sábado, 21 de octubre de 2017

Cuenca de tiempo

“Tenochtitlán” se localiza 28 kilómetros al sureste del Zócalo… Vayamos…


Supongamos estás en la esquina de Pino Suárez y Corregidora, el vértice sur levante de la Plaza de la Constitución. Frente a ti, del otro lado de la enorme plancha —22 mil metros cuadrados de concreto hidráulico estrenados en agosto—, puedes admirar la vetusta Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, y a tu derecha una construcción aun más vieja, las Casas Nuevas de Cortés, hoy Palacio Nacional. El reloj acaba de marcar las diez de la mañana. Justo ahora, dale la espalda al Zócalo y comienza a andar por Pino Suárez. Metros más adelante vas pasar junto a la escultura conmemorativa de la fundación de México-Tenochtitlán:
cinco mexicas —tres hombres, una mujer y un escuincle— miran la señal prometida por Huitzilopochtli: sobre un nopal, un águila devora una serpiente. Avanza hasta Venustiano Carranza y ahí a la derecha… Tu trayecto apenas inicia: con mucha suerte —de que no te pierdas, de no te llueva a cántaros, de que no te asalten, de que no te atropellen…— te llevará unas seis horas de caminata llegar a tu destino, la mayor parte de la cual la transitarás por la calzada Zaragoza. En el cruce con Ermita-Iztapalapa vas a salir del territorio de la capital del país para entrar al temible Estado de México. Toma la carretera Federal 190 México-Puebla…
Diez kilómetros más adelante, unos metros antes de llegar al sitio arqueológico de Tlalpizáhuac, da vuelta a la derecha en Ley 6 de enero, calle por la que deberás llegar hasta Hidalgo, para seguir por esa avenida —luego cambia de nombre a Prolongación Agricultores—, siempre con rumbo sur, hasta Xico. Otra vez dobla a la derecha y dos cuadras más abajo camina hacia el oriente por Campesinos, calle que pasos más adelante cambia a Quintín González, enseguida a Pioquinto González y, después a Begonia. Estás cerca: llegando al entronque con Gardenia anda a la izquierda para continuar por Betunia: a media cuadra, en la acera norte, verás el portón de la Escuela Secundaria Técnica 115 “Tenochtitlán”.



Estamos en el municipio mexiquense de Ixtapaluca, en la ladera occidental de un pequeño cerro, El Elefante. Tal topónimo debieron de habérselo puesto hace poco —en América, paquidermos sencillamente no había—; de hecho, en cartografía elaborada a principios del siglo XX encuentro que la prominencia todavía era llamada Tlapacoyan —hoy sin n—.
Medio siglo atrás, un mapita de 1859 muestra como los lagos de Xochimilco y Chalco entonces seguían conectados, y el agua llegaba hasta Tlapacoya. La superficie que hay entre lo poquito que queda del lago de Chalco y El Elefante la ocupa hoy un denso y lastimero caserío, Valle de Chalco Solidaridad, una inundación extrema de pobreza. 
Partiendo de la EST “Tenochtitlán”, emprendamos camino hacia el este… Medio kilómetro de ascenso para alcanzar el lomo norte de El Elefante. La cumbre ofrece una panorámica vespertina de la cuenca: hacia oriente, podemos contemplar la muralla volcánica de la Sierra Nevada —el Telapón, el Tláloc, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl—; hacia el sur, los confines de la Zona Metropolitana del Valle de México; hacia el occidente, el apelmazado tapete citadino tendido sobre Chalco y Xochimilco, con la Sierra de Santa Catarina al fondo, y hacia el norte la conurbación de Ixtapaluca trepando imparable el cerro El Pino… Bajando por la ladera opuesta vas a encontrar la zona arqueológica de Tlapacoya —el acceso está sobre Cerrada del Silencio—, en la que es posible apreciar los restos de un basamento piramidal de un edificio ceremonial que data del Preclásico Superior, contemporáneo a Cuicuilco. Vestigios ciertamente notables, pero hay más…

El cerro de Tlapacoya, entonces una isla, fue uno de los escenarios en los que algunos grupos humanos debutaron en América; el entorno lacustre les permitió una vida semisedentaria basada en sistemas de manutención preagrarios. “Durante el Pleistoceno Tardío, la cuenca de México contenía un extenso y poco profundo lago que proveía de atractivos recursos a los primeros ocupantes humanos”. De acuerdo con recientes estudios (Gonzalez, Silvia et al. “Earliest humans in the Americas: new evidence from Mexico”. Journal of human evolution #44, 2003), dataciones mediante determinaciones de radiocarbono directo (AMS) demuestran que el cráneo humano encontrado en Tlapacoya en 1968 —descubierto accidentalmente cuando se construía un camino— es uno de los dos rastros humanos más antiguos de toda el continente, con una antigüedad de 10,200 años —el otro corresponde a un cráneo hallado en el cerro del Peñón, también en la cuenca de México, unos 300 años más antiguo—.
No es casual entonces que de este sitio, tan cerca de la “Tenochtitlán” y no tan lejos de la Gran Tenochtitlán, provenga el más arcaico objeto de cerámica encontrado en toda la cuenca de México, la llamada figurilla de Zohapilco, realizada alrededor del 2300 a. C. Se trata de la representación de una mujer, “notable por su especificidad estilística”, de 5.2 centímetros de alto. “El análisis petrográfico y mineralógico… permite colegir que la figurilla fue fabricada en Tlapacoya mismo” (Christine Niederberg, Zohapilco. INAH, 1976).

Saliendo de la zona arqueológica, encuentro un panteón, un buen sitio para descansar un rato mientras oscurece y hacer un poco de aritmética mental… La distancia temporal entre la EST 115 “Tenochtitlán”, erigida en terrenos ejidales en 1986, y la fundación de la gran Tenochtitlán es de apenas 661 años. La distancia entre el arribo de los primeros grupos humanos a la cuenca de México y el inicio de la producción cerámica es de más de 5,800 años.

Leo en la placa de una de las tumbas que la mujer ahí enterrada falleció justo el mismo año en que yo nací, a la edad de 52.

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