sábado, 27 de enero de 2018

Mi ventana indiscreta


El sociólogo viaja en casa,
con resultados sorprendentes.

Peter Berger





Coartada


Hay un período de la vida durante el cual uno no es, apenas va a ser. Es un trance crítico que resulta más difícil en la medida en la que la indefinición es notoria: ¿Y tú qué vas a ser de grade?, suelen martirizarte entonces los mayores, como si tuvieras acceso a un oráculo. La gente no quiere saber si vas a ser soltero o casado, pobre o clasemediero, borrego o tiburón, amiguero o misántropo, ciudadano modelo o delincuente… No, el cuestionamiento se refiere a cómo pretendes ganarte la vida. Más que inquirir respecto a un futuro predestinado o a una querencia, la duda que te exigen despejar es a qué le tiras… No recuerdo quién fue el primero que me espetó tamaña interrogante, pero me hubiera encantado dejarle el ojo cuadrado respondiéndole: alguien que “se interesa intensa, incesante y descaradamente por las acciones de los seres humanos”. Lástima, jamás tuve ocasión de hacerlo, porque fue hasta los últimos meses de la prepa que leí Invitation to Sociology (1963) de Peter Berger (1929–2017), quien terminó por convencerme respecto a la licenciatura que habría de estudiar:

“El sociólogo… es un hombre que, a pesar suyo, debe escuchar murmuraciones, que se siente tentado a mirar por el ojo de la cerradura, a leer la correspondencia de otras personas y a abrir los armarios cerrados… Quizá algunos niños muertos de curiosidad por espiar a sus tías solteronas en el baño se conviertan en sociólogos empedernidos”.
 


La ventana indiscreta


En 1954 Hitchcock dirigió Rear Window. La película cuenta una historia de misterio: un fotógrafo (James Stewart) harto de permanecer encerrado en casa —tiene una pierna rota—, para distraerse, se dedica fisgonear a sus vecinos, y al parecer ocurre un asesinato. Lo que observa a través de las ventanas lo lleva a plantearse una cascada de interrogantes acerca de la forma en que la gente se relaciona. Debí de haberla visto por primera vez en televisión, siendo un escuincle, algún domingo de “Cine permanencia voluntaria” —XHGC, Canal 5—. Años más tarde, cuando leí el libro de Berger, supe que a la sensación que me provocaba aquel film bien podía entenderse como emoción sociológica.




Pozo ejemplar


Tomo la siguiente historia de un libro de Benjamin Hoff (The Te of Piglet, 1992); la apresurada traducción es propia:

Un hombre cavó un pozo a la orilla del camino. Cuatro años después varios viajeros agradecidos hablaban del Pozo Maravilloso. Pero una noche, un hombre cayó en el pozo y se ahogó. Después de aquello la gente evitaba pasar cerca del Pozo Pavoroso. Posteriormente se supo que el muerto era un ladrón borracho que había salido del camino para evitar ser capturado por una patrulla de vecinos…, sólo para caer en el Pozo Justiciero.




El Pozo Real


El pozo es una metáfora de la realidad, y la pequeña narración expresa saberes muy profundos, intuidos desde hace mucho por el arte y la filosofía pero teorizados por las ciencias sociales hace muy poco. En 1963, Berger y Luckmann publicaron un clásico de la sociología contemporánea: The Social Construction of Reality. A Treatise in the Sociology of Knowledge —la International Sociological Association lo catalogó como el ensayo de sociología más importante del siglo XX—. En la primera oración del libro los autores desembuchan la médula de todo el tratado: “la realidad se construye socialmente y la sociología del conocimiento debe analizar los procesos a través de los cuales esto se produce”. 


En su ensayo What is real?, Jodi O’Brien expresa así el axioma del interaccionismo simbólico: “Las creencias y prácticas culturales incluyen reglas acerca de lo que es real y lo que no es real”. Ahora, ¿cómo es que se construye socialmente la realidad? Por medio de las interacciones, por supuesto: “Aprendemos a ser humanos, y nuestro aprendizaje depende y se logra a través de interacciones con otros humanos… La base del comportamiento significativo es nuestra capacidad para el lenguaje”.




My Rear Window


Habito un edificio que ofrece un laboratorio sociológico; algo parecido a lo que tenía el protagonista de Rear Window. En uno de los departamentos que puedo observar vive una pareja que tuvo un bebé hace pocos meses. Hasta ahora todo ha sido bastante convencional, se ha presentado sólo un comportamiento que me desconcierta… Desde hace unos dos meses, todas las tardes la mamá primeriza sale a pasear a su pequeño en una carriola. Sale del edificio, y sin bajarse de la banqueta, avanza unos cinco, seis metros hacia un lado de la calle, y luego da vuelta de regreso; avanza, pasa de nuevo frente a su vivienda y continúa unos cinco, seis metros, nunca más, y da vuelta otra vez… El ir y venir dura alrededor de veinte minutos, sin alejarse jamás del edificio. Durante toda la rutina ella va interactuando con un objeto que lleva en el toldo de la carriola…: un smartphone. ¿Por qué no llevara al niño al parque que está a un par de cuadras? ¿Miedo a la consabida inseguridad callejera? Durante algunas semanas no aventuré ninguna respuesta…; ahora tengo una hipótesis: no se distancia para no perder la señal del Wifi… Nunca habla con el infante; no le explica que el escándalo que se acaba de oír fue el camión de la basura, que pasaron varios perros o que hoy hace mucho frío… Va atenta a la pequeña pantalla, mientras en el bebé va construyendo un mundo miserable de significados. El futuro no es alentador.


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