sábado, 6 de diciembre de 2014

La violencia: una explicación pobre

Hemos llegado a la barbarie. El atentado que perpetraron hace dos meses las policías municipales de Iguala y Cocula, Guerrero, en contra de estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa evidenció el estado atroz en que vivimos. Seis muertos, varios heridos —uno en quedó con muerte cerebral— y 43 jóvenes desaparecidos. Ojalá fuera un hecho aislado. Por el contrario, es la punta del iceberg. Hace cinco años, en Sonora murieron calcinados 49 niños y 76 más resultaron gravemente heridos y marcados de por vida en la Guardería ABC. En San Fernando, Tamaulipas, ocurrieron un par de asesinatos masivos en los que fueron sacrificados al menos 265 seres humanos, cuyos cadáveres fueron encontrados en fosas clandestinas. En 2010, en el fraccionamiento Villas de Salvárcar, en Ciudad Juárez, Chihuahua, dispararon a mansalva a unos sesenta estudiantes del CBTIS 128, el Colegio de Bachilleres 9 y la Universidad Autónoma de Chihuahua. En abril de 2011, un grupo armado se encargó de borrar del mapa una comunidad coahuilense llamada Allende: primero se llevaron a unas 300 personas —hombres, niños, mujeres y ancianos— para desaparecerlas para siempre, no conforme con ello, una semana después regresaron para demoler las viviendas en donde vivía esa gente. En junio de este 2014, militares del 102° batallón de Infantería ejecutaron a 15 personas. Todos los días hay muertes violentas, y según las cifras oficiales —en nuestro país existe un Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas— hay 23,605 “personas no localizadas” (fecha de consulta: 28 de noviembre, 2014). El mismo miércoles que el presidente se vio obligado a presentar una estrategia para enfrentar la crisis política en que el país está inmerso, aparecieron en Chilapa, también en Guerrero, once cadáveres quemados y decapitados, y por si el horror fuera poco el gobernador interino del mismo estado confirmó que, tal y como había dado a conocer una reportera francesa, efectivamente, se tienen reportes del secuestro de alrededor de 30 adolescentes en Cocula… La violencia está desbocada.

La violencia se ha enfrentado mal, muy mal. El fenómeno se ha analizado incorrectamente, desde el mirador de los prejuicios. Enseguida, me referiré al más propagado. Dicho en corto, la conceptualización hegemónica del fenómeno de la violencia en México es socioeconómica, es decir, se parte de que la violencia se encuentra en la dimensión social y tiene causas de índole económica. La explicación última a la que suele arribarse puede expresarse en muy pocas palabras: la pobreza se expresa violentamente, o incluso peor: los pobres son violentos. De ahí sigue que solucionar la violencia implica erradicar la pobreza, y por lo tanto cualquier estrategia dirigida a desactivar la violencia necesariamente incluye afectaciones de tipo estructural. A partir de este prejuicio siempre se llega a la aceptación de que la violencia social es un fenómeno que no puede resolverse sino en el largo, muy largo plazo. La prospectiva se vuelve más desesperanzadora si se reconoce que la violencia no permite el desarrollo económico, de tal suerte que el círculo vicioso queda trazado: la pobreza genera violencia y la violencia genera pobreza. Además, la explicación socioeconómica diluye cualquier responsabilidad: nadie es culpable, todos actúan de manera económicamente condicionada, lo cual se entiende como un fatalismo del que resulta imposible escapar. Se habla de “causas muy profundas” o incluso de “situaciones históricas”. Peña Nieto, en su discurso del jueves pasado, se refirió a “rezagos ancestrales que no han podido resolverse por generaciones”.

El decálogo que presentó el presidente de la República hace suyo el prejuicio de que la violencia es una variable dependiente de la pobreza: “La mayoría de los conflictos sociales y políticos más graves del país, tienen su origen, precisamente, en la falta de desarrollo de los estados de Chiapas, Guerrero y Oaxaca”. Sin embargo, en el mismo paquete de medidas incluye también entre las entidades en las cuales se debe actuar prioritariamente a Jalisco, Michoacán y Tamaulipas, en donde, ciertamente, las cosas están muy mal, mucho peor que en Chiapas. Como ocurre siempre que se parte de una certeza antes de analizar las cosas, la percepción de la realidad termina ajustándose para que la gran explicación se mantenga incólume. 

Una explicación seria de la violencia social tiene que ser multifactorial; por supuesto, no pretendo elaborarla en un párrafo. Únicamente pretendo subrayar que si el Ejecutivo Federal sigue actuando a partir del prejuicio de que la violencia se explica por la pobreza, seguirá haciéndolo con ineficacia. Nadie previó la masacre de Iguala ni los horrores que han ido apareciendo en las fosas de Cocula. Iguala de la Independencia, Guerrero, según datos oficiales, reporta un porcentaje de personas en pobreza extrema de alimentación de apenas 0.088%, mientras que en otros municipios de la entidad el hambre lacera a muchísimos mexicanos y mexicanas: en Cochoapa el Grande el 54.84% sufre pobreza extrema alimentaria, y en otros siete municipios guerrerenses el porcentaje es superior al 45%: Acatepec, Alcozauca de Guerrero, Atlixtac, José Joaquin de Herrera, Metlatónoc, Tlacoachistlahuaca y Xochistlahuaca. Ciertamente en Guerrero la mayoría de la población vive en situación de pobreza —69.7%, según cifras del Coneval, al 2012—, condición que contrasta, por ejemplo, con una entidad vecina, como el Estado de México, en donde la proporción de gente pobre es mucho de menor, —45.3%—; no obstante, en términos absolutos el panorama es otro: si la pobreza origina violencia, ¿en dónde habría que poner más cuidado, en una entidad con 2.44 millones de pobres como Guerrero, o en el Estado de México, en donde hay 7.33 millones?

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