sábado, 25 de marzo de 2017

Interregnum

cantaré por todo el mundo mi dolor y mi tristeza,
porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme
Pa' Todo El Año, José Alfredo Jiménez.


Play y para pronto, enseguida de la cortinilla de inicio, la descripción de la consumación definitiva en la que hoy estamos abismados: “El fin del capitalismo puede imaginarse como una muerte causada por cientos de heridas o por una multiplicidad de malformaciones, cada una de las cuales no podrá ser tratada porque todas requieren ser atendidas al mismo tiempo”. En un inglés con marcado acento germano-parlante, la voz que me habla a través de los audífonos, pausadamente, sin dejo alguno ni de complacencia ni de contrariedad, fue exponiendo cómo es que, según se muestra el panorama, estamos en pleno acabóse del sistema: “No creo que ninguna de las potenciales fuerzas estabilizadoras… sea suficiente para neutralizar el síndrome de debilidades acumuladas que caracteriza al capitalismo contemporáneo”. Pedaleo sobre Pennsylvania rumbo a la oficina, mientras, por recomendación del conde Serredi, atiendo un episodio del podcast Ideas de CBC Radio. “El capitalismo contemporáneo está desintegrándose por sí mismo (vanishing onto its own), colapsado debido a sus contradicciones internas, y no menos por haber vencido a todos sus enemigos, los cuales a menudo lo habían rescatado de sí mismo obligándolo a asumir nuevas formas”. Quien diserta haciendo gala de tan dialéctico raciocinio es el doctor Wolfgang Streeck (1946), director emérito del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades: “Tres crisis se presentaron una después de la otra: la crisis inflacionaria global de los años 70, la explosión de la deuda pública en los años 80 y el colapso de los mercados financieros en 2008. En general, esta secuencia fue la misma para todos los principales países capitalistas, cuyas economías nunca han estado en equilibrio desde… la década de 1960”. Streeck es sociólogo por la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, y cursó el posgrado en Columbia University. “Las tres crisis comenzaron y terminaron de la misma manera, de acuerdo a una lógica de política-económica idéntica: inflación, deuda pública y desregulación de la deuda privada, que comenzaron como soluciones oportunas a los conflictos de distribución entre el capital y el trabajo, hasta que se convirtieron en problemas”. En la esquina del Starbucks, doy vuelta a la derecha. Como todas las mañanas, saludo al vendedor de chilaquiles y tamales que pone su tinglado en la cuchilla de Alabama, y tomo la ciclovía que sube hacia Patriotismo por Dakota. “Las soluciones se volvieron problemas, por lo que hicieron falta nuevas soluciones, las cuales, sin embargo, pasada más o menos una década, transmutaron otra vez en problemas, haciendo necesarias nuevas soluciones que pronto resultaron tan efímeras y autodestructivas como sus predecesoras”. Paul Kennedy, el conductor del podcast, interviene: decir que el capitalismo está desintegrándose es un pensamiento aterrador… Con toda tranquilidad, Streeck coincide. Explica que el capitalismo no se reduce a gente luchando por obtener ganancias, sino que ha sido también el orden social que soporta dicha dinámica económica: “cierta gobernanza, ciertos mecanismos de contención, el corazón social del sistema que se hace responsable de las necesidades de la gente que provee de legitimidad a la organización capitalista de la economía”. Todo eso es lo que está colapsando. Streeck recuerda que los grandes teóricos del capitalismo, desde Stuart Mill hasta Keynes, pasando por Marx, pensaron que el sistema capitalista llegaría inminentemente a su fin, incluso en el horizonte de sus propias vidas, como consecuencia de contradicciones internas. “En vez de decir ahora que todos ellos debieron de haber entendido mal algo, yo creo que la esencia del asunto es que comprendieron lo frágil que ha sido siempre el sistema, y entender cómo continuamente ha sido rescatado por fuerzas opositoras que lo contenían y mantenían útil para la sociedad”. Pero hoy día al capitalismo contemporáneo ya no le quedan enemigos: se quedó sólo en el ring contra sí mismo y está siendo derrotado, devorándose a sí mismo. El sistema ha ido perdiendo las instituciones que lo autorregulaban, sobre todo en el contexto del proceso de globalización de los últimos años.

— ¡Oiga, viene en sentido contrario, no sea bárbaro! —casi llegando a Indiana, justo antes de chocar contra su enorme triciclo despostillado, me amarró y le reclamo al despachador ambulante de pan dulce y café.

— Perdón, perdón…, jefe. ¿No quiere pan? Traigo donas de chocolate.

“Cada vez más y más personas van quedando en un estado de indefensión frente la dinámica del progreso capitalista, es por ello que en los países que aún son democráticos puede observarse el incremento descomunal del descontento político, y también en la periferia del sistema capitalista un creciente número de Estados fallidos”.  ¡Ay, México lindo y querido!, se me escapa un pensamiento en español antes de reiniciar el pedaleo… Y si efectivamente no tiene remedio, ¿qué diablos sigue después del capitalismo? Streeck sostiene que es una ingenuidad suponer que el sistema habrá de agotarse sólo cuando aparezca un modelo distinto capaz de reemplazarlo. No es el caso, y por eso nos hallamos en los albores de un vacío. “Las sociedades capitalistas están entrando en un interregnum a medida que el sistema capitalista contemporáneo se derrumba sobre sí mismo”. Se pueden observar por doquier signos del interregnum —o interregno en español, un período de discontinuidad en el orden social—, de entre los que destacan el monstruoso acantilado que separa a los ultra-enriquecidos (1%) del resto de las personas (99%), y las cada vez más graves discrepancias entre el capitalismo y la democracia.

De cómo es que estamos transitando al post-capitalismo escribe Wolfgang Streeck en su reciente libro, How Will Capitalism End? (Verso Books, 2016), una colección de ensayos que ahora mismo se está leyendo y discutiendo en todo el mundo. Pero ya voy a llegar…

sábado, 18 de marzo de 2017

La idea inicial

Somos —el famoso ergo sum— en la medida en la que
nos esforzamos en “pensar el ser”, el “no ser” (la muerte)
y la relación de estos dos polos con la presencia o ausencia,
con la vida y la muerte de Dios.
George Steiner.


Cualquier idea es susceptible de caducar e incluso de expirar, aunque nada impide que de sus cenizas una idea muerta resucite. Averigüetas, entrometido, Perogrullo levanta la mano y proclama una verdad: ¡Oiga, pero hubo un tiempo en que determinadas ideas no existían! Pues sí, y no sólo determinadas ideas, sino más bien todas, porque todas las ideas, incluso esta que estoy enunciando aquí y ahora mismo, son productos históricos y (por ende) transitorios. Seguramente más de uno podría tachar de exagerado a quien sostenga que cualquier idea es pasajera… Pero la afirmación no peca de excesiva; medítelo, en realidad es sólo una cuestión de escalas… Por ejemplo, desde una perspectiva cósmica, las ideas son fugaces.

Aristocles habría abominado de la idea anterior. Él mismo fue una criatura histórica: llegó al mundo hace 2,444 años, en una polis localizada en la ladera sureste del Monte Licabeto, Atenas, corazón de la Grecia antigua y cuna del logos occidental. Según Diógenes Laercio (Vida de los filósofos más ilustres), quien a su vez se respalda en las Crónicas de Apolondro el Gramático, Aristocles nació en la octogésima octava Olimpiada, el día 7 de Targelión (abril). Aristocles fue uno de los cuatro hijos de una pareja de aristócratas atenienses, Aristón y Perictione. Como se sabe, al tal Aristocles le habría de tocar la nada fácil encomienda de erigir, con su pensamiento y obra, el pedestal que luego soportaría el edificio entero de la filosofía de Occidente. Para ello contó con un apodo que, según se dice, atinadamente le impuso su maestro de lucha: Platón, lo que es decir, El Ancho, ya sea “por la buena proporción de su cuerpo…, por lo amplio de su locución, o bien porque tenía la frente amplísima”. Pues con todo y su anchura y su sapiencia, a Platón no le habría cabido en la cabeza la idea de que algún día se emprendiera el estudio de la historia de las ideas. Y es que para el sabio fundador de la Academia no resultaba platónica la idea de que las ideas tienen una dimensión ontológica y, más aún, una esencia perenne. Él defendía la idea de que las ideas son aespaciales y atemporales, esto es, ahistóricas. Históricamente, a esta postura se le conoce como idealismo.

En mi historia personal, la poderosa idea de la historia de las ideas me salió al paso a finales del siglo pasado en CU. Sucedió en un aula de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y el portador de la noticia fue un veracruzano arrebatado y culto a rabiar, Julián Meza (1944-2012). Junto con Gabriel Careaga, Fernando Benítez, Julia Flores, Raúl Cardiel, Silvia Cabrera, Gustavo García y Fernando Macotela, Julián fue uno de los maestros de lujo de quienes pude aprender durante aquellos años. Casi subrepticiamente, Julián impartía un seminario etiquetado como “Sociología de la Cultura”. Mientras que la mayoría de mis compañeros de generación —una escuálida minoría en la Facultad— atendían seminarios de El Capital, Sociología del Trabajo, Sociología Rural y otras materias igualmente revolucionarias y comprometidas, nosotros nos dedicamos a escudriñar una sola idea, la de la Modernidad, iluminados por los pensadores del grupo conocido como la Escuela de Fráncfort. Leer a Adorno, Horkheimer, Habermas y compañía por aquel entonces no sólo era una transgresión descarada al materialismo histórico con el que todos teníamos que pensar todo en la Facultad, peor aun, era considerado bastante fresa.

La historia de las ideas en tanto disciplina tiene su historia. La concepción de la idea suele atribuirse al filósofo e historiador norteamericano Arthur Oncken Lovejoy (1873-1962) —con lo cual, desafortunadamente para el mundo hispanoparlante, se escatima todo mérito al santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), quien en 1883 publicó un libro que desde el título explicita sin ambages que ya operaba con el concepto: Historia de las ideas estéticas en España—. En 1936, aparece la primera edición del libro de Lovejoy que se considera la obra fundacional de la disciplina, The Great Chain of Being (Harvard University Press, 1936). “Por historia de las ideas entiendo algo que es al mismo tiempo más específico y menos limitado que la historia de la filosofía”. En 1940, él mismo fundó la prestigiosa revista académica Journal of the History of Ideas, que publica hasta ahora Universidad de Pennsylvania y en la cual se difunden los trabajos de cientos de especialistas en el campo de la historia de las ideas.

Cierro con un ejemplo que justifica todo el exordio. Lo tomo de un librito colosal, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (FCE, 2005), de George Steiner (Paris, 1929). El enorme pensador occidental —es trilingüe por completo, sueña en inglés, francés y alemán, y además entiende y traduce español, portugués, griego, italiano y, por descontado, latín—, aventura al final de su majestuoso ensayo la hipótesis poética de que un homínido se convirtió en el ser humano que hoy somos —alumbramiento al que algunos estudiosos se refieren como la revolución cognitiva— cuando logró albergar una idea inmensa: “Verosímilmente, el homo se hizo sapiens y los procesos cerebrales evolucionaron más allá del reflejo y del simple instinto cuando surgió la cuestión de Dios. Cuando los medios lingüísticos permitieron la formulación de esa cuestión”. Esto es, Dios no creó al hombre, el hombre se creó a sí mismo cuando pudo concebir la idea de Dios y nombrarla con la palabra.

sábado, 11 de marzo de 2017

El susurro de la historia



…. una de las muchas desilusiones de la vida
consistía en que nunca era una novela,
ni de Maupassant ni de ningún otro.
Bueno, quizá un cuento satírico de Gógol.
Julian Barnes, El ruido del tiempo.


La novela histórica nació el día que comenzaron a venderse los primeros ejemplares de Waverley or 'Tis Sixty Years Since, de Walter Scott (1771-1832). Eso sucedió el 7 de julio de 1814, en Edimburgo, Escocia. Dos días después se  agotó el primer tiro. 203 años después, el género sigue vivo, vigoroso: en todo el mundo se escriben y se siguen leyendo novelas históricas. La isla en donde apareció el género no podía ser la excepción.

En 2010 comenzó a otorgarse el que es hoy uno de los más prestigiados galardones de las letras occidentales, The Walter Scott Prize for Historical Fiction. Patrocinado por los duques de Buccleuch —parientes lejanos de sir Walter Scott—, el premio honra a la mejor novela histórica escrita en inglés de cada año. Pueden participar libros publicados el año previo a cada edición en el Reino Unido, Irlanda y la Commonwealth. Se consideran los criterios de calidad, innovación y trascendencia de la obra. De acuerdo al subtítulo de Waverley  —Sesenta años desde…—, la parte principal del argumento de las novelas participantes debe ubicarse por lo menos hace seis decenios. La puja al ganador asciende a 25 mil libras esterlinas, casi 610 mil pesos mexicanos. En junio se da a conocer el fallo del jurado, y el premio es entregado durante el Borders Book Festival que se celebra anualmente en el terruño del pionero de la novela histórica, Melrose, a unos 60 kilómetros al sur de la capital escocesa.

Son 13 las novelas que este año ha sido nominadas para ganar el Walter Scott Prize for Historical Fiction —puedes adquirir cualquiera en formato kindle, en Amazon—. 1) A Country Road, A Treede la inglesa Jo Baker; novela en torno a los andares de Samuel Beckett en Paris durante los años de la ocupación nazi. 2) Days Without End, del irlandés Sebastian Barry; obra en la que se narran las aventuras de Thomas McNulty en los inhóspitos parajes norteamericanos de mediados del siglo XIX, y la cual ya ha sido galardonada con el Costa Book of the Year 2016. 3) Crane Pond A Novel of Salem, de Richard Francis; novela acerca de las famosas brujas norteamericanas contada desde la perspectiva de uno de los jueces que condenaron a aquellas mujeres. 4) The Dark Circle, de Linda Grant; historia situada en Inglaterra, al término de la Segunda Guerra Mundial. 5) The Vanishing Futurist, de Charlotte Hobson; novela en torno a la desaparición, en 1919, del polímata ruso Nikita Slavkin. 6) The Good People, de Hannah Kent, drama ubicado en Irlanda a principios del XIX. 7) Minds of Winter, del canadiense Ed O'Loughlin, libro de aventuras de exploradores en zonas árticas. 8) The Essex Serpent, de Sarah Perry; historia decimonónica de amor. 9) The Last Painting Of Sara de Vos, del australiano Dominic Smith; novela de intriga en torno a una pintura realizada en el siglo XVII. 10) Golden Hill, del prestigiado ensayista inglés Francis Spufford; novela ganadora del The Costa First Novel Award, en la cual narra las aventuras de un hombre en Nueva York, treinta años antes de la Independencia norteamericana. 11) Mothering Sunday, del prolífico novelista londinense Graham Swift. 12) The Gustav Sonata, de Rose Tremain; una historia también ambientada durante la Segunda Guerra Mundial, en este caso en Suiza. Y finalmente, la que parece liderar la contienda: The Noise Of Time, de Julian Barnes.


¿No has leído nada de Julian Barnes (Leicester, 1946)? Obligadas dos novelas: El loro de Flaubert (1984) y Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), pero tiene varias más, incluyendo cuatro novelas policiacas que firma con el pseudónimo Dan Kavanagh. Y ya es posible leer en español el más reciente libro de Julian Barnes, El ruido del tiempo (Anagrama, 2016) —por cierto, título que el novelista toma de las memorias del poeta ruso Ósip Mandelshtam (1891-1938), muerto en una de las purgas ordenadas por Stalin—. Se trata de una novela escrita en un formato poco ortodoxo —más que dejar correr el hilo de la historia, la va configurando a raudos pincelazos, en episodios muy cortos, algunos incluso en pequeños párrafos—, en la que cuenta la vida del compositor soviético Dmitri Dmítrievich Shostakóvich (1906-1975). En general, la recepción de la crítica ha sido estupenda; Alex Preston (The Guardian) para pronto escribió que se trata de la obra maestra de Barnes.

Si bien en la historia que cuenta hay referencias constantes al proceso creativo del músico y su obra, me parece que el asunto principal que atiende El ruido del tiempo es la relación entre el poder político y el arte. Más allá del consabido dilema del compromiso y congruencia versus la libertad del creador, en la sometida vida de Shostakóvich —oprimida por el stalinismo, al punto de que en sus últimos años “ya no esperaba que lo matasen; este temor pertenecía a un pasado lejano. Pero que te mataran nunca había sido peor”—, Barnes encuentra argumentos para apostar por la fuerza apolínea del arte: “¿Qué podría oponerse al ruido del tiempo? Sólo esa música que llevamos dentro —la música de nuestro ser— que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de las décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la historia”.

viernes, 3 de marzo de 2017

Historia no escrita

He notado que incluso aquellos que afirman
que todo está predestinado y que no podemos cambiar nada al respecto
siguen mirando hacia ambos lados antes de cruzar la calle. 
Stephen Hawking



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Enseguida, la paradoja del conocimiento histórico: “El conocimiento que no cambia el comportamiento es inútil. Pero el conocimiento que cambia el comportamiento pierde rápidamente su relevancia. Cuantos más datos tenemos y cuanto mejor entendemos la historia, más rápidamente la historia altera su rumbo y más rápidamente nuestro conocimiento queda desfasado”. Y ahora una verdad, aunque sea una verdad de Perogrullo: el pasado va creciendo día a día, y los datos históricos se van abultando conforme avanza el tiempo.

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Entre más informado esté usted, más vívidamente experimentará la fuerza y velocidad del cambio que sacude hoy al mundo entero. Lamentablemente, la cantidad de datos de que usted disponga no tendrá proporcionalidad alguna con el entendimiento de las cosas que logre alcanzar; es más, seguramente a mayor cúmulo informativo, mayor confusión. “Hace siglos —recuerda el doctor en Historia Yuval Noah Harari—, el saber humano aumentaba despacio, de modo que la economía y la política también cambiaban a ritmo pausado. En la actualidad, nuestro conocimiento aumenta a una velocidad de vértigo, y teóricamente deberíamos entender el mundo cada vez mejor. Pero sucede exactamente lo contrario. Nuestro conocimiento recién adquirido conduce a cambios económicos, sociales y políticos más rápidos; en un intento de comprender lo que está ocurriendo, aceleramos la acumulación de saber, lo que sólo lleva a trastornos más céleres y grandes. En consecuencia, cada vez somos menos capaces de dar sentido al presente o de pronosticar el futuro”.

El entendimiento precisa discernimiento. La sabiduría requiere foco y tiempo.

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La realidad detesta los planes. Los accidentes son seguros. Conforme apuramos el paso, los hechos que tuercen las rutas trazadas o al menos proyectadas surgen con más frecuencia. Por más grande que sea el volumen de datos que podamos recabar, por más poderosa que se vuelva nuestra capacidad para procesarlos, lo que está a un tris de suceder resulta un misterio.

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Avanzamos aceleradamente hacia lo imponderable. Cada vez más aprisa, el presente se desleía en el cambio. El futuro se está volviendo cada vez más inmediato. Lo viejo deja su lugar a lo nuevo, a lo desconocido. La incertidumbre se ha vuelto rutinaria, una certeza.

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En la actual vorágine del cambio, a la gente sólo le queda tratar de agarrarse de los resbaladizos asideros del gerundio. En la medida en la que las viejas narrativas van perdiendo vigor para comprendernos, el pasado va dejando de estar presente. Sin relatos que permitan tramar el tiempo, cada vez nos animamos menos a plantearnos qué podemos hacer ahora mismo para incidir en la configuración del porvenir. Quienes se preguntan con temor qué va a suceder no se encamina voluntariamente hacia el mañana.

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Piedras catapultadas hacia el futuro. ¿Dónde caerá cada una de ellas?

Un ave fénix remonta el vuelo. La noción de destino resucita. Desacreditados injustamente, científicos e historiadores van perdiendo audiencia, mientras que bufones, mentirosos variopintos y charlatanes recobran preeminencia. Mendaces clarividentes regresan por sus fueros.

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En su más reciente libro, Homo Deus (Debate, 2016. Primera edición en inglés, 2015), Yuval Noah Harari (Israel, 1976) ofrece una “breve historia del mañana”. No se trata de un puñado de predicciones de futurólogo fantasioso, sino de una razonada y muy bien documentada mirada de macro-historiador a los derroteros hacia los cuales muy probablemente se dirige la humanidad. En su nuevo ensayo, el israelí deja correr las grandes tendencias de la evolución cultural que pudo identificar en su anterior obra, el éxito internacional de De animales a dioses (Debate, 2014. Primera edición en inglés, 2013). ¿Brincó de historiador a profeta? No, en lo absoluto: “Si la historia no sigue ninguna regla estable, y no podemos predecir el rumbo futuro, ¿por qué estudiarla?… La ciencia no tiene que ver sólo con predecir el futuro… Aunque ocasionalmente los historiadores tratan de hacer profecías (sin un éxito notable), el estudio de la historia pretende, por encima de todo hacernos conscientes de posibilidades que normalmente no consideramos. Los historiadores estudian el pasado, no con la finalidad de repetirlo, sino con la de liberarnos del mismo”.

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Libros como Homo Deus son relevantes en situaciones como la que actualmente transitamos precisamente porque abren ventanas para escaparnos de la fatalidad. De la poderosa imaginación humana surgió la atroz idea del destino, y sólo la poderosa imaginación humana puede desmantelarla. No es necesario tener razón, pero sí deseo e imaginación suficientes. Deseo para querer dirigirse hacia algún lado e imaginación para tramar el tiempo, para crear narrativas. “Los movimientos que pretenden cambiar el mundo suelen empezar reescribiendo la historia, con lo que permiten que la gente vuelva a imaginar el futuro… La nueva historia explicará que ‘nuestra situación actual no es natural ni eterna. Antaño las cosas eran diferentes. Sólo una sucesión de acontecimientos causales creó el mundo injusto que hoy conocemos. Si actuamos con sensatez. podremos cambiar este mundo y crear un mundo mucho mejor’. Esta es la razón por la que los marxistas vuelven a contar la historia del capitalismo, por la que las feministas estudian la formación de las sociedades patriarcales y por la que los afroamericanos conmemoran los horrores de la trata de esclavos. Su objetivo no es perpetuar el pasado, sino que nos libremos de él”.

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Sin imaginación, el presente se nos puede acartonar, aunque sea vertiginoso. Atados a una historia que nadie ha escrito.