jueves, 5 de junio de 2014

La ciudad de don Fernando

Tengo en las manos un objeto hermoso: un ejemplar de la edición príncipe de La vida criolla en el siglo XVI, de don Fernando Benítez. Es un libro en pequeño formato (14 x 21 cm), encuadernado en tela, de pastas duras y con un grabado en la primera de forros. La celulosa del papel ya está muy oxidada, así que las hojas se han amarilleado; no es para menos, el volumen fue facturado hace 61 años. La edición se realizó gracias a los empeños de una institución académica a la que este país debe muchas cosas buenas, el Colegio de México. Se escribe fácil, pero estamos hablando de una edición publicada en 1953, el año en que Stalin dejó de gobernar la Unión Soviética sólo porque también se retiró de este mundo, un mundo en el que, por cierto, la Guerra Fría aún ni siquiera comenzaba a enfriarse: tanto rusos como gringos —un militar, Eisenhower, gobernaba a Estados Unidos— mostraban el músculo a la menor provocación haciendo explotar bombas de hidrógeno. Aquel año, Marilyn Monroe apareció en la portada de la revista Playboy y en México las mujeres comenzaron a votar. En el Colegio de México, por aquel entonces aún presidido por don Alfonso Reyes, muchos refugiados españoles enriquecían la vida cultural de nuestro país. Tal es el caso de Elvira Gascón (1911-2000), la artista plástica catalana a quien debemos las casi treinta ilustraciones, dos de ellas a tres tintas a página completa, que engalanan el libro de Benítez: galeones antañones y conquistadores recién desembarcados, indios explotados en las minas, espantos medievales importados al Nuevo Mundo, un libro ardiendo en una pira inquisitorial, bardos y pícaros renacentistas, demonios alucinantes y lectores alucinados, un hijodalgo montado en su caballo, convites virreinales, saraos… En el colofón se informa que el cuidado de la edición estuvo a cargo del poeta acaponetense Alí Chumacero.




Don Fernando publicó La vida criolla en el siglo XVI tres años después de que el Fondo de Cultura Económica hiciera lo propio con su primer libro, La ruta de Hernán Cortés, otro imprescindible. Desde el año anterior, 1949, Benítez dirigía México en la cultura de Novedades, el primer gran suplemento cultural de este país. Y es que a don Fernando (1912-2000) le alcanzaron sus variados y productivos quehaceres para llegar al ocaso convertido en un héroe intelectual del siglo XX mexicano. Fernando Benítez fue un humanista que supo actuar: escribió mucho y dio vida e impulsó muchos y trascendentes proyectos culturales. Ensayo historiográfico, etnografía, antropología, novela, reportaje…, abordó diversos géneros, siempre, me parece, empleando una vigorosa capacidad de tramar historias, de explicar las cosas narrando los sucesos. Carlos Fuentes no exageró al homenajearlo cuando lo hizo personaje apolíneo de su novela Cristóbal Nonato —por cierto, don Fernando también probó suerte en la dramaturgia, con la obra Cristóbal Colón, según sus propias palabras “el fracaso más grande que recuerda la historia del teatro mexicano. Me salvé de ser linchado y que incendiaran Bellas Artes porque todos dormían profundamente al final de las cuatro horas de representación”—. 

La vida criolla en el siglo XVI es un ensayo excepcional que no se ha apolillado en lo absoluto: sigue siendo un texto historiográfico disfrutable e indispensable. De hecho, editorial Era lo continúa vendiendo: desde 1962 forma parte de su colección Biblioteca Era, y puede encontrarse en librerías como Los primeros mexicanos —el encabezamiento original se mantiene como subtítulo—. El ensayo arranca con una mención obligada: la captura de Cuauhtémoc, acción que significó la caída definitiva del imperio azteca. Sin embargo, el verdadero comienzo de la historia que narra Benítez, la de los primeros mexicanos, es el inicio de la construcción de una ciudad: “Tenochtitlán habría quedado como una gigantesca ciudad arqueológica si a Hernán Cortés no se le ocurriera fundar sobre sus ruinas la capital de la Nueva España”. Y la ciudad que conforme a la Traza de García Bravo los indios edificaron sobre las ruinas de la capital del imperio mexica se mantendrá como el escenario por antonomasia de criollos y mestizos:
“Fue, en lo material…, la residencia exclusiva del conquistador, la torre de piedra que debía tenerlo alejado del indio, y en lo espiritual fue asimismo un mundo blanco inserto en un mundo de color, una pequeña isla dentro del mar oscuro… Los fenómenos a que dio lugar esta nueva concepción urbana están íntimamente relacionados con la historia y la constitución de nuestro país. Los hijos de los conquistadores o de los primeros pobladores nacidos aquí, por más que a sí mismos se llamaran españoles, ya no se parecían a sus padres. Eran, para decirlo provisionalmente, unos hombres nuevos a quienes se designaba con el nombre de criollos. Los mestizos, los hijos de los españoles y las indias, casi siempre engendrados a espaldas de la ley, fueron junto con los criollos, los tipos humanos más notables formados en la ciudad…”
Efectivamente, una de las hipótesis principales en que don Fernando sustenta su ensayo es que la mexicanidad se originó en los usos y costumbres de los criollos, primeros habitantes de una ciudad construida a costa del trabajo sacrificado de miles de indígenas. No es casual que a lo largo de toda su vida, Fernando Benítez habría de mantener un apasionado interés en dos temas: los indios de México y la urbe que dio nombre a todo el país —en 1982 publicaría en tres tomos su Historia de la Ciudad de México—. 



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