sábado, 5 de mayo de 2018

Palabras bastardas

Ideology is strong exactly because it is no longer experienced as ideology… We feel free because we lack the very language to articulate our unfreedom.
Slavoj Žižek, In Defense of Lost Causes.


Abundan palabras que, a fuerza de su constante utilización desacertada, ya mutaron de significado. Botón de muestra: bizarro. La gente la emplea como sinónimo de raro o extraño, e incluso de perverso:

— Vi a la Tatis Anaya besándose con un empleado de su tienda.

— ¡Uy, qué bizarro! —opinará la confidente, con lo cual querrá expresar no que el asalariado besucón sea valiente o generoso, es decir, lo que según la RAE significa el adjetivo, sino que la escena le resulta extravagante, extraña, y no precisamente en un sentido loable. El yerro llegó del norte, porque la palabra bizarre en inglés significa, además de valiente (brave), “extraño en forma o apariencia; fantástico; caprichoso; extravagante; grotesco” (traduzco del Webster).



Pululan también palabras sistemáticamente mal empleadas. Por ejemplo, el abuso de literal, no tanto como adjetivo sino como apócope del adverbio correspondiente (literalmente) cunde:

—El lic Luismi de Financieros me mandó a freír espárragos –se queja la señorita Lana, y remata:–, ¡literal!

Si su interlocutor quiere esclarecer la naturaleza de la acusación, entonces debería cuestionar si el licenciado aquel profirió exactamente la misma frase, vocablo a vocablo, o si bien, con esas u otras palabras, le pidió a la dama que se encargara de saltear algunos turiones de la mencionada planta herbácea perenne. Sin embargo, no sería muy recomendable que preguntara: de hacerlo, la aludida señorita seguramente no entendería nada y pondría ojos de plato —no literal, claro, sino figurativamente hablando—, porque lo que ella reclama es que la mandaron a volar, y no literalmente. O sea: ella empleó literal(mente) como su antónimo. 


Hay también algunas palabras a las que, en un momento dado, muchas buenas personas, catapultas por los decires de actores públicos y opinólogos, pueden otorgar un sentido lo suficientemente laxo que termina por destruir toda su riqueza conceptual.

— ¡¿Viste que López Obrador se fue del debate sin despedirse de los demás candidatos?!

— Sí, hombre… Y ellos y ella tan ambles que se mostraron con él durante todo el numerito…

— ¡No seas irónico! Su comportamiento resulta muy preocupante: ¡se vio bien absolutista!

Como para sacar el Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales de Ossorio: — ¿Absolutista? ¿Te refieres al tipo de monarquía en el que el rey estaba por encima de la ley (legibus solutus), puesto que él mismo era la fuente de la que aquella emanaba? ¿Así…, nomás por salirse rapidito?

O quizá ponerse más precisos y citar a Perry Anderson (El Estado absolutista): — ¿Quieres decir que el domingo en el Palacio de Minería el Peje encarnó, nomás por berrinchudo, al “primer sistema estatal internacional en el mundo moderno”? 


También hay conceptos a los que su uso ideológico los ha hecho monstruosos y ahora andan por ahí como poseídos, como si se los hubiera chupado el diablo… Ejemplo: sociedad civil.

El miércoles por la noche, Emilio Álvarez Icaza tuiteó: “AMLO advierte que de ganar las elecciones, ‘no permitirá que el nombramiento del Fiscal Anticorrupción quede en manos de representates de la sociedad civil’. Grave: estamos ante una postura regresiva contraria a la agenda democrática en México”.

A botepronto, contesté, también vía Twitter: “¿El Congreso no es el órgano de representación de la sociedad civil? Tu mensaje es muy mañoso, Emilio; no dices que AMLO propone que sea el Congreso el que seleccione al Fiscal de una terna propuesta por el presidente de la República, quien, a su vez, será elegido por la sociedad civil”.

¿Qué me replicó Álvarez Icaza? Nada, por supuesto —¿podría reclamar que ahora que él es parte de una coalición de partidos políticos no atienda a un simple ciudadano?—. En cambio sí lo hizo, y muy amablemente, Miguel de la Vega Arévalo (@mig_delavega), consultor de organizaciones de la sociedad civil: “La sociedad civil organizada es el espacio de acción pública de los ciudadanos, espacios democráticos para la gobernanza. No niega el Congreso, equilibra poderes con iniciativas ciudadanas”.

A lo cual yo respondí: “OK, de acuerdo. ¿Consideras que organizaciones como Ahora o cualquier otra tengan mayor representación que el Congreso?” [Me refería, a la organización impulsada por Emilio Álvarez].

Miguel Ángel siguió dialogando: “Para nada, ninguna OSC debe existir para representar a nadie en el Congreso. Existen por el derecho humano de la libertad de asociación. Un medio para dar a todo ciudadano voz directa y plural en lo que es interés de todos. Su valor es inmenso para el marco democrático”.

Estuve a punto de rezongar que la voz directa la tiene cualquiera, incluso siendo mudo…, pero el intercambio era serio y propositivo, así que tecleé: “Sería políticamente incorrecto decirte que no estoy de acuerdo… Pero al menos permite que diga que ‘su valor es inmenso para el marco democrático’, más allá de su fuerza retórica, que la tiene, es impreciso”.

Miguel Ángel tomó al toro por los cuernos: “Precisemos entonces. La sociedad civil ha demostrado ser actor relevante en muchos casos para consolidar democracias. Fuera de partidos políticos y gobierno, es una puertaa de acción pública ciudadana para el avance de derechos, de ahí su valor. Aquí y en el mundo”.

¡Albricias! Justo aquí quería llegar: “Por favor lee lo que acabas de escribir: ‘La sociedad civil ha demostrado ser actor relevante en muchos casos para consolidar democracias’. ¡No en muchos casos, en todos! Sin sociedad civil no hay democracia”.

“Totalmente de acuerdo”, concedió Miguel Ángel.

“Luego entonces, el problema es cuando hay determinadas personas y grupos de la sociedad civil que se presentan como La sociedad civil… De ahí ‘la desconfianza del Peje’”.

Sirva el anterior pinponeo para subrayar la conclusión que, ahora, espero parezca boba: ninguna organización de la sociedad civil —lo que llaman sociedad civil— es la sociedad civil.

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