoción cotidiana ante el mismo objeto natural. El choque de la sensibilidad con el mismo mundo labra, engendra un alma común. Pero cuando no se aceptara lo uno ni lo otro –ni la obra de la acción común, ni la obra de la contemplación común–, convéngase en que la emoción histórica es parte de la vida actual, y, sin su fulgor, nuestros valles y nuestras montañas serían como un teatro sin luz.


El tino del gran prosista mexicano es, por supuesto, el de la Literatura, muy superior al de cualquier sociólogo.

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