viernes, 18 de diciembre de 2015

Ciudad atascada

Aquí el colapso siempre es inminente. El Apocalipsis de la Ciudad de México lleva ya varias ediciones, pero no importa, aquí nadie se espanta: por más documentados que se tengan todos los peligros, nadie se preocupa por buscar remedios a largo plazo. Los chilangos somos aguantadores y gurdos. 

La más reciente amenaza de nuestra debacle no es de origen sísmico ni volcánico ni hidrológico ni perruno ni sanitario ni criminal ni socio-organizativo… ¿Recuerdan La historia interminable de Michel Ende? Pues de la misma forma en la que la nada se propagaba por Fantasía, abarcando todo y seduciendo a todos —“algunos hasta se han tirado dentro intencionalmente al ver que la nada se les acercaba demasiado. Tiene una fuerza de atracción irresistible, que se hace tanto más intensa cuanto mayor es…”—, inexorablemente el caos avanza por la urbe capital de la República Mexicana, y en esta ocasión lo hace por sus calles… O bueno, no avanza y ahí estriba el problema.

Realismo mágico chilango de nueva generación: a las dos de la madrugada, apenas este jueves para amanecer viernes, cientos y cientos de automovilistas que bajan de Santa Fe atascados en un embotellamiento. Uno de los conductores que llevaba atrapado más de una hora tuitea: Sr. Mancera, por favor auxílienos, estamos totalmente parados en Constituyentes. Y, claro, seguramente a esas horas el tlatoani dormía como un santo, porque a diferencia de lo que usted pudiera pensar, aquella jornada ni siquiera fue particularmente problemática. Ocurre que de unos tres meses para acá, la Ciudad de México, de por sí una vieja anquilosada, sufre de atascamiento crónico en todas sus vías primarias. La vialidad ha ido perdiendo viabilidad, tanto —y no exagero—, que algunos días la ciudad de plano se ha colapsado. Una tarde Tláloc se emberrinchó: en un paso a desnivel del Eje 5 Sur San Antonio hubo que mandar una brigada de salvavidas en lanchas inflables a rescatar gente atrapada en coches-subacuáticos. La lluvia ha anegado el tiempo capitalino varios días… Luego los aguaceros cesaron, pero eso no ha impedido que dos o tres veces a la semana el periférico se haya convertido en el panteón de los planes de miles de personas… Testimonios sobran. Hace unas semanas, mi cuate el Autorcantor tardó cinco horas en llegar de Polanco a su casa en la del Valle, un trayecto de menos de diez kilómetros: ¡Más de dos horas nada más para bajar del segundo piso y tomar el Eje 6! Ese mismo día, yo pretendí llegar del World Trade Center al CIDE, en la salida a Toluca…, dos horas después desistí: había recorrido once cuadras, contadas. La semana pasada, después de haber tenido la suerte de haber hecho sólo tres horas y media de Xochimilco a la colonia Nápoles —menos de 30 kilómetros—, Dianita Flores tuvo que perder cuarenta minutos para recorrer las cinco cuadras que hay entre el edificio en el que vive e Insurgentes. Y diario, los retuiteos de cuentas como @retioDF dispersan las malas noticias: ¡A la altura del Viaducto, la lateral del periférico hacia el norte es un tianguis!; ¡Un suicidio entrar a Tlalpan!; Ya nunca vamos a salir de Coapa, carajo… El DF ya está todo picoteado de muerte por horas pico. ¿Qué pasó? La respuesta es simple: la ciudad de México no da para tantos coches, sencillamente ya no caben. Y el problema se agudizó hace unas semanas, desde que las autoridades decidieron dejar circular diariamente a más de 320 mil vehículos que antes no lo hacían; obtener la placa 0 ahora es cosa de soltar una mordida. ¡Que circulen todos para que ya no circule nadie!

¡Ah, qué tiempos aquellos, cuando por las calles se circulaba! El número 4 de la revista Vuelta comenzó a venderse en marzo de 1977. En sus páginas Carlos Fuentes publicó por primera vez —cuatro años después lo haría en el libro Agua quemada—el cuento "El día de las madres". En dicho relato, nos enteramos cómo Plutarco, nieto del general Vicente Vergara, gusta calmar sus ansias: 
Aceleré hasta llegar al ingreso del anillo periférico, respiré, aceleré, pero ahora tranquilo, ya no tenía de qué preocuparme, podía dar la vuelta, una, dos, cien veces, cuantas veces quisiera, a lo largo de miles de kilómetros, con la sensación de no moverme, de estar siempre en el lugar de partida y al mismo tiempo en el lugar de arribo, el mismo horizonte de cemento, los mismos anuncios de cerveza, aspiradoras eléctricas…, jabones, televisiones, las mismas casuchas chatas, verdes, las ventanas enrejadas, las cortinas de fierro, las mismas tlapalerías, talleres de reparación, misceláneas con la nevera a la entrada repleta de hielo y gaseosas, los techos de lámina corrugada, una que otra cúpula de iglesia colonial perdida entre mil tinacos de agua, un reparto estelar sonriente de personajes prósperos, sonrosados, recién pintados, Santa Claus, la Rubia de Categoría, el duendecito blanco de la Coca-Cola con su corona de corcholata, Donald Duck y abajo el reparto de millones de extras, los vendedores de globos, chicles, billetes de lotería, los jóvenes de playera y camisa de manga corta reunidos cerca de las sinfonolas, mascando, fumando, vacilando, albureando, los camiones materialistas…, los policías en motocicleta, los tamarindos, la mordida, el tapón, los cláxones, las mentadas, otra vez el arranque libre, idéntico, segunda vuelta, el mismo recorrido…
Mientras tecleo estas líneas, la gran Tenochtitlán sigue tomada por desalmados guerreros imecas y está siendo invadida por hordas de peregrinos guadalupanos provenientes de todo el país. El cueterío celebra el caos.

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