sábado, 6 de septiembre de 2014

Eje Central: rumbo al misterio del niño perdido

También sobre avenida Juárez, ahora caminas desde López hacia el Zócalo. En la siguiente esquina toparás con el punto vial con más cruces peatonales por minuto de todo el país: ahí, en el encuentro de Juárez y Lázaro Cárdenas, mientras esperas junto con un enjambre de transeúntes el cambio de luces del semáforo, te preguntas qué diablos celebraremos en México el próximo 18 de marzo… Claro, a los Frigidianos, Eucarpios, Cirilos y Salvadores. 

En el sur, el Eje Central Lázaro Cárdenas, la vialidad que atraviesa buena parte de la mancha urbana central de la Ciudad de México, nace en Ajusco y Vistahermosa, a unos metros del Circuito Interior, que por allá lleva el nombre de Río Churubusco, y después de pasar por el centro histórico, la Raza y el Río de los Remedios, continúa hasta terminar en la avenida Mario Colín, en el límite del Distrito Federal con el municipio mexiquense de Tlanepantla de Baz, para convertirse en la calle de Ventisca… Así es, al llegar al Estado de México, Lázaro Cárdenas se hace Ventisca.

El Eje Central Lázaro Cárdenas —¿en breve New Liberalism Street o quizá Structural Reforms Avenue?— mide poquito menos de 20 kilómetros, y antes de que el profesor Hank González surcara de ejes el suelo chilango tenía otros nombres, seis en total. De ellos, dos nos interesan: en Arcos de Belén, la calle en la que va a toparse López, la vialidad cambiaba de nombre: hacia el norte y hasta la colonia Obrera era San Juan de Letrán —viva y venenosa, Efraín Huerta dixit— y hacia el sur Niño Perdido.

Y de nuevo, otro misterio… Ya no digamos dónde quedó el susodicho extraviado, sino de entrada quién fue el chamaco... Conozco al menos tres versiones, y todas se remontan a la Colonia.

La primera versión aduce que por estos rumbos —a la altura de la calle Doctor Pascua, en el sitio en que ahora despacha una gasolinera— existió una capilla edificada en el siglo XVII en la que se adoraba al Niño Jesús, perdido por María y José en un viaje a Jerusalén y hallado tres días después muy quitado de la pena entre los doctores de la Ley, “oyéndoles y preguntándoles”, según se lee en el Evangelio según San Lucas (2:41-52).

Otra versión se refiere a la trágica historia de un solitario escuincle llamado Lauro, e involucra las ausencias de un padre primero viudo y melancólico y luego vuelto a casar y sojuzgado, y los oficios de una maléfica madrastra…; total, un culebrón con ahogamiento y todo.

La tercera versión, por cierto la más acreditada, encuentra sustento en una leyenda virreinal. Se cuenta que a mediados del siglo XVII, las autoridades novohispanas mandaron traer de la metrópoli a don Enrique de Verona, un escultor de cierta fama, para que realizara en la Catedral de la Ciudad de México un altar en honor de los monarcas de España y sus dominios. El artista llegó pues al Nuevo Mundo contratado por el virrey Francisco Hernández de la Cueva (1666-1733). El caso es que, además de esculpir, durante su estadía se dio tiempo para flirteos a diestra y galanteos a siniestra, así y viceversa, y como el amigo portaba agraciada estampa y se comportaba con amables tratos su éxito entre las féminas indianas, que no indígenas, aunque vaya usted a saber, no resultó menor. Al final encontraría la horma de su zapato: Estela de Fuensalida, una despampanante mujer oriunda de la ciudad de México… Siguió enamoramiento fulminante, sacramento matrimonial con pompa y boato, fiesta, embarazo, chamaco, felicidad conyugal…, y de ahí no hubiera pasado el relato, si no fuera porque, claro, había un tercero en discordia… Un rico platero, ya entrado en años, don Tristán de Valladares, quien había quedado herido de amores por doña Estela, decidió echarle a perder la dicha a la refulgente pareja: sigue entonces un incendio provocado a la vivienda del escultor y su mujer, alaridos, pánico y el horror porque nadie encuentra al niño de brazos, y finalmente una sombra furtiva… He ahí al pérfido don Tristán tratando de birlar al inocente infante… Y el grito que, según esta versión, daría pie a la nomenclatura de la calle en donde se encontraba la casa en llamas: “¡Madre mía, devuélvanme al niño perdido!”

Si, como se presumía, Estela de Fuesalida era criolla —hija de españoles nacida en América—, el niño perdido —y luego recuperado—, fue criollo también, puesto que era vástago de un peninsular. Pero si la bella madre era en realidad mestiza —procreada por gachupín e india—, entonces el chiquillo era castizo. Y si ella hubiera sido chola o coyote, es decir, nacida de india y mestizo, pues el niño perdido sería entonces un harnizo… En fin, dejémoslo en Niño Perdido, y quede en misterio la casta con que fue etiquetado o bien tomemos por buena la posibilidad con la que mejor le pudo ir en la vida novohispana, esto es, que fue un criollito dieciochesco mexicano. Lo que sí resulta poco arriesgado descartar es que el tal Niño Perdido fuera mestizo —descabellado pensar en una india bien posicionada en la sociedad virreinal de la Ciudad de México—. Y el niño perdido que he andado buscando fue mestizo, más incluso, si no el primer mestizo en cuanto a tiempo, sí el de más alta significancia: el hijo de Hernán Cortés y la Malinche.… Pero ya será a la próxima…

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