sábado, 26 de agosto de 2017

El fin de la CDMX III


Es imposible encontrar un día en el calendario dedicado a festejar a la CDMX. No existe una fecha determinada en la que conmemoremos la fundación de la entrañable e insufrible Ciudad de México. Si realmente sintiéramos algún tipo de continuidad respecto a Tenochtitlán, hace unas semanas deberíamos haber celebrado 692 años de existencia; independientemente de la precisión de la que adolece la efeméride, bien podríamos dar por bueno el 20 de junio —los Anales de Tlatelolco señalan el día 1 cipactli de 1325— o cualquier otro día —en su Calendario Cívico 2017, la SEP formaliza que el 13 de marzo de 1325 “Al terminar su peregrinación, los mexicas inician la construcción de lo que sería la Gran Tenochtitlan”, haciendo suyo el dato que aporta Tezozómoc en su Crónica Mexicáyotl—… Pero no: la CDMX no tiene aniversario.

Exceptuando el bachillerato, desde el jardín de niños hasta el doctorado, toda mi formación se la debo a escuelas públicas. Siendo un párvulo, me tocó disfrazarme de pastorcito para conmemorar el natalicio del zapoteca que llegaría a Benemérito de las Américas, honrar el arrojo del Pipila cruzando medio patio con un pedazo de unicel pintado sobre la espalda y hasta ponerme un sombrero descomunal y pegarme unos bigotes zapatistas algún 20 de noviembre, pero nunca participé ni fui testigo de un montaje que recreara el encuentro del islote en el que, encima de un nopal, un águila devoraba a una serpiente. Cursé la primaria durante el sexenio de Echeverría; entonces, el nacionalismo mexicano posrevolucionario presentaba apenas unas leves abolladuras, así que durante los años que pasé en la escuela Profesora María Luisa Calderón Ponce fui obligado a hacer el ridículo en innumerables festivales folclóricos, a gritar “¡Murió por la Patria!” en el pase de lista de los Niños Héroes, a tomar parte varias ocasiones en la batalla de Puebla —unas veces de zacapoaxtla, otras de francés—, a honrar la valentía de Lázaro Cárdenas cuando enfrentó a las compañías petroleras, a participar en una que otra entrada triunfal del Ejército Trigarante y a salir con una mano envuelta en trapos para caracterizar al general Obregón, por no mencionar incontables intervenciones en cantos, bailables, recitales y sketchs organizados para ensalzar héroes y exaltar ciertos episodios de la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Para la SEP, toda nuestra historia cabía perfectamente en esas tres gestas… En cuanto al período prehispánico, que yo recuerde, no pasábamos de evocar algunas mañanas de nublados melancólicos el infausto amor de Romeo-Popocatépetl y Julieta-Iztaccíhuatl, de admirar la precisión del calendario azteca y de declamar algunos versos del rey-poeta Nezahualcóyotl —Amo el canto del zenzontle, pájaro de cuatrocientas voces… etcétera, etcétera…, pero más amo a mi hermano: ¡el hombre!—… Algo era algo… Pero de la Conquista, nada: a ningún vecino de banca se le encomendó jamás personificar al maquiavélico Hernán Cortés que nos engañó haciéndose pasar por Quetzalcóatl, cuantimenos a compañerita alguna le tocó interpretar a la pérfida Malinche y nadie tuvo que memorizar palabras atribuidas a Moctezuma Xocoyotzin… Nada… o casi nada, porque ahora que lo pienso los atormentados pies de Cuauhtémoc salían a colación frecuentemente  —¿O ustedes creen que yo estoy en un lecho de rosas?, rebatían las maestras a la menor provocación—. El punto es que acerca de la debacle de México-Tenochtitlán jamás nos contaron gran cosa. El consabido Cuando-nos-conquistaron-los-españoles… era nada más el introito para justificar el ¡Mueran-los-gachupines! del cura Hidalgo.

“Respecto a la historia de las civilizaciones indígenas de México anteriores a la Conquista, los prejuicios son tan numerosos y grandes, que han contribuido a hacer del interesante pasado prehispánico una relación errónea, fantástica e inadmisible…”, acusaba en su libro Forjando Patria (Porrúa, 1916) Manuel Gamio (1883-1960), entonces Inspector General de Monumentos Arqueológicos de la República y uno de los ideólogos del nuevo nacionalismo. Mi primaria está justo frente al parque Manuel Gamio, en la Banjidal, una colonia ubicada al noroeste de Iztapalapa. Una de las muchas cosas que no me contaron en la primaria sobre la devastación del Imperio Mexica fue que “los pueblos de las chinampas, los de Xochimilco, Churubusco, Mexicaltzingo, Míxquic, Iztapalapa y Coyoacán, que al principio combatieron… a los españoles, y al comienzo del sitio [de Tenochtitlán] continuaban ayudando a la ciudad, acabaron también por darle la espalda y ofrecerse como aliados de los invasores y luchar contra los sitiados” —relata José Luis Martínez en su extraordinario libro Hernán Cortés—. Cuando los españoles y sus aliados llegaron a la Gran Tenochtitlán —noviembre de 1519—, Iztapalapa era gobernado por un hermano de Moctezuma, Cuitláhuac, el mismo que meses más tarde lo sucedería luego de que su pueblo lo matara a pedradas —29/VI/1520—. Cuitláhuac fue el gran tlatoani mexica solamente durante cinco meses —murió de viruela el 25 de noviembre del siguiente año—.
Al arrancar 1521, la rebelión indígena sobre la que venía trepado Cortés ya era un tsunami —contaba no sólo con los guerreros de Tlaxcala, Hujeotzingo, Cholula y Chalco, incluso algunos de Texcoco se había levantado— que, inmisericorde, caería sobre la enferma, famélica y sedienta capital mexica. Se estima que el último tlatoani, el imberbe Cuauhtémoc, logró reunir junto con Tetlepanquétzal, señor de Tacuba-Tlatelolco, y el texcocano Coanócoch, unos trescientos mil hombres. La defensa fue aguerrida, heroica y suicida. A finales de mayo, después de que Cortés logra segar el paso de agua dulce por el acueducto de Chapultepec, el fin de ciudad de los antiguos mexicanos se precipitó… El 13 de agosto de 1521 la CDMX mexica dejaría de existir. Y, por cierto, ese hecho tampoco lo conmemora ya nadie.

martes, 15 de agosto de 2017

El fin de la CDMX II

novedad de hoy y ruina de pasado mañana, enterrada y resucitada cada día
Octavio Paz*


Decrépita y zagala, la avejentada y diligente, la siempre nueva y cada vez más artrítica, la irreconocible e inconfundible Ciudad de México no ha dejado de mutar desde que, atendiendo las instrucciones que le giró en sueños un terrible dios furibundo disfrazado de colibrí, el guía de un hatajo de parias desposeídos y apestados declaró que entonces era por fin el momento de dar por terminado su peregrinaje, y ahí el lugar para comenzar hacer patria: justo encima y a partir de aquel islote sobre el cual un águila posada en un tunal grande y coposo se estaba despachando a una serpiente. Huitzilopochtli les había cumplido.
Pronto va a ser cosa de siete siglos que esto sucedió: de acuerdo al Códice mendocino, en el año II calli, 1325 en el calendario cristiano. Habían transcurrido cuatro ciclos de 52 años desde que partieron de Aztlán los aztecas, quienes luego se llamaron a sí mismos mexicas. La ubicación geográfica precisa del origen norteño de aquel pueblo nahuatlaca es incierta, no así la ironía toponímica con que la memoria y la suerte suelen divertirse: “El Aztlán de los viejos mexicanos, el que hoy llaman Nuevo México”, según dejó escrito don Fernando Alvarado Tezozómoc (c. 1520-1610) en su Crónica mexicáyotl.



la ciudad que nos sueña a todos y que todos hacemos y deshacemos y rehacemos mientras soñamos,
la ciudad que todos soñamos y que cambia sin cesar mientras la soñamos

Octavio Paz


En aquel remoto comienzo, la ciudad era muy muy poco, pero algo mucho más que nada, porque siendo apenas una promesa de futuro rodeada de agua ya tenía un nombre magnífico: como los agarró dormidos, fue el mismísimo Huitzilopochtli quien decidió y a través de un sueño ordenó: “le pongo por nombre Tenuchtitlan”. Así lo narra la Relación del origen de los indios que habitan en la Nueva España según sus historias, en la que se reitera, ¡faltaba más!: “Este nombre tiene hasta hoy esta Ciudad de México, la cual en cuanto fue poblada por los mexicanos se llamó México, que quiere decir ‘Lugar de los mexicanos’”. 

hablo de la ciudad, pastora de siglos, madre que nos engendra
y nos devora, nos inventa y nos olvida
Octavio Paz


La fundación de México-Tenochtitlán -que pudo haber acaecido el 18 de julio de 1327 (Góngora) o nueve años atrás (Anales de Cuauhtitlán) o entre 1314 y 1332 (Códice Vaticano) o el 20 de junio de 1325 (Anales de Tlatelolco)- fue la segunda fundación de México. Los mexicas antes ya habían fundado en falso otro México. La primera ciudad de México, la celeste, fue establecida en Coatepéc, un cerro cercano a Tula. A principios de este siglo XXI, los arqueólogos Eduardo Gelo del Toro y Fernando López Aguilar lograron probar que el mítico cerro de Coatepéc se encuentra en el Valle del Mezquital, en donde todavía hoy en las comunidades que habitan en las cercanías del cerro actualmente conocido como Hualtepec perdura la tradición oral de que “allí iba a ser México”. Pero por un enojo de Huitzilopochtli que no viene a cuento detallar aquí, aquel México llegaría a su fin porque habría de ser secado, de tal suerte que los mexicas tuvieron que abandonarlo para andar a salto de mata otra vez durante otros años, hasta que hallaron el susodicho islote con el nopal en el que el ave de rapiña devoraba a una serpiente. El segundo México fue fundado con un segundo nombre: Tenochtitlán…
Luego, poco menos de doscientos años después, el Imperio Mexica dejaría de existir: “El prendimiento de Cuauhtémoc, último señor de México-Tenochtitlán, y el fin del imperio de los culúas o tenochcas o mexicas o aztecas ocurrió la tarde del martes 13 de agosto de 1521, día de San Hipólito…” (Hernán Cortés, José Luis Martínez). Al último Huey Tlatoani de México-Tenochtitlán lo atraparon en el agua, cunado la canoa en la que trataba de escapar con su familia fue alcanzada por el bergantín piloteado por un español de apellidos García Holguin.



estamos en la ciudad, no podemos salir de ella sin caer en otra,
idéntica aunque sea distinta
Octavio Paz


Cortés y sus aliados indígenas aniquilaron a los mexicas: la población fue exterminada y México-Tenochtitlán destruida. La ciudad dejaría de existir como hasta entonces se conocía. Una vez sitiada la ciudad, para ir cerrando el cerco, Cortés optó por un estratagema con el que fue devastando poco a poco la capital tenochca: “Cada día era un combate, y aunque la ventaja quedaba siempre para los españoles, teniendo que volver a sus campamentos por la noche, la actividad de los mexicanos reparaba… y levantaba nuevos parapetos, con lo que se encontraban los sitiadores en la necesidad de recomenzar cada día la misma obra. Visto esto determinó Cortés establecerse en la ciudad, a medida que… avanzase, y para esto destruir los edificios y cegar las acequias con los escombros…” -relata Lucas Alamán en sus Disertaciones sobre la Historia de la República Mexicana (1844)- “Los auxiliares de los españoles trabajaban con empeño en esta obra de desolación, y los mexicanos viéndolos desde sus trincheras les gritaban: ‘Tirad, tirad nuestras casas; si nosotros venciéremos tendréis que reedificarlas para nosotros, y si el triunfo fuere de los españoles, las levantareis para ellos’”. Y así sería: manos indígenas habrían de erigir la nueva ciudad de México-Tenochtitlán, la novohispana.



* Tomo todos los versos del poema “Hablo de la ciudad”, publicado por Octavio Paz en la edición de septiembre de 1986 de la revista Vuelta.

viernes, 4 de agosto de 2017

El fin de la CDMX I


“El fin de la Ciudad de México”… ¡Vaya título el que Héctor de Mauleón le puso a su columna del miércoles pasado! El tremendismo, claro, surtió efecto. En Twitter fue profusamente circulada, y ya antes del atípico chaparrón de todas las tardes, varias personas me habían recomendado que la leyera. ¡Pues claro!, si el horno no está para bollos: dicho en corto, la flamante CDMX está para llorar. Antes de que comenzaran las lluvias, la contaminación era una catástrofe cotidiana… Y ya que Tláloc se decidió, las trombas, granizadas e inundaciones son azote una tarde en Indios Verdes y al día siguiente en Coapa... Irónicamente, la falta de agua es una mancha que se expande día a día. En cuanto a movilidad, el diagnóstico es anquilosamiento crónico por arteriosclerosis de vías primarias; hay periplos a lo largo de tres cuadras que pueden durar dos horas, las vialidades son hábitat de tianguismo, y desde hace ya al menos un par de años estrenamos los embotellamientos de media noche: aquí el colapso es siempre inminente y el parque vehicular sigue creciendo. Moverse en bicicleta resulta una irresponsabilidad de alto riesgo y el transporte público es un horror, un desafío a las Moiras, el volado vital de todos los días… Robos, asesinatos, violencia callejera… hacen que la seguridad pública sea un fantasma en el que ya nadie en su sano juicio puede creer…
La precarización salvaje del mercado laboral atiza la epidemia de la informalidad. Comercios y servicios se achangarran, los puestos brotan como hongos, el ambulantaje pulula… Luminarias averiadas, baches, coladeras destapadas, basura en las calles, sobrepoblación de perros bravos y cagones… ¿A todo eso se refire De Mauleón? No, ni a nada de esto ni a un sismo venidero… El periodista se enfoca en la expansión de la mancha urbana chilanga: “La tendencia de crecimiento de la Ciudad de México anuncia un futuro de horror. En los próximos 13 años la mancha urbana se seguirá expandiendo…” A partir de su lectura de Tendencias territoriales determinantes del futuro de la Ciudad de México (Centro de Investigación en Geografía y Geomática “Ing. Jorge L. Tamayo” y gobierno de la CDMX, 2016), el columnista resume: “Según el estudio, la Ciudad de México dejará de existir como la conocemos”. La aseveración, así, descontextualizada —aunque también con todo el contexto que usted quiera— es indiscutible: efectivamente, en unos años la Ciudad de México como la conocemos dejará de existir…, aunque también el mes que entra, es más desde mañana mismo dejará de existir como la conocemos, aunque no nos percatemos cabalmente de ello…
Y no sólo la Ciudad de México, también la ciudad de Aguascalientes y Ciudad Acuña y Ciudad Victoria y Celaya, Nueva York y París y Tokio y Roma y Atenas…, todas, porque ninguna permanece inmutable. Un ejemplo: Selçuk, Turquía, ciudad en el que, aunque entonces se llamaba de otra manera, nació hace 2,552 años un tal Heráclito, a quien en vida apodaron el Oscuro —porque “hablaba en términos enigmáticos, cantando como un gallo e injuriando al pueblo”, según su coetáneo Timón (Rodolfo Mondolfo, Heráclito: textos y problemas de su interpretación. Siglo XXI, 1981)—. Como bien se sabe, Heráclito nació en Éfeso, una polis griega localizada en la península de Anatolia, en las proximidades del mar Egeo. Como otros muchos asentamientos de la Antigüedad, Éfeso no fue fundada, sino más bien rebautizada: Apasa se llamó primeramente, o al menos hasta donde los testimonios históricos alcanzan a informar —el registro arqueológico echa la mirada hasta el Neolítico—, mientras fue capital del reino hitita de Arzawa —siglo XIV a. C.—. En el amanecer mítico de Éfeso, se puede creer que la ciudad fue establecida por las Amazonas o bien por el rey Androloco. En cambio la historiografía dicta que la presencia griega comenzó en el período micénico (1500–1400 a. C.), con la llegada a Asia Menor de los aqueos. Siglos más tarde, s. VI a. C., los griegos, tanto los jónicos como los eolios, serían sometidos por el reinado de Lidia, después por los persas para ser parte del imperio aqueménida, y enseguida recuperada por los griegos del otro lado del mar, para ser incorporada a la Liga de Delos, aunque apenas unas décadas porque luego sería recuperada otra vez por los persas, a quienes expulsó Alejandro Magno —él entró a la ciudad en 334 a. C.—, para integrar la polis al imperio macedonio. Continuaría varios siglos en el mundo helenístico, primero, bajo el control seleúcida y después ptolemaico. Pasó entonces con Éfeso lo que correspondía: fue posesión del imperio romano. En 262 fue invadida por los fieros godos y casi destruida por completo. Reconstruida, Éfeso sería luego bizantina y posteriormente otomana —entonces hasta cambió de nombre: Ayaslug—… Hoy se encuentra en la República de Turquía, en la provincia de Esmirna. Pues según Platón, Heráclito de Éfeso declaró que “no se puede entrar dos veces en el mismo río” (Crátilo, 402a), aunque al parecer lo que escribió el Oscuro fue lo siguiente: “en los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”. Ambas versiones vienen a cuento: uno no puede deambular dos veces por la misma ciudad…, porque uno no permanece el mismo y porque la ciudad cambia, y aunque no cambiara sería distinta por el puro hecho de que quienes la habitan y transitan no paran de mutar. La ciudad, cualquier ciudad, dejará de existir como la conocemos…, ineludiblemente.