domingo, 3 de julio de 2016

Vestigios del Paraíso

But words are things, and a small drop of ink,
Falling, like dew, upon a thought produces
That which makes thousands, perhaps millions think.
George Gordon Byron, Don Juan.


Muchos de los intercambios transculturales que ocurrieron en la Antigüedad siguen encapsulados en el vocablo griego παραδεισος (paradeisos), germen, por mediación del latín paradisus, de nuestra palabra paraíso. El origen persa de la voz griega se puede rastrear en la etimología (paradais) y en la historia.

Sabemos bien de la participación de los griegos en el ascenso del Imperio aqueménida (550 a.C. – 331 a.C.), no sólo como aguerridos mercenarios, también con su arte y brega en la edificación de las ciudades persas: “arquitectos, escultores y canteros griegos trabajaron para construir Pasagardas, Susa y Persépolis… Probablemente los griegos recuperaron la palabra paradeisos para indicar el jardín de caza o cercado de estos primeros contactos con la arquitectura y el paisaje iranios” (Arnaldo Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. FCE, 1999). No es casual que el registro más antiguo que conservamos de παραδεισος se lo debamos a Jenofonte (c. 430 a.C. – c. 356 a.C.), quien fuera, aunque ni tan cercano ni tan famoso como Platón, discípulo de Sócrates. En Anábasis, Jenofonte cuenta los avatares de la expedición de mercenarios atenienses y tebanos en la sublevación del príncipe Ciro I de Persia (401 a.C.), en la cual él mismo tomó parte. En su paso por Anatolia, las huestes griegas arribaron a Celenas, una “ciudad de Frigia habitada, grande y próspera”, ubicada cerca del nacimiento del río Meandro —hoy Büyük-Menderes, en Turquía—, mismo que desemboca en la bahía de Mileto. Jenofonte relata:
“Allí Ciro tenía un palacio real y un gran paraíso lleno de animales salvajes, que cazaba a caballo cada vez que quería que los caballos y él mismo hicieran ejercicio. Por el medio del paraíso fluye el río Meandro; sus fuentes brotan del palacio real y fluye también a través de la ciudad de Celenas”.
El parque cercado era tan grande que allí se pudo pasar revista y censar a los mercenarios, “en total… once mil hoplitas y alrededor de dos mil peltastas” (Anábasis. Edición bilingüe de Cátedra, 1999). He ahí la razón por la cual, en su acepción primitiva, con paradeisos los griegos se referían a los jardines de la nobleza persa, parques cercados con huertos, plantas de ornato y animales para la caza recreativa. Por cierto, huerto y jardín comparten origen. El griego χόρτος, hortos, del cual proviene huerto a través del latín hortus, significa, igual que arcaicamente paradeisos, “lugar cercado”. El vocablo griego dimana de la raíz proto indoeuropea gher, de la cual se derivó el germánico gart, “jardín”. El círculo se cierra: la palabra jardín la tomamos del francés jardin, diminutivo del galo jart/gart, del fráncico gart, del proto germánico gardaz, cuya raíz proto indoeuropea es la misma que la de hortos, gher.

Paraíso, jardín, huerto… La etimología fundamenta la correspondencia semántica. Sin embargo, en el Génesis la palabra paraíso no aparece por ningún lado. La asociación Paraíso–Jardín del Edén se la debemos a los helenos: no se estableció sino hasta la primera traducción de los textos hebreos y arameos del Antiguo Testamento al griego, realizada en Alejandría durante el siglo III a.C.
En la Septuaginta —así llamada en referencia al número de traductores—, tanto paradès —“huerta cercada”— como gan —“jardín” en hebreo antiguo—, pasó al griego como paradeisos. Por ello, cuando Lot mira la llanura del Jordán, “que toda ella era de riego, como el huerto de Jehová” (Génesis 13:10), los traductores de Biblia griega —como lo harían los de la Vulgata en el siglo IV d.C.— en vez del “huerto” se refieren al “paraíso de Jehová”. Desde entonces, el Paraíso para los cristianos es el huerto que plantó Dios para el hombre, el Jardín del Edén.

¿Cómo es posible entonces que en su Dictionnaire philosophique portatif (1774) Voltaire se atreviera a decir lo que dijo respecto a paraíso? El francés escribió: “Este vocablo es uno de los que mayormente se ha apartado de su etimología”. ¡Cómo! ¿Por qué? Continúa François-Marie Arouet: “Todo el mundo sabe que en su origen designaba un lugar plantado de árboles frutales; luego, se llamó paraíso a los jardines que poseían árboles frondosos. Así se llamaron en la Antigüedad los jardines de Sahara situados hacia Edén…, que fueron conocidos mucho antes de que las hordas hebreas invadieran parte de Palestina”. Efectivamente… ¿Entonces qué alega el galo? No critica que se nombre paraíso al huerto que plantó Jehová a versículo seguido de haber creado al hombre (Génesis 2:7-8), sino que, centurias después, fueran mentados con la misma palabra un sitio celestial y otro espiritual. Como Voltaire, tampoco comprendo la diferencia entre estos dos últimos paraísos, pero concuerdo con él en que de jardines no tienen nada: “Los antiguos dieron el nombre de cielo a las nubes, denominación que era impropia dado que las nubes tocan la tierra mediante los vapores que las forman, y cielo es una voz vaga que significa el espacio inmenso en el que giran multitud de soles, planetas y cometas, y que de ningún modo se parece a un jardín”. No, en lo absoluto. Pero desde el I d.C. es así: el Paraíso es motivo de nostalgia y de deseo, toponimia del origen extrañado y del destino prometido, y habrá que apoquinar, porque quizá haya quien se anime a contradecir a Pablo de Tarso —quien en su Segunda carta a los corintios (12:4) llama paraíso a un Tercer Cielo—, pero a ver quién se atreve a refutar a Jesús, quien, según reporta Lucas en su Evangelio (23:43), le prometió a uno de los ladrones que moriría junto a él: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. ¿Un jardín celestial, un cielo cercado? Pues yo, como Santo Tomás…

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