sábado, 8 de agosto de 2015

Cosmo(a)gonías

Ya quedan muy pocos. Hace cinco años, en todo nuestro país sobrevivían apenas diez personas que entendían y podían expresarse en solteco, cuatro que hablaban ayapaneco, solamente dos hablantes —uno sexagenario— de chinanteco de Sochiapan, y otros dos de papabuco. Cuando muere un lenguaje se esfuma no una manera de nombrar al mundo, sino un mundo entero. Los resultados definitivos del Censo de Población más reciente muestran que en México hay cosmovisiones que están por desaparecer o quizá hoy ya lo hicieron: en 2010 quedaba un hablante de cada una de las siguientes lenguas: chinanteco de Lalana, popoluca de Oluta, popoluca de Texistepec y zapoteco del Rincón.

Entre los 6.9 millones de hablantes de alguna lengua indígena que residen en México, quienes pueden comunicarse en náhuatl conforman el grupo mayoritario: ascienden a casi 1.6 millones y representan el 23% del total. Según creo, ningún presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, estando en funciones, ha intentado aprender la lengua indígena con mayor presencia demográfica entre sus gobernados. En cambio, sé que hace unos 150 años un vienés, quien por entonces se las daba de emperador de México, quiso aprender náhuatl. En efecto, Ferdinand Maximilian Joseph Marie von Habsburg-Lorraine, archiduque de Austria, tomó varias lecciones. Su profesor fue un vecino de Tláhuac, el señor Faustino Galicia Chimalpopoca (1805-1877), gente de razón, no sólo nahuatlaco, también historiador y erudito. Más allá de haber intentado enseñarle a hablar náhuatl al fallido emperador importado, a don Faustino debemos agradecerle un par de libros útiles para aprender dicha lengua (Silabario de idioma mexicano, de 1849, y Epítome o modo fácil de aprender el idioma náhuatl o lengua mexicana, de 1869), pero sobre todo la primera traducción al español de una serie de textos fundamentales acerca del pasado prehispánico de México. De hecho, hoy conocemos tal antología como el Códice Chimalpopoca, en honor al tlahuaquense.

El Códice Chimalpopoca se integra por tres documentos —hasta donde se sabe, rescatados del olvido gracias a la copia que alrededor de 1630 realizó de unos originales el texcocano Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1568-1648)—. El primer texto, conocido como los Anales de Cuauhtitlán, relata sucesos de carácter histórico y además, en una apretada síntesis, el mito de los cinco soles, mismo asunto que luego se desarrolla en el tercer documento. En su Cosmogonía mesoamericana (Siglo XXI, 2004), al contrastar las versiones de la misma leyenda según se refieren en la Historia de Tlaxcala (1591) de Diego Muñoz Camargo (1529-1599) y en los Anales de Cuauhtitlán, Laurette Séjourné sentencia que esta última “es árida y definitiva como un informe judicial”…, y tiene razón:
El primer sol que al principio hubo… se llama Atonatiuh (sol de agua). En este sucedió que todo se lo llevó el agua; todo desapareció; y la gente se volvieron [sic] peces.El segundo sol… se llama Ocelotonatiuh (sol de jaguar). En el sucedió que se hundió el cielo; entonces el sol no caminaba de donde es mediodía y luego se oscurecía; y cuando se oscureció las gentes eran comidas…El tercer sol que hubo… se dice Quiauhtonatiuh (sol de lluvia). En el sucedió que llovió fuego sobre los moradores, que por eso ardieron.El cuarto sol… es Ecatonatiuh (sol de viento). En éste todo se lo llevó el viento; todos se volvieron monos…
De acuerdo a esta cosmogonía, hoy vivivimos en la era del quinto sol, el del movimiento, Olintonatiuh, y “en éste habrá terremotos y hambres en general, con que hemos de perecer”.

Como en el mito de los cinco soles, por el Popol Vuh —poema cosmogónico maya-quiché escrito en la segunda mitad del siglo XVI—, nos enteramos que aquella portentosa civilización también creía que la humanidad actual no era la primera. Al principio era sólo el mar y el cielo, “no había nada dotado de existencia”. Pero sucede que Tepeu y Gocumatz conferenciaron y decidieron ponerle remedio a aquello: “¡Que se llene el vacío!” Y como va…, pero aventarse a crear el mundo no es poca cosa: sucederán cuatro creaciones y cuatro destrucciones masivas previas de sendos recomienzos. La narración sigue una trama evolutiva: primero se crea la tierra, las montañas y los bosques, y sólo entonces los animales, todas esos seres que pronto defraudarán a sus Progenitores por no ser capaces de venerarlos con la palabra: “No ha sido posible que digan nuestro nombre… Seréis cambiados porque no se ha conseguido que habléis…” Continuó la creación de los primeros humanos, hechos de barro, y si bien lograron que hablaran, el experimento resultó infructuoso porque aquellos seres eran aguados, no se podían sostener erguidos y carecían de entendimiento. Las divinidades entonces deshicieron su obra. El siguiente empeño divino se concretó con los muñecos de madera:
… los hombres se produjeron, los hombres hablaron; existió la humanidad en la superficie de la tierra. Vivieron, engendraron, hicieron hijas, hicieron hijos… [Pero] no tenían ningún ingenio ni sabiduría, ningún recuerdo de sus Constructores…; andaban y caminaban sin objeto… Solamente un ensayo, solamente una tentativa de humanidad.
Por supuesto, lo que se decidió fue su aniquilamiento: “vino la inundación, vino del cielo una abundante resina”; no paró ahí, continuó todo un proceso de devastación de aquella humanidad, tan efectiva, que “dicen que la descendencia de aquéllos son los monos que existen ahora en los bosques”. Continuará la creación de otra raza humana, la de los hombres de maíz, nosotros.

Los mitos son verdades simbólicas. Actualmente la ciencia, con toda certeza, nos da cuenta de que nosotros, los Homo sapiens no hemos sido la única tentativa de humanidad. Más aún, fortalece la hipótesis de que por muchos que hoy seamos y por poderosos que creamos ser, habremos de ser suplantados por un modelo mejorado… 

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