jueves, 26 de junio de 2014

¿El primer mexicano?

A todos los mexicanos y mexicanas, es decir, a cualquiera,
excepto al señor panista José María Martínez, quien preside
la Comisión de la Familia y Desarrollo Humano
del Senado de la República.


En contra de cualquier pronóstico que en 1952, año en que nació, hubiera podido aventurarse, a finales de 1985 un chilpancingueño, el doctor en ingeniería Rodolfo Neri Vela, salió de nuestro planeta a bordo de un transbordador espacial norteamericano, el Atlantis, para pasar así a la historia como el primer astronauta mexicano. Y con una película de astronautas (Gravedad, 2013) fue que Alfonso Cuarón se convirtió en el primer mexicano en ser reconocido con un Óscar al mejor director; ciertamente no el primero en ganar un Óscar, eso no, porque ya en 1949, Emile Kuri, un escenógrafo de origen libanés, fue el primer mexicano en conseguir la estatuilla, en este caso por su trabajo en la dirección artística de un film de Willy Wyler (The Heiress). En 1987, el primer cineasta mexicano que trajo de España un Goya a la Mejor Película Iberoamericana fue Luis Alcoriza, con la cinta Lo que importa es vivir, en la que actuaron Gonzalo Vega, Ernesto Gómez Cruz y una actriz que años después sería electa diputada y luego también senadora de la República, María Rojo. Por cierto, la primera mujer mexicana que logró ganar un cargo de representación popular fue una yucateca, motuleña para ser más precisos, la feminista Elvia Carrillo Puerto, quien tres décadas antes de que se concediera en México el voto a la mujer (1953) ocupó una curul en el Congreso de su estado (1923). También en Yucatán se filmó el primer largometraje mexicano, un testimonial sobre algunos viajes del presidente Porfirio Díaz a la península —Fiestas presidenciales en Mérida de 1906—.

Se recuerda poco al primer mexicano galardonado con un Premio Nobel; fue un diplomático pacifista que en 1982 compartió la distinción con la sueca Alva Myrdal, José Alfonso Eufemio Nicolás de Jesús García Robles. Octavio Paz —quien también obtendría el Nobel, pero no el de la Paz como don Alfonso, sino el de Literatura— fue el primer mexicano condecorado con el Premio Cervantes (1981) y también el primer Premio Internacional Menéndez Pelayo (1987). En 1993, la revista Vuelta, dirigida por el propio Paz, fue distinguida con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, pero no fue la primera organización mexicana en obtener dicho galardón, porque en 1989 lo había ya recibido el Fondo de Cultura Económica.

Agustín de Iturbide y Arámburu fue el primer emperador de México, y José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix, quien usaba un nombre falso pero con mucho pegue nacionalista, Guadalupe Victoria, el primer presidente republicano. A quien quizá también le hubiera convenido inventarse otro apelativo es al receptor abierto Tom Fears, o Tomás Miedos, —un tapatío de madre mexicana y padre norteamericano con un nombre poco adecuado para el deporte de las tacleadas¬—, quien fue el primer mexicano en jugar en un equipo de la NFL. El jardinero central Baldomero, El Melo, Almada debutó en 1933 portando el uniforme de los Medias Rojas de Boston para convertirse en el primer pelotero mexicano en Ligas Mayores, y Juan Carreño, a quien apodaban El Trompo, fue el primer mexicano que metió un gol en un Mundial de futbol —lástima, de poco valió, porque la selección nacional fue entonces derrotada por Francia 4 a 1, en el que fue el partido inaugural de la primera Copa del Mundo, Uruguay 1930—.

Francisco Cabañas Pardo fue el primer mexicano que ganó una medalla olímpica, y lo hizo a golpes, mientras que Soraya Jiménez, especialista en halterofilia, fue la primera mexicana en lograrlo. El primer santo nacido en suelo mexicano fue San Felipe de Jesús, Felipillo, quien sufrió un terrible martirio en Japón y terminó sus días en la ciudad que cuatro siglos después sería devastada con una bomba atómica, Nagasaki. Se suele convenir que Antonio García Cubas fue el primer geógrafo mexicano. El primer cardenal mexicano fue el tapatío José Garibi y Rivera. Fernando de Teresa fue el primer mexicano en conducir un coche automotor en las calles de la capital del país. Alberto Braniff fue el primer mexicano en volar un avión propulsado a motor. Ricardo Torres Nava fue el primer mexicano en ascender a la cumbre del Monte Everest. La primera mexicana que logró cruzar a nado el Canal de la Mancha fue Elizabeth Hernández. José Salvador Pérez Yáñez es el primer mexicano que vive gracias a un corazón artificial. María Teresa Landa fue la primera Miss México de la historia (1928) y Fátima del Ángel Palacios la primera connacional en pisar el polo norte geográfico…

El primer mexicano o la primera mexicana que fueron o hicieron esto o aquello: con tiempo, un poco de imaginación y ánimo para investigar, el listado podría seguir y seguir… Pero ¿a quién podríamos considerar el primer mexicano, el primero de todos? Quizá la pregunta parezca boba, insulsa o de plano una interrogante que no permite una respuesta, sin embargo, plantearse la cuestión con seriedad necesariamente dispone hacia la reflexión en torno al sentido de pertenencia a México y, claro, a la idea misma de identidad nacional desde la cual lo hacemos. Por supuesto, se podrían tirar a la mesa un sinnúmero de respuestas disparatadas, indiscutiblemente erróneas, sin embargo, en estricto sentido no existe una respuesta correcta per se, en cualquier caso se trataría de una construcción conceptual…, como el ser mexicano. ¿Quién fue entonces el primer mexicano?

viernes, 20 de junio de 2014

El colmillo de Benítez

José de la Colina se lamentaba hace algún tiempo de que hay cierta injusticia en recordar a Fernando Benítez (1912-2000) sólo como el padre de los suplementos culturales en México. Ciertamente, lo fue, y también es verdad que antes que nada don Fernando se asumía como periodista, pero no deberíamos menospreciar su extraordinario talento literario. El mismo don Fernando era injusto con su obra; cuenta Carlos Fuentes que alguna vez Benítez le había dicho que ya no pensaba escribir más novelas porque no podía competir con los escritores del boom. "Se equivocaba", sentencia Fuentes.

Benítez enseñó el colmillo literario desde sus primeros libros. En 1950, el Fondo de Cultura Económica publica La ruta de Hernán Cortés, acompañado de ilustraciones de Alberto Beltrán —el Fondo no ha dejado de comercializarlo, y lleva ya trece reimpresiones de su edición de bolsillo, el número 56 de la Colección Popular: hablamos de un título vivo en librerías desde hace más de sesenta años–. En este libro Benítez logra una feliz miscelánea textual: combina una narración historiográfica a propósito del camino que siguió Hernán Cortés para llegar a la capital del imperio azteca, con una suerte de diario del viaje que él mismo, Benítez, emprendió a finales de los años cuarenta del siglo pasado repitiendo la ruta del conquistador. Por supuesto, su ensayo, género en el que cabe cualquier cosa, no se limita a la descripción de un itinerario y al relato de las peripecias de quienes lo realizaron, va mucho más allá en la medida en la que el autor aventura una explicación profunda del protagonista. A lo largo de toda la narración Benítez va construyendo una explicación metafórica de Cortés, echando el ancla en un personaje que Cervantes no crearía sino hasta los primeros años de la siguiente centuria, el Quijote.
En cuanto a libro de viaje, La ruta de Hernán Cortés brinda una lectura que permite la transposición de al menos tres planos temporales: aquellos primeros años del siglo XVI cuando los españoles llegaron a las costas del Golfo de México, los días del medio siglo XX mexicano durante los cuales don Fernando siguió los pasos de Cortés y, claro, el presente del lector, la actualidad. Así, por ejemplo,Veracruz no existe, no es nada, ni siquiera un loco empeño, cuando los españoles tocan tierra, y luego, poco más de cuatrocientos años después, cuando don Fernando camina y vive sus calles, el puerto es todo placidez y tradición mestiza, escenario de la alegría y hospitalidad jarochas: una estampa de ayeres perdidos respecto a la turbia realidad veracruzana de hoy. Y más allá del cambio constante, la abstracción analítica: "la vida de México ha desfilado íntegra por la puerta estrecha de Veracruz. Las armas de fuego, la viruela, los libros, el arado, el municipio, la intolerancia, la sangre, el idioma y las virtudes de España, todos los elementos esenciales de nuestra civilización han desembarcado en Veracruz".

Ocho años antes de que O'Gorman publicara La invención de América, otro clásico de la historiografía mexicana, Benítez apunta la preexistencia que tuvo el Nuevo Mundo en la imaginación de los europeos: “Apenas hubo un mito gestado en dos mil años que no se proyectara en América”. Y luego de comentar el contexto de la época de la expansión del mundo conocido para los europeos, relata las primeras expediciones españolas al litoral del Golfo, la de Hernández de Córdova y la de Grijalva, antes de pasar a la que es tema de su libro.

A lo largo de la narración del periplo de Cortés y sus huestes, desde que zarpan de Cuba hasta su primer arribo a Tenochtitlán, Benítez insiste en que el conquistador trae buena estrella: “No hay cosa en que... ponga la mano que no le salga bien”. La travesía para hacer tierra en la isla de Cozumel, los primeros encontronazos con los mayas, la aparición en la vida de Cortés y en la historia de la Malinche, el paso por Cempoala, Cholula y Tlaxcala, y por fin el asenso por la escalera de México para llegar al altiplano, en donde, antes incluso de llegar a ella, la nueva realidad será nombrada: “¿Qué milagro se opera en el aire...? Ahora todos respiran a grandes bocanadas y, mientras los pulmones se llenan de este aire fino, sienten que recobran, por una causa misteriosa, la agilidad y la dicha de otros días. Los ojos están cubiertos de lágrimas. Por un momento, sobre este puñado de locos aventureros sopla un viento familiar, la atmósfera de la montaña natal, el clima espiritual de la aldea... En medio de la escalera mexicana, España les sale al encuentro. ¿No es otra España? ¿Una Nueva España? Antes de que se gane la tierra, México está bautizado. Su nombre le durará tres siglos, pero su vida oscilará siempre entre la Nueva España y México, porque participa de las dos naturalezas en igual medida”. Lo dicho: un gran colmillo literario.

lunes, 16 de junio de 2014

Libro virtual

Desde hace mucho tiempo, mi amigo el conde Serredi no lee libros. Si usted le recomienda uno, lo primero que él preguntará es si está disponible en formato kindle. Se puede contestar que sí, que no o que quién sabe; en realidad no importa la respuesta, porque en cualquier caso el conde no perderá la oportunidad de catequizar:

— Yo, desde hace años, nada más leo aquí –suele comenzar su labor de evangelista, erigiendo al cielo en la mano su inseparable artefacto.

Orgulloso y optimista, como el hierofante digital en que se ha convertido, mi amigo circula por el mundo armado de un trasto que para mi gusto o es un teléfono absolutamente desproporcionado o una tableta digital demasiado pequeña; un telefonote o una tabletita, una amorfia tecnológica, pues. Él no piensa igual e insiste que se trata del dispositivo ideal para portar su biblioteca personal y leer.

En dado caso, yo prefiero mi iPad. El primer libro que leí en dicho cachivache fue El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa, y fue porque no tuve alternativa: quería leer la más reciente novela del escritor peruano y para cuando me decidí a buscar un ejemplar en librerías, ya no había. Subrayo una enorme ventaja de los libros virtuales: no se agotan, siempre hay en existencia. Y por supuesto, no hay que obviarlo porque es una trascendental diferencia: no fue necesario talar ningún árbol para que yo pudiera tener mi libro virtual. El cobro, claro, no fue virtual, fue real, efectivo e inmediato, tan inmediato como resultó adquirirlo sin moverme de mi departamento. El héroe discreto está muy lejos de ser una de las mejores novelas del narrador arequipeño, pero es una buena novela que se lee a gusto, fácil, placenteramente, además, en efecto, la app de kindle para las iPad permite una lectura agradable… Con todo, debo confesar que extrañé la textura del papel, el olor de la tinta, la sensación de dar vuelta a la página, en fin, el objeto libro. Así que después de la novela de Vargas Llosa han sido realmente pocos los libros en formato kindle que he adquirido, y en todos los casos también fue porque de alguna manera no tuve de otra. Por ejemplo, además de ediciones agotadas —hace unos días no hubo manera de conseguir Todas las cosmicómicas de Italo Calvino en papel—, libros gringos que todavía no han llegado a México, títulos que en formato tradicional cuestan extraordinariamente caros, y, en el otro extremo, ofertones de ésos ante los que resulta humanamente imposible no sucumbir —¡Los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade a $12.78 pesos!— o algunos de los clásicos que Amazon regala —por ejemplo, y nada más con el ánimo de tentar al respetable: La Celestina de Fernando de Rojas, Frankenstein de Mary Shelley, la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de Las Casas, Robinson Crusoe de Daniel Defoe…—. Descargo, los leo o los dejo ahí en espera de una situación propicia, y por más libros que baje y baje la iPad no engorda, no pesa un gramo más… Muchas ventajas…, pero aun así, yo sigo comprando libros.

La última vez que el conde Serredi me recetó su arenga sobre las bondades de los e-book fue devastador. En esta ocasión yo mismo le di el motivo y el argumento principal de su alegato. Para ser precisos, él mismo lo encontró sobre mi escritorio: Ideas. Historia intelectual de la humanidad, de Peter Watson (Crítica, 2008).

— ¿Y esto?

El libro de Watson es un bien documentado ensayo historiográfico acerca de las ideas que han impulsado al género humano, un texto que abarca desde la prehistoria hasta el mundo contemporáneo —la edición en inglés explicita desde el título el enorme período que pretende abarcar el ensayo: Ideas, a history from fire to Freud—. El escritor británico y periodista Peter Watson (1943) ha publicado alrededor de treinta títulos: The Modern Mind: An Intellectual History of the 20th Century (2001), Ideas: a History from Wittgenstein to the World Wide Web (2009), y el más reciente The Age of Atheists: How We Have Sought to Live Since the Death of God (2014), por citar sólo algunos. Prácticamente todos los libros de Watson pueden ser inscritos en la llamada historia de las ideas, la rama de la historiografía académica que fundó el filósofo estadounidense Arthur Oncken Lovejoy (1873-1962).

— ¡Qué bárbaro! ¿Una historia intelectual de la humanidad?

En su texto, Watson trama un relato de la vida intelectual del género humano a partir de tres ideas fundamentales que, “en última instancia, determinan la estructura del libro y resumen su tesis”: el alma, Europa y el experimento.

El conde Serredi tomó el libro para hojearlo, llegó al índice y fue leyendo: — Primera parte, de Lucy a Gilgamesh… Quinta y última parte: de Vico a Frud… Conclusión…

— ¡No te atrevas! Bien sabes que me revienta adelantarme a los finales.

Respetuoso, el conde Serredi cerró el libro, un volumen de 1,420 páginas, y mirándolo con cierto desprecio comenzó a subirlo y bajarlo con ambas manos: — Pues yo jamás compraría una cosa así…, a menos de que lo quieras usar para hacer pesas —lo dejó de nuevo sobre el escritorio y, claro, se sacó el celular de la bolsa de la chamarra para proclamar:—. Yo, desde hace mucho, nada más leo aquí.

Y sí, Ideas, de Peter Watson, se halla disponible también en formato kindle.

jueves, 5 de junio de 2014

La ciudad de don Fernando

Tengo en las manos un objeto hermoso: un ejemplar de la edición príncipe de La vida criolla en el siglo XVI, de don Fernando Benítez. Es un libro en pequeño formato (14 x 21 cm), encuadernado en tela, de pastas duras y con un grabado en la primera de forros. La celulosa del papel ya está muy oxidada, así que las hojas se han amarilleado; no es para menos, el volumen fue facturado hace 61 años. La edición se realizó gracias a los empeños de una institución académica a la que este país debe muchas cosas buenas, el Colegio de México. Se escribe fácil, pero estamos hablando de una edición publicada en 1953, el año en que Stalin dejó de gobernar la Unión Soviética sólo porque también se retiró de este mundo, un mundo en el que, por cierto, la Guerra Fría aún ni siquiera comenzaba a enfriarse: tanto rusos como gringos —un militar, Eisenhower, gobernaba a Estados Unidos— mostraban el músculo a la menor provocación haciendo explotar bombas de hidrógeno. Aquel año, Marilyn Monroe apareció en la portada de la revista Playboy y en México las mujeres comenzaron a votar. En el Colegio de México, por aquel entonces aún presidido por don Alfonso Reyes, muchos refugiados españoles enriquecían la vida cultural de nuestro país. Tal es el caso de Elvira Gascón (1911-2000), la artista plástica catalana a quien debemos las casi treinta ilustraciones, dos de ellas a tres tintas a página completa, que engalanan el libro de Benítez: galeones antañones y conquistadores recién desembarcados, indios explotados en las minas, espantos medievales importados al Nuevo Mundo, un libro ardiendo en una pira inquisitorial, bardos y pícaros renacentistas, demonios alucinantes y lectores alucinados, un hijodalgo montado en su caballo, convites virreinales, saraos… En el colofón se informa que el cuidado de la edición estuvo a cargo del poeta acaponetense Alí Chumacero.




Don Fernando publicó La vida criolla en el siglo XVI tres años después de que el Fondo de Cultura Económica hiciera lo propio con su primer libro, La ruta de Hernán Cortés, otro imprescindible. Desde el año anterior, 1949, Benítez dirigía México en la cultura de Novedades, el primer gran suplemento cultural de este país. Y es que a don Fernando (1912-2000) le alcanzaron sus variados y productivos quehaceres para llegar al ocaso convertido en un héroe intelectual del siglo XX mexicano. Fernando Benítez fue un humanista que supo actuar: escribió mucho y dio vida e impulsó muchos y trascendentes proyectos culturales. Ensayo historiográfico, etnografía, antropología, novela, reportaje…, abordó diversos géneros, siempre, me parece, empleando una vigorosa capacidad de tramar historias, de explicar las cosas narrando los sucesos. Carlos Fuentes no exageró al homenajearlo cuando lo hizo personaje apolíneo de su novela Cristóbal Nonato —por cierto, don Fernando también probó suerte en la dramaturgia, con la obra Cristóbal Colón, según sus propias palabras “el fracaso más grande que recuerda la historia del teatro mexicano. Me salvé de ser linchado y que incendiaran Bellas Artes porque todos dormían profundamente al final de las cuatro horas de representación”—. 

La vida criolla en el siglo XVI es un ensayo excepcional que no se ha apolillado en lo absoluto: sigue siendo un texto historiográfico disfrutable e indispensable. De hecho, editorial Era lo continúa vendiendo: desde 1962 forma parte de su colección Biblioteca Era, y puede encontrarse en librerías como Los primeros mexicanos —el encabezamiento original se mantiene como subtítulo—. El ensayo arranca con una mención obligada: la captura de Cuauhtémoc, acción que significó la caída definitiva del imperio azteca. Sin embargo, el verdadero comienzo de la historia que narra Benítez, la de los primeros mexicanos, es el inicio de la construcción de una ciudad: “Tenochtitlán habría quedado como una gigantesca ciudad arqueológica si a Hernán Cortés no se le ocurriera fundar sobre sus ruinas la capital de la Nueva España”. Y la ciudad que conforme a la Traza de García Bravo los indios edificaron sobre las ruinas de la capital del imperio mexica se mantendrá como el escenario por antonomasia de criollos y mestizos:
“Fue, en lo material…, la residencia exclusiva del conquistador, la torre de piedra que debía tenerlo alejado del indio, y en lo espiritual fue asimismo un mundo blanco inserto en un mundo de color, una pequeña isla dentro del mar oscuro… Los fenómenos a que dio lugar esta nueva concepción urbana están íntimamente relacionados con la historia y la constitución de nuestro país. Los hijos de los conquistadores o de los primeros pobladores nacidos aquí, por más que a sí mismos se llamaran españoles, ya no se parecían a sus padres. Eran, para decirlo provisionalmente, unos hombres nuevos a quienes se designaba con el nombre de criollos. Los mestizos, los hijos de los españoles y las indias, casi siempre engendrados a espaldas de la ley, fueron junto con los criollos, los tipos humanos más notables formados en la ciudad…”
Efectivamente, una de las hipótesis principales en que don Fernando sustenta su ensayo es que la mexicanidad se originó en los usos y costumbres de los criollos, primeros habitantes de una ciudad construida a costa del trabajo sacrificado de miles de indígenas. No es casual que a lo largo de toda su vida, Fernando Benítez habría de mantener un apasionado interés en dos temas: los indios de México y la urbe que dio nombre a todo el país —en 1982 publicaría en tres tomos su Historia de la Ciudad de México—.