sábado, 28 de febrero de 2015

Monarcas indios

La última vez que fui a un estadio de fútbol fue la última vez porque salí decepcionado del Cruz Azul y, sobre todo, horrorizado del comportamiento de buena parte de mis compatriotas. Además, la cerveza estaba tibia. Aquella tarde de cuartos de final, la Máquina Celeste recibió a los Monarcas del Morelia: después de una exhibición de patética languidez y desgarbo más o menos coordinado, los cementeros perdieron para dejar de nuevo a su afición sin campeonato. Como al minuto 20 del segundo tiempo, la inmensa mayoría de la gente que colmaba el Estadio Azul se dio cuenta que aquello ya no tenía remedio, así que sin nada mejor qué hacer la afición se dedicó a prorrumpir agravios a los morelianos y a su escasa porra: los insultos más frecuentes fueron “¡pinches indios!”, ¡pinches prietos!” y “¡jodidos!”. Una desvergonzada muestra de racismo y clasismo, por lo demás bastante ridículos puesto que los jugadores del Morelia no se veían ni más morenos ni más pobres que los locales. En fin… Esto que cuento ocurrió no hace mucho, quiero decir, en pleno siglo XXI, sin embargo es un comportamiento tan viejo como el país mismo… Acabo de releer en una edición reciente (2011) Baile y cochino, una novela que testimonia los bien arraigados usos y costumbres del racismo y el clasismo que impera en nuestro país, por lo menos desde las últimas décadas del siglo XIX,  tal vez no en todo el territorio nacional pero al menos sí en la Ciudad de México. Su autor, José Tomás de Cuéllar (1830-1894), la publicó por primera vez a lo largo del primer semestre de 1885 en las páginas de La Época Ilustrada, y Filomeno Mata la realizó como libro al año siguiente; desde entonces se ha editado algunas ocasiones más, pero la edición de la Universidad Veracruzana —número 37 de la Biblioteca del Universitario, dirigida por Sergio Pitol— es encomiable por varias razones: su pulcra factura, el prólogo de la doctora Adriana Sandoval y el tiraje, nada menos que 17 mil ejemplares. 

José Tomás de Cuéllar se estrenó como narrador con una novela histórica, El pecado del siglo (1869), aunque, como bien se sabe, su fuerte fue sin duda un género que cultivó tratando de emular a Balzac, la novela de costumbres. Ensalada de pollos inaugura su colección de novelas costumbristas —editadas en conjunto bajo el título genérico La linterna mágica—, y Baile y cochino es una de las últimas. La historia versa en torno a la organización de una fiesta, asunto que sirve al autor para pintar una serie de personajes típicos de la ciudad de México en los años finales del siglo XIX: De Cuéllar no se conforma con retratar —por cierto, fue también pintor y fotógrafo—, sino que ironiza los motivos y maneras que, a su juicio, degradaban a la sociedad mexicana, un ideal entonces en construcción. Al presentar a la atracción principal del baile, tres hermanas conocidas como las Machucas, inclemente escribe: “… tenían todas las apariencias, especialmente la apariencia del lujo, que era su pasión dominante; tenían la apariencia de la raza caucásica siempre que llevaban guantes, porque cuando se los quitaban aparecían las manos de la Malinche en el busto de Ninon Lenclos; tenían la apariencia de la distinción cuando no hablaban, porque la sin hueso, haciéndoles la más negra de las traiciones, hacía recordar al curioso observador la palabra descalcitas…; y tenían por último la apariencia de la hermosura, de noche o en la calle, porque en la mañana y dentro de casa no pasaban… de ser unas trigueñitas un poco despercudidas y nada más”. Curiosas referencias: la racista es malinchista, por antonomasia, dado que trae a cuento a la mismísima doña Marian, en tanto que la figura aspiracional, la tal Lenclos, es una cortesana parisina del siglo XVII, autora por cierto de La coquette vengée (1659). En la sociedad que bosqueja Baile y cochino ni el color de piel ni el origen de clase son condiciones que puedan superarse: “Estas niñas que tienen papás ricos y mamás pobres, que salen de la peor ralea por el lado materno, y entran al mundo por la brecha de una calavereada de rico, suelen flotar entre dos aguas hasta que se ahogan en el fango”. Porque claro, el sexo es la otra condición fatal, y por ella, obviamente, la mujer, fuera del rol de madre —“van pasando a toda prisa aquellos tiempos felices que han hecho de la mujer mexicana el modelo de las esposas”— o de monja, no pasa de mercancía: “doña Dolores había traído a su hija a México como los indios traen las mejores de sus frutas: para su consumo”. Y consumidores no faltaban: acudirá al convite un fulano ojo alegre, “…tan afecto a la baratija llamada mujer… [que] mantenía un ejército de señoras que pertenecían a él, y aun le quedaba tiempo para comer algunas veces en la fonda algunos platillos à la carte”.

María Eugenia Negrín escribió un estudio detallado de Baile y cochino para la colección “Notas al margen” del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM: Fiesta de apariencias, 2013 —al igual que todos los títulos de dicha serie, se puede encontrar en línea y descargar gratuitamente—. También es posible escuchar la adaptación radiofónica que en 1976 produjo Radio Educación —se encuentra en el sitio web de la Enciclopedia de la Literatura en México—. Claro, mejor lee el libro.

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