sábado, 17 de febrero de 2018

¡Ay, AI!

The mind is the effect, not the cause.
Daniel C. Dennett



Hace unos días se llevó a cabo el Foro Económico Mundial (WEF, por sus siglas en inglés). Indubitablemente me importa un bledo la inmensa mayoría de los supuestos acuerdos que surgieron durante este encuentro de gente monstruosamente adinerada —el execrable 1% de la población de todo el orbe, conformado por los más poderosos, según su propia narrativa— y los políticos que los representan. En cambio, encontré apasionante uno de los paneles de discusión que, como parte del Foro, se organizaron allá en Davos, Suiza…

El 25 de enero se llevó a cabo el diálogo “La evolución de la conciencia”. Amy Bernstein, editora en jefe de la Harvard Business Review, fue la encargada de templar el coloquio, en el que participaron Jodi Halpern, profesora de Bioética y Humanidades Médicas en la Universidad de Berkeley, California; Daniel C. Dennett, profesor de Filosofía en la Universidad de Tufts, y Yuval Noah Harari, profesor de Historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén.


De entrada, la moderadora refirió que durante las jornadas del WEF se había podido percibir una fuerte corriente de esperanza desmedida en torno a las bondades de la Inteligencia Artificial (AI, por sus siglas en inglés), a la que, en suma, se ve como una panacea… Después de presentar a los panelistas, arrancó la sesión dando lectura a unas líneas que, según dijo, extrajo de un artículo difundido por la revista Wired, y que le provocaron pesadillas: “Incontables artilugios de AI están siendo fabricados y programados. No sólo serán cada vez más inteligentes, cada vez serán mejores que nosotros y nunca serán como nosotros”. Luego pidió comenzar por donde se debe, intentando establecer un piso conceptual… A ver, ¿qué diablos es la conciencia? Dennett —autor entre otras muchas otras obras de Consciousness Explained (1995) y de From Bacteria to Bach and Back: The Evolution of Minds (2017), su más reciente publicación— tiró a la mesa una aguda síntesis: la conciencia es “la capacidad de final abierto de representar tus propias representaciones, de reflexionar acerca de tus propias reflexiones; y es lo que nos da el poder de imaginar una serie de futuros posibles, a gran detalle, y pensar acerca de ellos”. Por su parte, Yuval Noah Harari —autor del extraordinario libro Sapiens: A Brief History of Humankind (2011)— afirmó que hoy día existe una confusión extendida: nos cuesta distinguir entre inteligencia y conciencia, especialmente cuando se habla de AI. “Inteligencia —discernió— es la habilidad de solucionar problemas”, mientras que “conciencia es la habilidad de sentir cosas, de tener experiencias subjetivas, como amor, odio, miedo, en fin”. El israelí explicó que “la confusión entre inteligencia y conciencia es comprensible porque en el caso de los seres humanos siempre están juntas. Nosotros solucionamos problemas a través de sentimientos, pero en las computadoras pueden presentarse de manera totalmente separada, de tal modo que podemos tener súper inteligencia sin absolutamente nada de conciencia”. Llegado su turno, la psiquiatra Jodi Halpern apuntó que a la gente poco le preocupa la distinción entre conciencia e inteligencia, y más bien se cuestiona por la definición del yo. Restó entonces importancia a las diferencias semánticas que pudieran tener entre los tres dialogantes, y prefirió plantear un dilema, el cual resultó lo suficientemente interesante y provocativo para colocarse desde ese momento en el centro del debate… Relató que ha impartido la cátedra de Ética de la Ciencia a nivel posgrado desde hace más de veinte años, y que siempre, desde que comenzó, les ha hecho la misma pregunta a todos sus alumnos: “Si tuvieras la posibilidad de implantarte un pequeño electrodo en el cerebro que pudiera tomar por ti las mejores decisiones existenciales —con quién casarte, tener o no tener hijos, a qué dedicarte en la vida…—, y asegurar así resultados felices y una mejor vida…, ¿te lo colocarías?” Contó que hacía apenas catorce días había planteado el mismo cuestionamiento a un grupo de jóvenes estudiantes, y el resultado fue el mismo desde que comenzó a realizar el sondeo: todos y cada uno de sus alumnos han contestado que no. Sorprendentemente, enseguida, la doctora Halpern dijo que después de haber investigado más y más acerca de lo que es realmente la AI, creía que sus alumnos están equivocados. “Pienso que yo sí optaría por la implantación del electrodo… Para tomar decisiones inteligentes confío en la AI; para entenderme y transformarme y relacionarme, no”.

No voy a continuar, por ahora, con lo que respondieron los sapientísimos Dennett y Harari. Quisiera anotar que mi respuesta al dilema no habría sido ni si ni no, quiero decir, no en primera instancia. Hubiera pedido opinión al dichoso electrodo; me lo hubiera colocado provisionalmente para preguntarle si me convendría su implantación definitiva, sí o no y por qué… Y claro, aquí se halla todo el meollo del dilema, me parece: el asunto no es tanto si la dichosa AI pueda determinar por nosotros la mejor opción, la cuestión estriba en si le cederemos o no la voluntad para actuar conforme a dicha decisión, y entonces la interrogante se multiplica al menos por dos: la incógnita no sólo es si será posible crear algún día un artefacto AI capaz de realizar dicha tarea —tomar las mejores decisiones existenciales por nosotros—, sino además si el ser humano podría ser modificado de manera tal que transfiera o entregue su voluntad a un ente autónomo, en este caso un electrodo…, porque, claro, a los humanos, las decisiones más inteligentes no son necesariamente las que más nos gustan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario