sábado, 18 de marzo de 2017

La idea inicial

Somos —el famoso ergo sum— en la medida en la que
nos esforzamos en “pensar el ser”, el “no ser” (la muerte)
y la relación de estos dos polos con la presencia o ausencia,
con la vida y la muerte de Dios.
George Steiner.


Cualquier idea es susceptible de caducar e incluso de expirar, aunque nada impide que de sus cenizas una idea muerta resucite. Averigüetas, entrometido, Perogrullo levanta la mano y proclama una verdad: ¡Oiga, pero hubo un tiempo en que determinadas ideas no existían! Pues sí, y no sólo determinadas ideas, sino más bien todas, porque todas las ideas, incluso esta que estoy enunciando aquí y ahora mismo, son productos históricos y (por ende) transitorios. Seguramente más de uno podría tachar de exagerado a quien sostenga que cualquier idea es pasajera… Pero la afirmación no peca de excesiva; medítelo, en realidad es sólo una cuestión de escalas… Por ejemplo, desde una perspectiva cósmica, las ideas son fugaces.

Aristocles habría abominado de la idea anterior. Él mismo fue una criatura histórica: llegó al mundo hace 2,444 años, en una polis localizada en la ladera sureste del Monte Licabeto, Atenas, corazón de la Grecia antigua y cuna del logos occidental. Según Diógenes Laercio (Vida de los filósofos más ilustres), quien a su vez se respalda en las Crónicas de Apolondro el Gramático, Aristocles nació en la octogésima octava Olimpiada, el día 7 de Targelión (abril). Aristocles fue uno de los cuatro hijos de una pareja de aristócratas atenienses, Aristón y Perictione. Como se sabe, al tal Aristocles le habría de tocar la nada fácil encomienda de erigir, con su pensamiento y obra, el pedestal que luego soportaría el edificio entero de la filosofía de Occidente. Para ello contó con un apodo que, según se dice, atinadamente le impuso su maestro de lucha: Platón, lo que es decir, El Ancho, ya sea “por la buena proporción de su cuerpo…, por lo amplio de su locución, o bien porque tenía la frente amplísima”. Pues con todo y su anchura y su sapiencia, a Platón no le habría cabido en la cabeza la idea de que algún día se emprendiera el estudio de la historia de las ideas. Y es que para el sabio fundador de la Academia no resultaba platónica la idea de que las ideas tienen una dimensión ontológica y, más aún, una esencia perenne. Él defendía la idea de que las ideas son aespaciales y atemporales, esto es, ahistóricas. Históricamente, a esta postura se le conoce como idealismo.

En mi historia personal, la poderosa idea de la historia de las ideas me salió al paso a finales del siglo pasado en CU. Sucedió en un aula de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y el portador de la noticia fue un veracruzano arrebatado y culto a rabiar, Julián Meza (1944-2012). Junto con Gabriel Careaga, Fernando Benítez, Julia Flores, Raúl Cardiel, Silvia Cabrera, Gustavo García y Fernando Macotela, Julián fue uno de los maestros de lujo de quienes pude aprender durante aquellos años. Casi subrepticiamente, Julián impartía un seminario etiquetado como “Sociología de la Cultura”. Mientras que la mayoría de mis compañeros de generación —una escuálida minoría en la Facultad— atendían seminarios de El Capital, Sociología del Trabajo, Sociología Rural y otras materias igualmente revolucionarias y comprometidas, nosotros nos dedicamos a escudriñar una sola idea, la de la Modernidad, iluminados por los pensadores del grupo conocido como la Escuela de Fráncfort. Leer a Adorno, Horkheimer, Habermas y compañía por aquel entonces no sólo era una transgresión descarada al materialismo histórico con el que todos teníamos que pensar todo en la Facultad, peor aun, era considerado bastante fresa.

La historia de las ideas en tanto disciplina tiene su historia. La concepción de la idea suele atribuirse al filósofo e historiador norteamericano Arthur Oncken Lovejoy (1873-1962) —con lo cual, desafortunadamente para el mundo hispanoparlante, se escatima todo mérito al santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), quien en 1883 publicó un libro que desde el título explicita sin ambages que ya operaba con el concepto: Historia de las ideas estéticas en España—. En 1936, aparece la primera edición del libro de Lovejoy que se considera la obra fundacional de la disciplina, The Great Chain of Being (Harvard University Press, 1936). “Por historia de las ideas entiendo algo que es al mismo tiempo más específico y menos limitado que la historia de la filosofía”. En 1940, él mismo fundó la prestigiosa revista académica Journal of the History of Ideas, que publica hasta ahora Universidad de Pennsylvania y en la cual se difunden los trabajos de cientos de especialistas en el campo de la historia de las ideas.

Cierro con un ejemplo que justifica todo el exordio. Lo tomo de un librito colosal, Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (FCE, 2005), de George Steiner (Paris, 1929). El enorme pensador occidental —es trilingüe por completo, sueña en inglés, francés y alemán, y además entiende y traduce español, portugués, griego, italiano y, por descontado, latín—, aventura al final de su majestuoso ensayo la hipótesis poética de que un homínido se convirtió en el ser humano que hoy somos —alumbramiento al que algunos estudiosos se refieren como la revolución cognitiva— cuando logró albergar una idea inmensa: “Verosímilmente, el homo se hizo sapiens y los procesos cerebrales evolucionaron más allá del reflejo y del simple instinto cuando surgió la cuestión de Dios. Cuando los medios lingüísticos permitieron la formulación de esa cuestión”. Esto es, Dios no creó al hombre, el hombre se creó a sí mismo cuando pudo concebir la idea de Dios y nombrarla con la palabra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario