viernes, 4 de agosto de 2017

El fin de la CDMX I


“El fin de la Ciudad de México”… ¡Vaya título el que Héctor de Mauleón le puso a su columna del miércoles pasado! El tremendismo, claro, surtió efecto. En Twitter fue profusamente circulada, y ya antes del atípico chaparrón de todas las tardes, varias personas me habían recomendado que la leyera. ¡Pues claro!, si el horno no está para bollos: dicho en corto, la flamante CDMX está para llorar. Antes de que comenzaran las lluvias, la contaminación era una catástrofe cotidiana… Y ya que Tláloc se decidió, las trombas, granizadas e inundaciones son azote una tarde en Indios Verdes y al día siguiente en Coapa... Irónicamente, la falta de agua es una mancha que se expande día a día. En cuanto a movilidad, el diagnóstico es anquilosamiento crónico por arteriosclerosis de vías primarias; hay periplos a lo largo de tres cuadras que pueden durar dos horas, las vialidades son hábitat de tianguismo, y desde hace ya al menos un par de años estrenamos los embotellamientos de media noche: aquí el colapso es siempre inminente y el parque vehicular sigue creciendo. Moverse en bicicleta resulta una irresponsabilidad de alto riesgo y el transporte público es un horror, un desafío a las Moiras, el volado vital de todos los días… Robos, asesinatos, violencia callejera… hacen que la seguridad pública sea un fantasma en el que ya nadie en su sano juicio puede creer…
La precarización salvaje del mercado laboral atiza la epidemia de la informalidad. Comercios y servicios se achangarran, los puestos brotan como hongos, el ambulantaje pulula… Luminarias averiadas, baches, coladeras destapadas, basura en las calles, sobrepoblación de perros bravos y cagones… ¿A todo eso se refire De Mauleón? No, ni a nada de esto ni a un sismo venidero… El periodista se enfoca en la expansión de la mancha urbana chilanga: “La tendencia de crecimiento de la Ciudad de México anuncia un futuro de horror. En los próximos 13 años la mancha urbana se seguirá expandiendo…” A partir de su lectura de Tendencias territoriales determinantes del futuro de la Ciudad de México (Centro de Investigación en Geografía y Geomática “Ing. Jorge L. Tamayo” y gobierno de la CDMX, 2016), el columnista resume: “Según el estudio, la Ciudad de México dejará de existir como la conocemos”. La aseveración, así, descontextualizada —aunque también con todo el contexto que usted quiera— es indiscutible: efectivamente, en unos años la Ciudad de México como la conocemos dejará de existir…, aunque también el mes que entra, es más desde mañana mismo dejará de existir como la conocemos, aunque no nos percatemos cabalmente de ello…
Y no sólo la Ciudad de México, también la ciudad de Aguascalientes y Ciudad Acuña y Ciudad Victoria y Celaya, Nueva York y París y Tokio y Roma y Atenas…, todas, porque ninguna permanece inmutable. Un ejemplo: Selçuk, Turquía, ciudad en el que, aunque entonces se llamaba de otra manera, nació hace 2,552 años un tal Heráclito, a quien en vida apodaron el Oscuro —porque “hablaba en términos enigmáticos, cantando como un gallo e injuriando al pueblo”, según su coetáneo Timón (Rodolfo Mondolfo, Heráclito: textos y problemas de su interpretación. Siglo XXI, 1981)—. Como bien se sabe, Heráclito nació en Éfeso, una polis griega localizada en la península de Anatolia, en las proximidades del mar Egeo. Como otros muchos asentamientos de la Antigüedad, Éfeso no fue fundada, sino más bien rebautizada: Apasa se llamó primeramente, o al menos hasta donde los testimonios históricos alcanzan a informar —el registro arqueológico echa la mirada hasta el Neolítico—, mientras fue capital del reino hitita de Arzawa —siglo XIV a. C.—. En el amanecer mítico de Éfeso, se puede creer que la ciudad fue establecida por las Amazonas o bien por el rey Androloco. En cambio la historiografía dicta que la presencia griega comenzó en el período micénico (1500–1400 a. C.), con la llegada a Asia Menor de los aqueos. Siglos más tarde, s. VI a. C., los griegos, tanto los jónicos como los eolios, serían sometidos por el reinado de Lidia, después por los persas para ser parte del imperio aqueménida, y enseguida recuperada por los griegos del otro lado del mar, para ser incorporada a la Liga de Delos, aunque apenas unas décadas porque luego sería recuperada otra vez por los persas, a quienes expulsó Alejandro Magno —él entró a la ciudad en 334 a. C.—, para integrar la polis al imperio macedonio. Continuaría varios siglos en el mundo helenístico, primero, bajo el control seleúcida y después ptolemaico. Pasó entonces con Éfeso lo que correspondía: fue posesión del imperio romano. En 262 fue invadida por los fieros godos y casi destruida por completo. Reconstruida, Éfeso sería luego bizantina y posteriormente otomana —entonces hasta cambió de nombre: Ayaslug—… Hoy se encuentra en la República de Turquía, en la provincia de Esmirna. Pues según Platón, Heráclito de Éfeso declaró que “no se puede entrar dos veces en el mismo río” (Crátilo, 402a), aunque al parecer lo que escribió el Oscuro fue lo siguiente: “en los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”. Ambas versiones vienen a cuento: uno no puede deambular dos veces por la misma ciudad…, porque uno no permanece el mismo y porque la ciudad cambia, y aunque no cambiara sería distinta por el puro hecho de que quienes la habitan y transitan no paran de mutar. La ciudad, cualquier ciudad, dejará de existir como la conocemos…, ineludiblemente. 

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