viernes, 26 de mayo de 2017

¿Contingencia? ¿Cuál contingencia?

En la culminación del mundo urbano,
las ciudades son… cadáveres con una salud de hierro. 
Juanma Agulles, La destrucción de la ciudad.



En 2016, entrenando para el Medio Maratón de la Ciudad de México, a mediados de mayo ya estaba corriendo unos 55 kilómetros a la semana. Los domingos, el día que sumaba más distancia, le metía unos 15 kilómetros en El Sope, una de las pistas de Chapultepec. Este año, en cambio, ha resultado desastroso: hoy mismo no me animaría a inscribirme en una carrerita de 10 kilómetros, y las contadas tardes que he podido salir a correr me ha costado horrores completar media horita… Intransigente como todas, mi vejez avanza, ciertamente, pero la edad todavía no es motivo de embargamiento físico. Tampoco ha sido cuestión de flaqueza de voluntad. El problema ha estado y está en el aire, esa mezcla homogénea de Nitrógeno (78%), Oxígeno (21%) y gases inertes (1%), virtualmente constantes en todo el planeta, que a cada rato, a la menor provocación, figuradamente decimos que nos falta, pero que en realidad no puede faltarnos ni cinco minutos si queremos permanecer entre los vivos. Aire no me ha faltado, el trastorno está en su calidad: sucede que vivo en medio de una catástrofe ambiental. Desde los primeros días de 2017, nada más clausurado el Guadalupe-Reyes, cada jornada, el sistema de monitoreo atmosférico me ha informado que no, que no hay condiciones para hacer ejercicio al aire libre… Durante los tres primeros meses del año pude contar con los dedos de una sola mano las tardes con semáforo en verde —no más de 49 puntos en el índice de calidad del aire—.

Digamos que la contaminación se ha ensañado con la Ciudad de México, aunque dicho así es un lamento lastimero, una forma generalizada e irresponsable de torear la verdad: en realidad somos los seres humanos que habitamos en la Cuenca de México quienes nos hemos ensañado con el medio ambiente…, lo cual es una manera fullera de decir que todos los habitantes de la Zona Metropolitana del Valle de México somos un congregado variopinto, bueno más preciso decir varioprieto, de suicidas por omisión. Indolentes, ignorantes y dejados, nos estamos dejando morir.
Esta misma semana sufrimos —lo que es decir nosotros mismos provocamos— la contingencia ambiental más larga en casi veinte años. Lo peor es que nadie puede declarar —bueno, de poder sí pueden, de hecho lo hacen— que transitamos por una situación anómala e imprevisible… Se habla de “sistemas de alta presión” como si fueran seres diabólicos que el destino infame nos hubiera enviado…  Pero, de hecho, lo que hoy se vive no es anómalo en el sentido de que se presenta puntualmente en correspondencia plena con la tendencia: desde el pasado invierno, esto ya estaba del diablo, se dejó venir el calor y entonces se puso infernal el infierno; y no era imprevisible puesto que todo mundo lo vio venir, tanto, que incluso ya se acuñó el término “temporada de contingencias ambientales”, ahí nomás para que nos vayamos acostumbrando.

La ciudad se ahoga: la ciudad nos ahoga. Y aunque así la llamen, esta situación dejó de ser una contingencia. El vocablo significa “posibilidad de que algo suceda o no suceda”, esto es, una contingencia es una eventualidad, un suceso posible pero no previsible en la medida en la que no es cíclico o no está programado. El ocaso no es una contingencia, el otoño no es una contingencia… Si la próxima semana comienzan a llover pájaros muertos en la orgullosa Ciudad de México quizá, siendo muy transigentes, podríamos llamar al hecho una contingencia, pero a la crisis ambiental que hoy tiene con la nariz reseca a millones de personas es una coyuntura lógica que tenía que presentarse, y desgraciadamente lo mismo puede decirse de los problemas de salud pública que en el mediano plazo depararán estas condiciones.


El primer principio de la Declaración de Estocolmo, adoptada durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano de junio de 1972, establece: “El hombre tiene derecho fundamental a la libertad, la igualdad y el disfrute de condiciones de vida adecuadas en un medio ambiente de calidad tal que le permita llevar una vida digna y gozar de bienestar…” Hasta aquí, queda claro que el Estado Mexicano ha fallado en garantizar un derecho humano a los habitantes de la megalópolis más grande del país, pero hay que seguir leyendo: “… y tiene la solemne obligación [el susodicho hombre] de proteger y mejorar el medio ambiente para las generaciones presentes y futuras”. Y aquí queda evidenciada nuestra culpa generacional: además de suicidas, le estamos fallando nuestros descendientes. La incapacidad de acción ciudadana de los citadinos es tal que la actividad conjunta que más observo es rogar que llueva…

Seguramente estoy dramatizando, porque el viernes pasado, al filo de la una de la tarde, la señora Tanya Müller García, secretaria del Medio Ambiente del gobierno capitalino, tuvo a bien tuitear: “Gracias a las políticas ambientales que se llevan a cabo, la #CDMX ha dejado de ubicarse como una de las urbes más contaminadas del país”. ¡Albricias, albricias! Con buenas noticias como estas, ¿qué importa que cuatro horas más tarde el índice de la calidad del aire llegara a 166 puntos…? ¡Albricias, albricias! Estoy tan contento que disculparán ustedes que hoy no haya hablado de libros…

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