martes, 30 de mayo de 2017

Noé, el portador

Esta semana escribí acerca de Sabacio, una novela de una búlgara, Kritín Dimitrova. Encontré hace rato un hermoso poemita de la misma mujer. Obviamente no leo búlgaro, lo hallé en inglés. Así lo transcribo enseguida y, después, humildemente, propongo una traducción (búlgaro-inglés-español) a nuestro idioma:

Noah, the Carrierby Kristin Dimitrova

Noah told it differently.

To the Jewish delegation he said
after the raven he had sent out a dove –
Lo! she returned with an olive leaf.

The dove is the white herald of joy, pure soul of the innocent
foretokening new life.

The founding fathers approved the tale
and included it.

To Gilgamesh, however, he put it like this:

I sent out a dove but she came back.
I sent out a swallow, she also returned.
Finally, I sent a raven:
never saw him again –
then I knew he had found
dry land and prey.

The raven is the black warrior among birds, a circling cut
in the good sky, first witness of the last transformation.

This was the language of Gilgamesh.

Left to himself,
Noah murmured

‘Truth does not
make a good myth
yet only myth can carry it.’

He could clearly remember
it was the flies
that discovered the ark.

Trans. from the Bulgarian by Gregory O'Donoghue


Noé, el portadorpor Kristin Dimitrova


Noé lo contó de otra manera.

A la delegación judía dijo:
después del cuervo envié una paloma –
Ea! ella regresó con una hoja de olivo.

La paloma es el blanco heraldo de la alegría, el alma pura del inocente
para una vida nueva.

Los padres fundadores aprobaron la historia
y la incluyeron.

Para Gilgamesh, sin embargo, las cosas fueron así:

Solté una paloma pero ella regresó.
Solté una golondrina, ella también regresó.
Finalmente, solté un cuervo:
nunca más volví a verlo otra vez –
entonces supe que había encontrado
tierra firme.

El cuervo es el guerrero negro entre las aves, un corte circular
en el buen cielo, el primer testigo de la última transformación.

Este fue el lenguaje de Gilgamesh.

Para sí miso,
Noé murmuró:

‘La verdad no
hace buenos mitos
pero solo los mitos pueden portarla.’

El podría recordar claramente
que fueron las moscas
las que descubrieron el arca.

Traducción del inglés por Germán Castro


viernes, 26 de mayo de 2017

¿Contingencia? ¿Cuál contingencia?

En la culminación del mundo urbano,
las ciudades son… cadáveres con una salud de hierro. 
Juanma Agulles, La destrucción de la ciudad.



En 2016, entrenando para el Medio Maratón de la Ciudad de México, a mediados de mayo ya estaba corriendo unos 55 kilómetros a la semana. Los domingos, el día que sumaba más distancia, le metía unos 15 kilómetros en El Sope, una de las pistas de Chapultepec. Este año, en cambio, ha resultado desastroso: hoy mismo no me animaría a inscribirme en una carrerita de 10 kilómetros, y las contadas tardes que he podido salir a correr me ha costado horrores completar media horita… Intransigente como todas, mi vejez avanza, ciertamente, pero la edad todavía no es motivo de embargamiento físico. Tampoco ha sido cuestión de flaqueza de voluntad. El problema ha estado y está en el aire, esa mezcla homogénea de Nitrógeno (78%), Oxígeno (21%) y gases inertes (1%), virtualmente constantes en todo el planeta, que a cada rato, a la menor provocación, figuradamente decimos que nos falta, pero que en realidad no puede faltarnos ni cinco minutos si queremos permanecer entre los vivos. Aire no me ha faltado, el trastorno está en su calidad: sucede que vivo en medio de una catástrofe ambiental. Desde los primeros días de 2017, nada más clausurado el Guadalupe-Reyes, cada jornada, el sistema de monitoreo atmosférico me ha informado que no, que no hay condiciones para hacer ejercicio al aire libre… Durante los tres primeros meses del año pude contar con los dedos de una sola mano las tardes con semáforo en verde —no más de 49 puntos en el índice de calidad del aire—.

Digamos que la contaminación se ha ensañado con la Ciudad de México, aunque dicho así es un lamento lastimero, una forma generalizada e irresponsable de torear la verdad: en realidad somos los seres humanos que habitamos en la Cuenca de México quienes nos hemos ensañado con el medio ambiente…, lo cual es una manera fullera de decir que todos los habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México somos un congregado variopinto, bueno más preciso decir varioprieto, de suicidas por omisión. Indolentes, ignorantes y dejados, nos estamos dejando morir.
Esta misma semana sufrimos —lo que es decir nosotros mismos provocamos— la contingencia ambiental más larga en casi veinte años. Lo peor es que nadie puede declarar —bueno, de poder sí pueden, de hecho lo hacen— que transitamos por una situación anómala e imprevisible… Se habla de “sistemas de alta presión” como si fueran seres diabólicos que el destino infame nos hubiera enviado…  Pero, de hecho, lo que hoy se vive no es anómalo en el sentido de que se presenta puntualmente en correspondencia plena con la tendencia: desde el pasado invierno, esto ya estaba del diablo, se dejó venir el calor y entonces se puso infernal el infierno; y no era imprevisible puesto que todo mundo lo vio venir, tanto, que incluso ya se acuñó el término “temporada de contingencias ambientales”, ahí nomás para que nos vayamos acostumbrando.

La ciudad se ahoga: la ciudad nos ahoga. Y aunque así la llamen, esta situación dejó de ser una contingencia. El vocablo significa “posibilidad de que algo suceda o no suceda”, esto es, una contingencia es una eventualidad, un suceso posible pero no previsible en la medida en la que no es cíclico o no está programado. El ocaso no es una contingencia, el otoño no es una contingencia… Si la próxima semana comienzan a llover pájaros muertos en la orgullosa Ciudad de México quizá, siendo muy transigentes, podríamos llamar al hecho una contingencia, pero a la crisis ambiental que hoy tiene con la nariz reseca a millones de personas es una coyuntura lógica que tenía que presentarse, y desgraciadamente lo mismo puede decirse de los problemas de salud pública que en el mediano plazo depararán estas condiciones.


El primer principio de la Declaración de Estocolmo, adoptada durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano de junio de 1972, establece: “El hombre tiene derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio ambiente de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar…” Hasta aquí, queda claro que el Estado Mexicano ha fallado en garantizar un derecho humano a los habitantes de la megalópolis más grande del país, pero hay que seguir leyendo: “… y tiene la solemne obligación [el susodicho hombre] de proteger y mejorar el medio ambiente para las generaciones presentes y futuras”. Y aquí queda evidenciada nuestra culpa generacional: además de suicidas, le estamos fallando nuestros descendientes. La incapacidad de acción ciudadana de los citadinos es tal que la actividad conjunta que más observo es rogar que llueva…

Seguramente estoy dramatizando, porque el viernes pasado, al filo de la una de la tarde, la señora Tanya Müller García, secretaria del Medio Ambiente del gobierno capitalino, tuvo a bien tuitear: “Gracias a las políticas ambientales que se llevan a cabo, la #CDMX ha dejado de ubicarse como una de las urbes más contaminadas del país”. ¡Albricias, albricias! Con buenas noticias como estas, ¿qué importa que cuatro horas más tarde el índice de la calidad del aire llegara a 166 puntos…? ¡Albricias, albricias! Estoy tan contento que disculparán ustedes que hoy no haya hablado de libros…

viernes, 19 de mayo de 2017

Diccionario de lugares comunes del votante mexicano

Supongamos que requiere usted cartografiar ideológicamente este país. Podría hacer un mapita temático en el que, usando distintos colores, se mostraran las diversas posturas. Puede irse por la fácil y caer en el yerro de aceptar que los partidos políticos efectivamente representan posturas ideológicas; pintará de rojo los feudos priístas, de verde a los verdes, de azul los panistas…, y así. Creo en cambio que la supuesta heterogeneidad política es cosa etérea (¿etérgeneidad?). Las diferencias entre los partidos existen, por supuesto, no todos son iguales, pero sus diferencias son de intereses no de ideas. En cuanto a ideología, el país es latifundio del lugar común. Valga decirlo así: lo más común es el lugar común ideológico.

El lugar común ideológico no respeta colores partidistas, fronteras de clase social, perfiles sociodemográficos, niveles escolares…, ¡por algo es lugar común! En un Diccionario de lugares comunes del votante mexicano podríamos encontrar, por ejemplo:
Buen mexicano.- Mal ciudadano; úsese en la locución pronominal “Como buen mexicano…”Error.- No existen, hay áreas de oportunidad.Político.- Todos son iguales.Sentido común.- El menos común de los sentidos.
Un tumbaburros de esta calaña podría ser un ejercicio pertinente, pero no novedoso. Hace más de un siglo, ya se le había ocurrido a un novelista francés. Del Dictionnaire des idées reçues, tres entradas de muestra:
Imbéciles.- Quienes no piensan como uno.Literatura.- Ocupación de los ociosos.Novelas.- Pervierten a las masas.
El Dictionnaire des idées reçues fue un proyecto en el cual Gustave Flaubert (1821-1880) trabajó durante tres décadas. Nunca logró concluirlo, al menos no como un libro unitario. Peccata minuta. Como sabe cualquier persona que haya pasado por una secundaria, Madame Bovary (1857) alcanza para que don Gustavo sea considerado un imprescindible de la literatura universal. Pero el normando es más que Madame Bovary, aunque no mucho más: descontando las piezas seminales que tuvo el recato de no publicar —las novelas Sueño infernal (1837), Memorias de un loco (1838) y Noviembre, fragmentos de un estilo cualquiera (1842)—, así como las distracciones —La tentación de San Antonio (1874) y Tres cuentos (1877)—, quedan tres novelas más: Salambó (1862), La educación sentimental (1869) y su gran apuesta narrativa, Bouvard y Pécuchet, obra que, a pesar de haber quedado inconclusa, Caroline Commanville, sobrina del novelista, publicaría al año siguiente de la muerte del tío bigotón. Desde entonces, las buenas ediciones (por ejemplo, la de Penguin Clásicos) suelen incluir el Dictionnaire des idées reçues, presentado como planeaba hacerlo el propio Flaubert, esto es, como una sesuda creación de los protagonistas.

Algunos traducen idées reçues como ideas corrientes (Penguin). La traducción directa sería ideas recibidas, en el sentido de preconcebidas: ideología, pues; usted no concibió lo que cree que piensa sino que le fue incubado. En inglés se ha impuesto la literalidad (Dictionary of Received Ideas), y es una pena, porque existe el término platitude, tomado del francés, y que el Webster emparenta con insípido, banal, trivial, y que proviene del latín planitĭa (superficie, planicie, pero también normal), el mismo origen de los vocablos españoles llaneza y planicie. En efecto, los lugares comunes expresan la planicie del pensamiento, la ausencia de relieve. ¡Lástima que en español no tengamos platitud! La definición que ofrece Wikipedia para el término en inglés es la siguiente: “declaración trivial, sin sentido o prosaica, generalmente dirigida a calmar el malestar social, emocional o cognitivo. Las platitudes están orientadas a presentar una sabiduría superficial y unificadora. Sin embargo, son demasiado generales y desgastadas para ser algo más que juicios preconcebidos, con una contribución muy poco significativa a una solución”. ¿Por ejemplo? ¡Uy, abundan!:
— Es como todo…— No me preocupo, me ocupo…— Mejor tarde que nunca…
La espeluznante planicie del lugar común: una enorme extensión que habría que cartografiar usando la misma tinta, el mismo patrón… Lo cual nos lleva a la palabra cliché: según informa el Diccionario panhispánico de dudas se trata de una voz tomada del francés cliché, “plancha que se utiliza para reproducir múltiples copias de los textos o imágenes grabados en ella”, “negativo fotográfico”, “estereotipo” y, ya por extensión, “lugar común, idea o expresión demasiado repetida”, conforme a la tercera acepción que provee la RAE.

En su Diccionario de lugares comunes —como traduce Tomás Onaindia para la edición de EDAF—, Flaubert incluye algunas definiciones que pintan de cuerpo entero al burgués europeo decimonónico al que quería denostar. La fe que desde entonces y hasta hace muy poco había compartido la inmensa mayoría de los occidentales se expresa palmariamente aquí:
Economía: Siempre acompañada de “orden” conduce a la riqueza.Egoísmo: Lamentarse del ajeno y no caer en la cuenta del propio.
La definición que años después aporta Ambrose Bierece (1842-1914) en su Diccionario del diablo es mucho mejor: 
Egoísta.- Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí.
El de Bierce no es un catálogo de lugares comunes, más bien lo opuesto: presenta definiciones meditadas y excéntricas. Su Diccionario del diablo puede servir para enfocar con precisión al informante al que deberíamos acudir en caso de que quisiéramos acometer la empresa de escribir el Diccionario de lugares comunes del votante mexicano:
Idiota.- Miembro de una vasta y poderosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha sido siempre dominante. La actividad del Idiota no se limita a ningún campo especial de pensamiento o acción, sino que satura y regula el todo. Siempre tiene la última palabra; su decisión es inapelable. Establece las modas de la opinión y el gusto, dicta las limitaciones del lenguaje, fija las normas de la conducta.

viernes, 12 de mayo de 2017

De Murakami al Conejo

Ya, ya me está gustando más de lo normal 
Todos mis sentidos van pidiendo más
Despacito, Luis Fonsi


Ser culto ya no es aspiración de nadie; es más, una persona con conocimientos generales ligeramente por encima de la empobrecida media provoca enorme desconfianza. ¿Por qué? La razón es simple: ¿de qué carajos sirve saber cosas que no son útiles para ganar dinero? De nada. Así que si por saber mucho usted ha amasado más marmaja que el resto de sus congéneres, entonces no presuma de culto, ¡presuma de acaudalado!, y si de verdad tiene harto varo hasta puede que le perdonemos ser culto… En cualquier caso, rico mata culto. En la antípoda está el sabiondo menesteroso, o sea, un esperpento que definitivamente causa repelús.

En el terreno de los gustos ocurre lo mismo o incluso algo mucho peor: de la aversión pasamos a la suspicacia. ¿Por qué? Porque, a ver, cómo no sentir recelo ante un fulano que te sale con que, además de rayones y manchas, ve algo en un Pollock. O ¿quién puede fiarse de alguien a quien genuinamente le agrade la ópera o la danza contemporánea? ¿Qué tipo de fatua gentuza anda por ahí recordando escenas de una película de Tarkovski, tarareando preludios de Shostakovich, citando clausilitas de Harold Bloom? ¿Quién puede soportar a esos engolletados que desde los cielos del arte dizque elevado te miran con desdén, a los caricatos involuntarios que escuchan sinfonías de Mahler dirigiendo orquestas fantasmales apoltronados en el sillón más flácido de sus casas? Imposible aguantar a las señoras que apenas levantan la vista de poemarios y novelones incomprensibles, a los fifís de librería, a los opados de café, a los eruditos de fin de semana… Honestamente, esos que se las dan de cultos y van a exposiciones y a galas de ballet dan asquito, como hoy se dice… Afortunadamente casi ya no quedan especímenes de lo que hace años se entendían como élites culturales. “Eso no equivale a decir que ya no existan personas consideradas —en gran medida por ellas mismas— integrantes de una élite cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no tan cultivados de qué se trata la cultura…” Pero esta raza marginal presenta una diferencia sustancial respecto a los cultos de hace años: “ya no son ‘connoisseurs’ en el sentido estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado calificarlos de ‘omnívoros’…” Ándele, lea el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, pero el domingo no se pierda La Voz Kids… O, pongamos por caso, que alcance a ser tolerable recomendar aquí el libro de donde extraigo la cita anterior: La cultura en el mundo de la modernidad líquida (FCE, 2011), de Zygmunt Bauman…
Va, pero enseguida hay que compensar, por ejemplo, retrotrayendo el apoteósico gol de último minuto con el que el Conejo-viejo Pérez eliminó de la liguilla a la Máquina Celeste, y rematar la evocación fregando al patético cementero que nunca falta en la familia: ¡Híjole!, de veras que el suspense ya no es saber si el Cruz Azul perderá o no el partido definitivo, sino nomás ver a qué hora la van a cruzazulear de nuevo. Así, se recupera la confianza: “la disposición a consumirlo todo, contra la selección melindrosa”, empareja. 

Por supuesto, el fenómeno tiene su contraparte: si por un lado el otrora quisquilloso después de salir de una función de teatro experimental ahora puede (y debe) cantar en el coche Despacito con Fonsi, Daddy Yankee y Justin Bieber, por el otro lado resulta perfectamente pertinente que recuas de analfabetas funcionales sin un gramo de educación estética acudan al Palacio de Bellas Artes a formarse durante horas para poder entrar en fila india a mirar raudamente cuadros de Frida Kahlo, a quien, claro, ellos y ellas, bien confianzudos, le dicen nomás “Frida”.

Las cosas, decíamos, no siempre fueron así. A finales del siglo pasado, Pirre Bourdieu explicaba que cada producto cultural estaba específicamente dirigido a una clase social determinada y, además, tenía el efecto de consolidar la identidad de la misma y agravar así la segregación (Distinction. Harvard University Press, 1984 —edición original en francés de 1979). Así que la cultura, en tanto “conjunto de preferencias sugeridas, recomendadas e impuestas en virtud de su corrección, excelencia o belleza” (Bauman dixit), era entonces una fuerza socialmente conservadora. Los pelagatos con los pelagatos, los popis con los popis, y ¡ay de aquel que se cruzara la raya! Un concepto totalmente opuesto, pues, al ideal original. La cultura, según la Ilustración, “debía ser… un agente de cambio…, un instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia la condición humana universal”. ¡Uy, pero de eso ya llovió! Porque, primero, de estimulante, ya vimos, la cultura pasó a ser un apaciguador, y luego, ahora, en estos tiempos nuestros de modernidad líquida, “la cultura… se manifiesta como un depósito de bienes de concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en captar la atención más allá del pestañeo”. ¿Ya leíste el último de Murakami? ¿Ya viste la nueva serie de Netflix? “La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo”. Hoy, el humano, para ser persona, antes tiene que ser cliente…, insatisfecho por definición. “El objetivo principal de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción… de sus clientes, y en particular, contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no dejaría espacio para nuevos antojos y necesidades que satisfacer”. O sea, la cultura juega como el Cruz Azul desde hace varios torneos.

viernes, 5 de mayo de 2017

Un ganga

Literature is news that stays news.
Ezra Pound


Sîn-lēqi-unninni vivió en algún lugar de Mesopotamia hace unos tres mil doscientos años. Se ha dicho que era un experto en conjuros, especialmente en imprecaciones contra seres demoníacos. Más recientemente, algunos sostienen que más bien era alguien especializado en cantos y lamentaciones rituales. Independientemente de como haya oficiado, existe un consenso entre los asirólogos: Sîn-lēqi-unninni fue una especie de sacerdote involucrado directamente en la integración de la versión canónica de la narración más antigua de la que la humanidad guarde hoy registro: la Epopeya de Gilgamesh. Gezina Gertruida de Villiers, doctora en Lenguas Semíticas por la Universidad de Pretoria, Sudáfrica, ofrece la más clara explicación que conozco del asunto: “La mayoría de los estudiosos están de acuerdo en que alguien llamado Sîn-lēqi-unninni tuvo que ver con la creación de [la que hoy conocemos como la] versión babilónica estándar de la Epopeya de Gilgamesh. No se sabe mucho de él. Pudo haber sido un exorcista... Podemos estar seguros de que fue entrenado como escribano: algunas familias de escribas y sacerdotes de Uruk y muchos cantantes de culto lo consideraban como su antepasado remoto. La evidencia de que Sîn-lēqi-unninni fue autor de la Epopeya de Gilgamesh proviene de una tablilla neo-asiria que parece ser un catálogo de textos. La Epopeya de Gilgamesh se registra de la siguiente manera: Serie de Gilgamesh: de la boca de Sîn-lēqi-unninni... La expresión ‘de la boca de’ era una forma típica de expresar la autoría. ¿Pero cuándo vivió exactamente Sîn-lēqi-unninni? Es incierto. Los estudiosos lo colocan a finales del segundo milenio antes de nuestra era…, entre los siglos XIII y XI a. C.” (Understanding Gilgamesh: his World and his Story, 2004).

Cuando Sîn-lēqi-unninni se sentó a compilar su versión, la Epopeya de Gilgamesh ya había vivido buena parte de su propia épica. La obra maestra de la literatura de Mesopotamia narra las aventuras de un personaje milenario con un pie puesto en la historia —según la Lista real sumeria, Gilgamesh gobernó la ciudad-estado de Uruk alrededor del 2750 a. C.— y otro en la mitología —era hijo del rey Lugalbanda y de la diosa Ninsun—. Gilgamesh logró fama por haber construido el templo de Anu e Ishtar en Uruk, así como la muralla que rodeaba la ciudad. Un entramado de hechos reales y hazañas legendarias —por ejemplo, haber vencido al monstruo Humbaba— transmitido de boca en boca, de generación en
generación, transmutaría a la persona en personaje, de tal suerte que unos dos siglos y medio después de su existencia histórica, Gilgamesh comenzaría a ser deificado. Alrededor del 2100 a. C., el relato pasó a los textos cuneiformes escritos en tablillas de arcilla por los sumerios. Se conocen hasta ahora cinco variantes sumerias, todas base de la posterior versión en lengua acadia. La composición fue bien conocida durante el medio imperio babilonio (1600-1000 a. C.), y alrededor del 1200 a. C., la Epopeya… había alcanzado la forma de unas 3000 a 3500 líneas que ahora es conocida como la Versión estándar, la atribuida a Sin-leqi-unninni. En las ruinas de la biblioteca de Nínive, erigida por el rey Asurbanipal alrededor del 640 a. C., se localizaron diversos fragmentos de cuatro copias de dicha versión, cada una de ellas en doce tablillas. Hay evidencia de que todavía en el siglo III a. C. el poema era bien conocido en Asia Menor; la última copia escrita en cuneiforme que se conoce data del 130 a. C. Y el ascendiente que tuvo Gilgamesh en la Antigüedad fue amplísimo: “Como la Ilíada y la Odisea, como las canciones de gesta —apunta Agustí Bartra— el poema de Gilgamesh era recitado y fue vastamente conocido entre los pueblos del Asia anterior. No cabe duda que influyó sobre el tipo de héroe del Sansón bíblico y del Hércules griego, y cuando la leyenda se apoderó de la figura de Alejandro Magno, algunas de las hazañas de Gilgamesh le fueron atribuidas. Con los siglos, este gran mito de la fuerza del hombre y, a la vez, del héroe mordido por la conciencia de su vulnerabilidad, fue derribado y esparcido, y la sombra de los siglos lo cubrió”.

En efecto, la Epopeya de Gilgamesh se perdió durante casi dos milenios.
Fue a partir de algunas de las tablillas halladas en Nínive que George Smith (1840-1876) comenzó la recuperación contemporánea de la Epopeya de Gilgamesh. En 1872, tradujo la tablilla XI de lo que entonces llamó las Leyendas de Izdubar, e inició así un proceso que todavía hoy no termina, porque siguen apareciendo piezas del rompecabezas… En 1891 Paul Haupt logró integrar por vez primera vez fragmentos de todo el poema. En 1930, R. C. Thomson publicó una edición empleando ya 112 tablillas y fragmentos, algunos localizados en Anatolia. Y de entonces para acá se han hecho muchas versiones, en distintos idiomas —según el Index Traslationum de la UNESCO, actualmente las hay en más de noventa lenguas—.

A la fecha, la edición más completa —integra 217 fuentes— es la que realizó Andrew George, profesor de asirología en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres: The Babylonian Gilgamesh Epic: Introduction, Critical Edition and Cuneiform Texts (Oxford UP, 2003. Edición bilingüe, inglés y cuneiforme. 450 páginas.). Si te interesa, la puedes comprar en Amazon por sólo $10,952.28 pesos…, ¡una ganga!