sábado, 11 de junio de 2016

El bono nini

Hace unos días la secretaria ejecutiva de la CEPAL, la bióloga mexicana Alicia Bárcena Ibarra, dijo que el narcotráfico “está ganando el bono demográfico en México y en Centroamérica”. La declaración tuvo su chispa y retumbó mediáticamente. Durante un par de jornadas, entre los goles de la semana, las paparruchas del momento y los crímenes espantosos de cada día, la afirmación de la funcionaria se comentó con la profundidad con la que solemos atender los asuntos trascendentes de la res publica. En un metrobús que iba rumbo a Tepalcates, por ejemplo, escuché a un par de encorbartados desatender un ratito sus smartphones para glosar el asunto:

— ¿Escuchaste que el Narco —en México desde hace mucho decimos el Narco así, con mayúsculas, como antes decíamos la Iglesia o el Señor Presidente— ya nos robó el bono demográfico?

El otro había oído algo, pero no había puesto mucha atención, así que le pidió al amigo que le explicara cómo estaba eso del bono democrático. El que sí sabía primero lo sacó del error —no democrático, sino demográfico— y enseguida profirió un malogrado intento de explicación que no alcanzó ni quince palabras. Por mi parte, me tocó ocasión de charlar sobre el preocupante dictamen de la señora Bárcena con tres compañeros de trabajo, una prima mercadóloga y doña Juve, la viejita que trabaja como conserje en el edificio en donde vive un amigo. Ella —quien por cierto hace unos chiles chipotles a la leña de antología que vende en frascos de nescafé— tenía más clara la cuestión, porque apostilló de inmediato:

— ¡Pobre juventud! Sin chamba y a merced de los maloras.

La expresión bono demográfico o generacional va implícito un cierto optimismo: la idea de que si la fuerza de trabajo de un país crece más rápido que su población total, entonces la producción de riquezas aumentará y a todos les irá mejor. “El concepto… se deriva de considerar que cuando la estructura demográfica se modifica en favor de la población adulta, a expensas de la población joven y la envejecida (en términos relativos), surgen oportunidades para la expansión del aparato productivo por el solo hecho de que la población activa es significativamente mayor que la inactiva” —Víctor L. Urquidi. Obras escogidas, 2009—. Así que, según la secretaria ejecutiva de la CEPAL, miles y miles de jóvenes y jovencitas en México, en lugar de sumarse a la fuerza productiva, están dedicándose al narcotráfico. 

En un estudio publicado hace poco por el Banco Mundial (Ninis en América Latina, 2016), los autores sostienen que deberíamos poner atención al problema de los ninis —los jóvenes que ni estudian ni trabajan— por tres razones: porque “contribuye a la transmisión intergeneracional de la desigualdad”, esto es, porque eterniza la injusticia social; porque “en algunos contextos, está vinculado a la delincuencia y a la violencia”, y finalmente porque no atenderlo “podría impedir que la región se beneficie de la transición demográfica que recién comienza”. En suma, según el BM el fenómeno nini está relacionado tanto con la delincuencia como con la pérdida del dichoso bono demográfico. Seguramente es así, aunque, me parece, la apreciación de la funcionaria de la CEPAL es disparatada: una cosa es que muchos jóvenes sin vida estructurada ni por un empleo ni por la escuela puedan optar por la delincuencia, y otra muy distinta es que el narcotráfico tenga el requerimiento y la capacidad de emplear a todos. 

Sean pocos o muchos los que esté reclutando el narcotráfico, son millones a los que habría que rescatar del contingente nini. La propia doctora Bárcena señaló el resquicio a través del cual, según su opinión, podría hallarse alguna esperanza: “México tiene todavía una pequeña ventana de oportunidad para ese bono demográfico: apostarlo a la educación y a la innovación, y no entregárselo al narcotráfico”.

¿Apostarle a la educación? Se oye bien. Lamentablemente los datos dicen otra cosa. Conforme pasa el tiempo, resulta más y más difícil que los jóvenes mejor instruidos encuentren trabajo en nuestro país. En el caso de quienes cuentan con más grados de instrucción —nivel medio superior y superior—, su participación relativa en la composición de desempleados totales en 2010 se ubicaba en 33.76%, en tanto que para las personas que ni siquiera habían terminado la primaria era de apenas 9.44%. A partir de entonces, la tendencia es indiscutible: en 2011 este mismo dato para la gente con estudios a nivel medio superior y superior pasó a 34.92%; en 2012 subió a 36.69%, a 37.79% en 2013, y a 40.53% y 41.78% en 2014 y 2015, respectivamente. Al primer cuatrimestre de 2016, la participación relativa del grupo en cuestión ya es de 44.26%, mientras que para las personas que tienen la primaria incompleta es sólo de 6.20%. Este panorama es uno de los cantos de la apresurada precarización del empleo que hemos venido sufriendo en México recientemente. El lado más evidente del fenómeno es la pérdida de poder adquisitivo. La oferta de empleos que ha crecido es la de los muy mal pagados. En el primer trimestre de 2008, la población ocupada que percibía hasta tres salarios mínimos era de 25.13 millones de personas, mientras que 5.16 millones percibían más de cinco salarios mínimos; al primer trimestre de este 2016, los que ganan no más de tres salarios mínimos son ya 32.15 millones, al tiempo que los que tienen un nivel de ingreso superior a cinco salarios mínimos se redujeron a 2.97 millones. Todo indica que no resulta muy fuerte que digamos la motivación para salir de casa por un ingreso así de bajo. Ni para trabajar ni para estudiar..

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