sábado, 25 de abril de 2015

El sonido de una gaita

En una de las escenas más emotivas de Manhattan (Woody Allen, 1979), el protagonista de la cinta, Isaac Davis, interpretado por el propio Woody, se pregunta ¿por qué vale la pena vivir? Seguramente lo recuerdan: él está solo, tumbado en un sillón, hablando al micrófono que alimenta a su flamante grabadora de casetes. It's a very good question.... Well... Traduzco su respuesta: “Bueno, hay determinadas cosas que, supongo, hacen que valga la pena la vida. Uh... ¿Cómo qué…? Bien… Um... Para mí…, eh..., yo diría que Groucho Marx, por nombrar algo..., eh..., y Willie Mays y... el segundo movimiento de la sinfonía Júpiter... Y Louis Armstrong, la grabación de Potato Head Blues... Uh..., las películas suecas, naturalmente... La educación sentimental de Flaubert ... Uh... Marlon Brando, Frank Sinatra... Eh..., esas increíbles manzanas y peras de Cézanne... Uh..., los cangrejos en Sam Wo... Uh…, el rostro de Tracy ...” 

Joaquín Sabina incluye Manhattan, no la película sino la isla, entre sus más de cien motivos “para no cortarse de un tajo las venas”. En su lista, el magistral poeta ubetense incluye libros, besos, bares, amigos, Venecia, tabaco, jadeos...
Tenemos el sexo y el rock y la droga, Los pies en el barrio, y el grito en el cielo, Tenemos Quintero, León y Quiroga, Y un bisnes pendiente con Pedro Botero.
Quizá no precisamente ésta, pero ciertamente en mi propio listado de razones por las cuales vale la pena vivir apuntaría varias canciones de Sabina —Y sin embargo…, sin duda— y también por cierto Manhattan y Love and death (1975) de Woody Allen… Pero aquí mismo me contengo y meto freno, porque si caigo en la tentación de aunque sea intentar el inventario de todos mis imprescindibles tengan ustedes la certeza de que este espacio no sería suficiente ni siquiera para las películas, mucho menos para todas las canciones, por no decir la música, así, en general, aunque en particular uno concuerde con Nietzsche en aquello que bien nos dejo dicho en El ocaso de los ídolos (1887): “¡Qué poco basta para ser feliz! El sonido de una gaita resulta suficiente. Sin música la vida sería un error”.


¿El sonido de una gaita…, así nomás? A ver, ¿concuerdan ustedes con el ínclito filósofo germano? No lo creo, es más, me atrevería a ponerlo en tela de juicio aunque de viva voz me contestaran que sí, aunque me dijeran que, como casi siempre, del bigotudo don Federico escurre verdad llana y que, en consecuencia, ustedes piensan como él y que, sí, verdaderamente se puede ser feliz con muy poco. Desconfiaría si me respondieran en tal sentido, sencillamente porque son ustedes mis coetáneos. Me explico…

La distancia entre todos nosotros y el señor Friedrich Wilhelm Nietzsche es muchísima. Él vivió durante la segunda mitad del siglo XIX: llegó al mundo, uno muy diferente al nuestro, en una pequeña localidad alemana, Röcken, en octubre de 1844, y falleció a los 55 años de edad, a mediados de 1900. Precisamente el año en que el filósofo nació se registró un acontecimiento que, desde la actualidad, podemos significar como un hecho germinal de otro mundo, el nuestro, el contemporáneo: el 24 de mayo, en Estados Unidos, Samuel Morse transmitió el primer mensaje telegráfico de la historia: What hath God wrough —Lo que dios a ha creado—. Aquella cita bíblica —Números, 23:23—, codificada en puntos y rayas, voló a la velocidad de la luz desde el Capitolio en Washington, D.C., hasta Baltimore. El acontecimiento incorporaba las dinastías tecnológicas que en los siguientes años trastocarían radicalmente la manera en la que los seres humanos vivimos: energía eléctrica, información y telecomunicaciones. Nietzsche, al igual que todos nuestros congéneres desde su época y hasta los albores de la especie, habitó un mundo sin luz eléctrica en el cual la comunicación a distancia en tiempo real era posible sólo con silbidos, señales de humo y otros artificios limitadísimos. No sólo eso, es ingente la lista de soportes a la vida cotidina a los cuales prácticamente nadie tenía acceso hace 150 años. Sucede, como explica Julio Sotelo, que “la vida cotidiana del ser humano ha tenido su más grande y favorable transformación durante el siglo XX y en los breves años transcurridos del siglo XXI…” Los advenimientos tecnológicos que el doctor Sotelo destaca entre todos los que han reconfigurado nuestro manera de vivir son la aviación, el automovilismo, la luz eléctrica, los aparatos electrodomésticos, la radio, la televisión, la cinematografía y con ella el cine en casa, el gas doméstico, el agua potable, la telefonía, la cirugía, los medicamentos eficaces, la internet, las telecomunicaciones, los discos compactos. Todo esto ha devenido en infraestructura y aparatos que “han traído… posibilidades casi ilimitadas de momentos agradables”. Así que uno, sin el menor esfuerzo mediante, hoy puede escuchar en la madrugada y las veces que quiera el segundo movimiento de la sinfonía número 41 en do mayor, K. 551, Júpiter, de Mozart, o, remasterizado, a míster Amstrong tocando el Potato Head Blues… Y sí, quizá muchos conserven hoy la inteligencia y sensibilidad suficientes para ser felices o al menos alcancer momentos de dicha con ello…, pero también es verdad que cualquiera de ésos pocos afortunados no podrá gozar de tal experiencia si en su casa falla la energía eléctrica o el suministro del agua potable o el baño está tapado… Es decir, para nosotros, hoy en el siglo XXI, el sonido de una gaita ya no resulta suficiente, vamos, ya ni siquiera Manhattan, la discografía completa de Sinatra o una novela de Flabuert o el sexo, las drogas…

domingo, 19 de abril de 2015

Felicific calculus

Happiness is a very pretty thing to feel,
but very dry to talk about.
Jeremy Bentham


El sitio al que te diriges se localiza en Bloomsbury, en el merito centro de Londres, así que te subes al metro. The tube, if you please! Va pues: abordas el famoso tube londinense… Algunas estaciones más adelante, te bajas en Euston Square para encaminarte a la esquina de Gower & Gordon… Ahí está: el edificio central de la University College London (UCL). No es poca cosa: se trata de una de las más grandes y tradicionales instituciones públicas de educación superior de Inglaterra, integrante del puñado de universidades de súper élite británicas G5. Fundada en 1826, aquí estudió Alejandro Graham Bell, Mahatma Gandhi, el cineasta Christopher Nolan y todos los integrantes de la banda Coldplay. Hoy se dan cita alrededor de 25 mil almas, entre personal y alumnos. Pues en este lugar, justo en las instalaciones del edificio central de la prestigiosa UCL, está a quien andamos buscando: Jeremy Bentham.


Ciertamente, el monigote ensombrerado que contiene el gabinete de madera no representa a Jeremy Bentham, de hecho es él, o más precisamente lo que queda de él: un esqueleto, vestido y enguantado, que soporta una cabeza de cera. Jeremy Bentham llegó al mundo antes de que los norteamericanos consiguieran independizarse de Inglaterra, antes incluso de que los revolucionarios franceses quemaran La Bastilla y se hicieran justicia guillotinando aristócratas… Jeremy nació en Londres el 15 de febrero de 1748; desde ahí y entonces, a todo vapor la Revolución Industrial reconfiguraba el mundo. Se cuenta que un día a su pobre padre, un orgulloso Tory, ya mero le da el patatús, cuando al entrar a la biblioteca de su casa se encontró a su chamaco muy entretenido leyendo varios volúmenes de historia: entonces el precoz lector tenía apenas tres años de edad. Cuando tenía cuatro, el niño estudiaba francés y latín; a los cinco tocaba el violín y a los doce ingresó presuroso al Queen's College de Oxford: en 1763 obtuvo su Bachelor’s degree y tres años después, a los 18, ya podía presumir una maestría en leyes. Abogado, prácticamente no ejerció porque en lugar de andar de pleito en pleito tenía algo mucho más importante qué hacer…: filosofar. Jeremy pensó y escribió a lo bestia —se calcula que en sus manuscritos, inéditos en su mayoría, dejó más de cinco millones de palabras—. Su actividad filosófica no permaneció en la abstracción pura, por el contrario, luchó por impulsar reformas legales específicas; bien ganado tiene que sea reconocido como un claro precursor del llamado positivismo legal. Como buen adelantado, don Jeremy no tuvo entre sus contemporáneos un gran ascendiente que digamos, sin embargo al paso del tiempo su obra influyó a pensadores tan destacados como John Stuart Mill (1806-1873).

Se dice fácil , pero la gran tirada del señor Bentham resultaba y resulta ambiciosa al punto de lo imposible: quería crear un código legal utilitario que normara absolutamente todos los actos de la vida social —lo llamó Pannomion—. En términos de filosofía política, el planteamiento del inglés se sustenta en un argumento harto simple: todo acto humano, norma o institución deben ser juzgados según la utilidad que tienen, medida ella a partir del placer o el sufrimiento que producen. 
La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Sólo son ellos quienes nos indican lo que debemos hacer, y quienes determinan por qué lo hacemos. Por un lado, la norma del bien y del mal, por otro, la cadena de causas y efectos, ambas se sujetan a su trono. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos: todos los esfuerzos que podamos hacer para librarnos de su sometimiento, nada más servirá para demostrarlo y confirmarlo. De palabra, un hombre podrá pretender abjurar de su imperio, pero en realidad permanecerá sujeto a ellos todo el tiempo. El principio de utilidad reconoce esta sujeción, y lo asume para la fundación de ese sistema, cuyo objeto es crear el tejido de la felicidad por las manos de la razón y de la ley.
Así, lo correcto, lo moral y políticamente correcto será lograr “la mayor felicidad para la mayor cantidad de gente”. Y punto: the gratest happiness principle. Así arranca Jeremy Bentham su ensayo más ambicioso, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, publicado originalmente en 1789. La felicidad, de acuerdo con Bentham, es un situación que involucra experiencias placenteras y la ausencia de dolor. ¿Pero cómo mesurar la felicidad que una determinada acción, política pública o incluso una ley pueden producir? Para dar respuesta a esta interrogante, Bentham ideó un algoritmo, el Felicific calculus —también conocido como cálculo utilitario o hedonista—. De entrada, para estimar el grado de placer o dolor que experimenta una persona, se deben considerar cuatro factores: intensidad, duración, proximidad y certeza. Además, la fórmula considera qué tanto el acto específico repercutirá en otros placeres o dolores (fecundidad) y su pureza misma. Finalmente, el cálculo no tendría mayor utilidad en un sistema social si no involucrara la extensión, esto es, la cantidad de individuos que compromete cada acción. A mayor puntaje, más felicidad y por tanto más ético resulta el actuar que se está evaluando. 


¿Qué tan redituable estimas tu día a día conforme a los supuestos del Felicific calculus?  Pero advierto: todo intento de medición de un fenómeno, lo afecta.

viernes, 10 de abril de 2015

1:1 / Invitación abierta

Carta abierta al Maestro de El Pueblito

Entrañable amigo:

Invitarlo es ingenuo. Sé que usted ama la cotidianidad casi agreste de El Pueblito. Sé que aborrece las horas en carretera que median entre su guarida y la entrada a la megalópolis. Sé que detesta el caos urbano, las filas descomunales de vehículos y de gente, el escándalo, el humo, la vorágine de la vida chilanga. Sé que, como siempre, me dirá usted que sí, que por supuesto, que a la primera oportunidad vendrá por acá, pero sé que estará mintiendo nada más porque su amabilidad lo impele a no decirme la verdad: A menos de que hubiera un asunto en verdad ineludible, ni majareta me paro por la Ciudad de México. Pues de eso se trata, de un asunto ineludible. Es inexcusable que venga usted: tiene que venir cuanto antes a ver Una muestra imposible.


Si no se ha enterado, lo entero: el CONACULTA, con dineros nuestros y el patrocinio del presidente de la República Italiana, ha montado en el Centro Nacional de las Artes (CENART) —Río Churubusco esquina con Tlalpan— una exposición maravillosa; se trata de una exhibición que permite apreciar en un mismo lugar alrededor de un siglo de la evolución de la plástica occidental, en la obra de tres de sus protagonistas, hoy sin duda canónicos: Leonardo da Vinci (1452-1519), Rafael Sanzio (1483-1520) y Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610). Tal y como lo está usted leyendo: Da Vinci, Rafael y Caravaggio en el DF. 57 pinturas y frescos, para mayor detalle… No necesito estar frente a usted para ver la expresión de incredulidad que por más que lo intente no podrá ocultar: ¿casi sesenta originales de los tres grandes maestros italianos aquí, en México? ¡Imposible! Cierto, y de ahí el título de la exposición, ¿recuerda? Una muestra imposible. ¿Se imagina cuánto habría que gastar en seguridad para custodiar la El Retrato de Lisa del Giocondo de Leonardo? ¿O cuánto costará un seguro para poder sacar de la Pinacoteca Nacional de Bolonia El éxtasis de Santa Cecilia de Rafael? ¿Qué inversión se requeriría para instalar la museografía adecuada para exhibir La inspiración de San Mateo de Caravaggio, un óleo de cerca de dos metros de ancho por casi tres de alto? Así que no, no son originales…  Se trata de reproducciones digitales. ¿Reproducciones? ¿Y qué tan fieles? Bueno, copias de altísima calidad, facturadas a partir de fotografías analógicas de las obras auténticas, tomadas con muchísimo tiempo de exposición, y luego impresas a 1,200 por 1,200 puntos por pulgada. ¿Resultado? ¿Cómo decirlo? ¿“Copias igualitas”? O quizá “casi idénticas”. Los curadores prefieren la enunciación: “una fiel representante del original”. Un dato relevante: en todos los casos se trata de sucedáneos 1:1. Para subrayar la importancia de la escala, debo confesarle algo, querido maestro: yo jamás había caído en la cuenta —nótese el eufemismo que empleo para no tener que escribir “no sabía”— que La última cena de Leonardo, probablemente la obra de arte más reproducida de la historia, es un fresco enorme: mide 8.80 por 4.60 metros. Si dimensionar 404 mil 800 centímetros cuadrados resulta muy difícil por más que uno lea el dato en una ficha técnica, toparse con todos ellos en una sala de exposiciones, aquí en México, resulta insólito, más si se considera que el original se encuentra del otro lado del Atlántico, en Italia, en el refectorio del convento dominico de Santa María de la Gracia en Milán. Lo mismo ocurre con esa obra maestra de Rafael que a usted tanto le gusta, La escuela de Atenas, un fresco de casi ocho metros de ancho. Impone aquel formato en una imagen que uno ha visto tantas y tantas veces reproducida en libros o en la minúscula pantalla de una computadora. 


Si sigue usted pensando que resulta en verdad tortuoso desplazarse a la Ciudad de México, por favor evalúe cuánto tiempo y dinero necesitaría para admirar el San Jerónimo meditando que se encuentra en el Museo de Monserrat en España y el San Jerónimo escribiendo que está en la Galería Borghese de Roma… No importa cuánto dinero y tiempo haya usted calculado, porque no hay posibilidad alguna de que los pueda contemplar simultáneamente, uno junto al otro, como puede hacerlo en el CENART. Encontrará reproducciones —casi me animo a escribir “perfectas”— que se hallan en Florencia, en el Museo del Louvre, en el Vaticano, en el Palacio Pitti de Florencia, en San Petesburgo, en la Pinacoteca Antigua de Múnich, en Washington… Allá, regados por todo el mundo, están los aquí de cada una de esas pinturas; en un tiempo que no nos ha llegado a nosotros está su hoy. El aquí y el ahora de la obra original, lo cual según Walter Benjamin confiere su existencia única. Yo al menos no extrañé ninguna de ambas circunstancias para el disfrute estético que permite la muestra imposible a la que lo estoy invitando.

El tiempo apremia: el 15 de abril termina la exposición y, como suele ocurrir, conforme se acerque el último día los remisos se irán acercando. Reserve al menos unas cuatro horas, que divididas entre 56 resulta en ¡menos de cuatro minutos y medio por pintura!

Los organizadores proclaman en la presentación del evento que se trata de “una idea de democracia cultural que tendría en Paul Valéry, Walter Benjamin y André Malraux a sus precursores”. Me parece excesivo, pero tome en cuenta que la entrada es gratuita, al igual que el estacionamiento. Eso sí que es democrático y republicano.

viernes, 3 de abril de 2015

Indolencia rica

Para los doctores René Millán, Roberto Castellanos y Rolando Cordera.

¿Qué ingrediente le agregaría o aumentaría en cantidad para que el guiso de su propia existencia fuera más sabroso? ¿De qué pata cojea? Si pudiera pedirle a un genio omnipotente un deseo, ¿qué le pediría? O en corto, ¿qué ocupa usted? Hay mil maneras de preguntarlo; quizá una de las más simples sea ¿qué necesita para estar mejor? Hace unos meses, como parte de una encuesta realizada con todas las formalidades metodológicas del caso, se planteó la siguiente pregunta a una muestra de mexicanas y mexicanos, adultos todos: “En su experiencia, ¿cuáles son los tres aspectos de esta lista que más le ayudarían a aumentar la satisfacción con su vida?” Ojo, se presentó a los entrevistados una lista, de tal manera que se limitó el espectro; si se hubiera dejado abierta la cuestión preguntando “¿cuáles son los tres aspectos que más le ayudarían a aumentar la satisfacción con su vida?”, quizá no hubiera faltado quien contestara “ser invisible”, “poder volar”, “tener una mirada fulminante, literalmente”, “no morir”, “ser irresistiblemente sexy”, “que me aplaudan”…, en fin, pero el caso es que se cerró la gama infinita a una determinada cantidad de opciones. Las respuestas muestran que al menos en México la mayoría está de acuerdo con una sabia sentencia marxista, aquella que a la letra establece: “Si bien es cierto que el dinero no puede comprar la felicidad, ciertamente te permite escoger tu propia forma de miseria”. Efectivamente, de entre todos los aspectos entre los cuales se podía optar, el que la gente señaló con mayor frecuencia como primera mención fue “Tener un mayor ingreso” (35.9%), esto es, dinero… El aspecto que se mencionó en segunda frecuencia también se refiere al ámbito individual: “Tener un buen estado de salud” (30.3%). En un lejano tercer sitio (9.5%) quedó “Tener relaciones familiares amorosas”, una condición que necesariamente involucra a los otros.

Obtengo los datos anteriores de la Encuesta Nacional sobre Satisfacción Subjetiva con la Vida y la Sociedad (ENSAVISO), realizada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. El levantamiento se efectuó entre mayo y junio de 2014 y constó de 1,200 entrevistas. El promedio de satisfacción con la vida que reportó la encuesta de la UNAM fue de 8.53 puntos sobre 10, una calificación muy cercana a la que arrojan los ejercicios realizados hasta ahora por el INEGI (el módulo BIARE que incluyó la ENGASTO 2012 fue de 8.0, en tanto que en el último ejercicio publicado, el módulo BIARE incluido en la ENCO I/2015, fue de 8.2). También como ha ocurrido en anteriores estudios, para los informantes de la ENSAVISO no hay diferencia entre “satisfacción con la vida en general” y felicidad, o al menos calificaron ambas exactamente igual: 8.53.

Según los resultados de la ENSAVISO, entre más libertad para decidir tiene o cree tener la gente, aumenta su satisfacción vital.  La pregunta fue: “A lo largo de su vida, ¿qué tanto ha podido o no tomar decisiones importantes libremente?” De haber caído en la muestra, al llegar a esta interrogante yo hubiera exigido que me permitieran estudiar al menos un doctorado en filosofía antes de responder, pero afortunadamente la mayoría de mis paisanos no es tan complicada… Un grupo de seres para mí con un poder sobrenatural contestó que “Siempre”: ellos y ellas, el 28.1% del total, son los que reportaron un promedio de satisfacción con la vida más alto, 9 puntos. En el otro extremo tenemos a quienes contestaron que “Nunca”: así como lo lee usted, declararon que “Nunca” han podido tomar decisiones libremente; una de cada diez personas se halla en tan desdichada situación, y declara la calificación promedio de satisfacción con la vida más baja: 7.3 puntos. La mayor parte de la gente consideró que “Algunas veces” (21.9%) o “La mayoría de las veces” (39.8%) ha podido decidir libremente; su calificación promedio de satisfacción con la vida está, claro, más cerca del promedio total: 8.1 y 8.7, respectivamente. 

En otra perla de sabiduría marxista, Groucho señaló: “El dinero te libera de tener que hacer cosas que no te agraden. Dado que a mí no me gusta hacer casi nada, el dinero resulta muy útil”. Traigo a cuento lo anterior porque resulta una atinadísima explicación de qué hace los mexicanos en su tiempo libre, aquellos mismos que en primer lugar y sobre todas las cosas quisieran tener mejores ingresos para aumentar su satisfacción con la vida. ¿Cómo utilizan las personas el tiempo libre que disponen? Pues de acuerdo a los resultados de la ENSAVISO a la gente lo que más le gusta hacer cuando puede hacer lo que le plazca es no hacer nada. La pregunta fue: “Piense en el tiempo libre que tuvo en el último mes, ¿qué tanto realizó de las siguientes actividades?” De nuevo, una pregunta que cierra la infinidad de opciones —“Memorizar la Iliada”, “Oír ladrar los perros”, “Mentar madres”, por ejemplo, no aparecen en el listado—. Pero las respuestas dan la razón a quienes diseñaron el cuestionario: las tres actividades a las que los mexicanos dedican más su tiempo libre son “Estar con su familia” (82.6%), “Ver la TV” (80.4%) y “Descansar” (75.2%). 

Así que la fórmula de la satisfacción parece bastante simple: mucha lana para no hacer nada. Con una ventaja adicional —aquí parafraseo al gran Marx, Groucho, porque él pensaba que era un problema, no una ventaja—: cuando uno estás haciendo nada, nunca se sabe cuando has terminado.