sábado, 25 de agosto de 2018

Mustia mejora


Con Steven Pinker y Hans Rosling —Enlightenment Now y Factfulness, respectivamente, ambos libros publicados este año—, llevo ya tres semanas en sana conchabanza insistiendo con la misma cantaleta: aunque muchísima gente no lo perciba así, en general, la vida actual, nuestra vida, es mucho mejor que la de antes, que la que les tocó a nuestros antepasados. En general, somos más saludables y longevos, sentimos menos miedo y dolor, disponemos de muchos más bienes y servicios, y vivimos más seguros. La argucia, por supuesto, se halla en el complemento circunstancial: en general

Durante el extensísimo primer tramo de nuestra existencia como especie —considerando 200 mil años de existencia, alrededor del 94% del total—, nos dedicamos únicamente a adaptarnos y sobrevivir, primero, durante unos de 130 mil años, confinados en un rincón de África, y luego en constante diseminación por todo el orbe. Hasta hace unos treinta mil años, la población total de seres humanos se mantuvo relativamente estable, seguramente en menos de un millón de individuos: gente que si bien logró mantener viva la especie, se abstuvo de dejar cualquier tipo de huella civilizatoria. Luego, unos 12 mil años antes del presente, con el tránsito a la vida sedentaria y el estallido de la revolución agrícola, arrancó —o quizá nada más se evidenció— una megatendencia: de entonces para acá el homo sapiens se ha dedicado, con un éxito inaudito, a plagar el planeta. En una gráfica, el incremento ocurrido durante los primeros diez mil años se muestra como los momentos posteriores a la ignición de un cohete: del constante millón de habitantes llegamos, en el año 1 de nuestra era, a 170 millones de personas; es decir, más 185 mil años con una población estable, para entonces multiplicarnos por 170 en tan sólo diez mil años. Algo ciertamente fenomenal…, aunque aquel despegue resultaría desdeñable para lo que vendría después: poco antes del año 1200 ya nos habíamos duplicado (340 millones), y volveríamos a hacerlo (680 millones) en menos de 550 años. En los albores de la revolución industrial, hace menos de 300 años, la Tierra era hogar de poco menos de 800 millones de personas, y hoy tú y yo somos parte de una plaga planetaria de más de 7.6 mil millones de humanos. Si tuvieron que pasar 200 mil años para que alcanzáramos una población de mil millones de sapiens, fueron necesarios solamente 200 para llegar a siete mil millones (2011). No sólo nos trepamos a la cúspide de la cadena alimenticia, plagamos el mundo, y no es metáfora. Nuestra especie se ha apropiado de la enorme mayoría de los recursos del planeta y lo ha reconfigurado. El triunfo biológico de los sapiens es palmario en la cantidad de especímenes con los que hoy cuenta la especie, y en el tiempo de vida que en promedio alcanzan.
Foto: Alan Schaller

La toma planetaria por parte de los humanos ha sucedido aparejada a un tenaz tránsito de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo diverso, y conforme el proceso se ha acelerado, la diferenciación al interior de la especie se ha acrecentado. Las grandes revoluciones que han permitido a los sapiens, en tanto especie, dominar el mundo, no necesariamente han significado una vida diaria más placentera para todos los individuos, ni siquiera para la mayoría de ellos. El caso de la revolución agrícola es ejemplar: “en su conjunto parece que los cazadores-recolectores gozaban de un estilo de vida más confortable y remunerador que la mayoría de los campesinos, pastores, jornaleros y oficinistas que les siguieron los pasos”, explica el historiador Yuval Noah Harari (De animales a dioses). Y va más allá: “…la revolución agrícola dejó a los agricultores con una vida generalmente más difícil y menos satisfactoria que la de los cazadores-recolectores… Ciertamente, la revolución agrícola amplió la suma total de alimento a disposición de la humanidad, pero el alimento adicional no se tradujo en una dieta mejor o en más ratos de ocio, sino en explosiones demográficas y élites consentidas… Esta es la esencia de la revolución agrícola: la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones.” Y, claro, esto fue sólo el punto de partida de una megatendencia hacia la polarización, porque, en efecto, en la medida en la que las civilizaciones se han hecho cada vez más complejas, las distancias entre los distintos estratos que las integran son cada vez mayores, al punto que no es excesivo afirmar que hoy día la humanidad se encuentra en una crisis de desigualdad. El informe del año pasado de Oxfam brinda algunos datos contundentes para soportar la afirmación anterior: desde hace tres años, el 1% más rico de la población mundial posee más riqueza que el resto del planeta, y “tan sólo ocho personas (ocho hombres en realidad) poseen ya la misma riqueza que 3,600 millones de personas, la mitad más pobre de la humanidad”. Seguramente a este hecho se debe, en buena medida, el que muchas personas no aprecien la mejora que, en general, ha tenido la vida para todos. A final de cuentas, quizá nadie encarne el promedio, y en cambio sí casi todos mantengamos la mirada echada hacia lo que suele considerarse lo mejor que ofrece nuestro tiempo, disfrutando la mustia mejora generalizada…

sábado, 18 de agosto de 2018

Factfulness



Man, at least when educated, is a pessimist.
He believes it safer not to reflect on his achievements
.

John Kenneth Galbraith, The Age of Uncertainty.

Hace poco más de veinte años escribí el slogan de la campaña que el INEGI llevó a cabo con el propósito de difundir los resultados del Conteo de Población y Vivienda 1995: Ni absolutos ni relativos, personas. Recordé esto leyendo Factfulness: Ten Reasons We're Wrong about the World-And Why Things Are Better Than You Think, de Hans Rosling (Sceptre, 2018); al referirse a la evolución de la tasa de mortalidad infantil en diferentes países del mundo, el sueco escribió: “No son los números los que resultan interesantes, sino lo que los números nos dicen acerca de las vidas que hay atrás de ellos”.
           
Cuenta el doctor Rosling (1948-2017) que en octubre de 1995, justo después de terminar de impartir una clase, habría de iniciar la que llamó “mi lucha de por vida contra las ideas globales equivocadas” —y en efecto, el cáncer de páncreas lo agarraría dando esa pelea—… Durante aquella sesión se refirió a la tasa de mortalidad infantil —número de muertes de infantes menores de cinco años en un año dado por cada mil nacidos vivos ese mismo año, TMI en adelante— que aquel año reportaban Tanzania (171), Brasil (55), Arabia Saudita (35) y Malasia (14). Luego explicó que su obsesión con la TMI no se debía sólo a la preocupación por la niñez, sino que obedecía a que entendía dicho coeficiente como una especie de gran termómetro: “esta tasa toma la temperatura de toda una sociedad. Dado que los bebés son muy frágiles, muchas cosas pueden acabar con su vida. Si en Malasia sólo 14 de cada mil niños mueren, esto significa que los otros 986 sobreviven. Sus padres y su sociedad han logrado protegerlos de todos los peligros que podrían haberlos matado: gérmenes, hambre, violencia, etcétera. Entonces, este número 14 nos dice que la mayoría de las familias en Malasia tienen suficiente comida, que sus sistemas de alcantarillado no se filtran en el agua potable, que tienen un buen acceso a servicios primarios de salud, y que las madres saben leer y escribir”. Es decir, la tasa de mortalidad infantil no sólo se refiere a la salud de los pequeños, sino que “mide la calidad de toda la sociedad”. Desde esta perspectiva, el galeno siguió mostrando a sus alumnos las drásticas mejoras que en muy poco tiempo han alcanzado varias naciones: por ejemplo, en tan sólo 33 años Arabia Saudita había conseguido abatir la TMI de 242 a 35, mientras que Malasia había logrado pasar de 93 en 1960 a 14 en 1995.
No menciona el caso de nuestro país, pero el avance aquí también ha sido sorprendente: en 1960 de cada millar de niños nacidos vivos, fallecían 151 antes de cumplir cinco años; en 1995 la TMI era ya de 35.5, y para 2016 pudimos disminuirla a 14.5. Hans Rosling narra que después de abordar datos en mano varios ejemplos, los estudiantes se pusieron a revisar todas las columnas, tratando de averiguar si su profesor había escogido países con comportamientos excepcionalmente buenos, tratando así de engañarlos. “No podían creer la imagen que los datos mostraban. Aquello se no parecía en lo absoluto a la imagen del mundo que tenían en la cabeza. ‘Para que lo sepan’, dije, ‘no encontrarán ningún país en el que haya aumentado la mortalidad infantil’. Porque el mundo en general está mejorando”.
           
La obra póstumo de Hans Rosling lleva por título un vocablo que resulta intraducible, Factfulness; sin embargo, el subtítulo explicita con toda claridad el empeño que impulsa al autor: Diez razones por las que estamos equivocados sobre el mundo y por qué las cosas están mejor de lo que se piensa. Al igual que hace Steven Pinker en su más reciente libro, Enlightenment Now (2018), el planteamiento de Factfulness es simple y contundente: las cosas están de maravilla y nos tocó vivir una época extraordinariamente buena, de tal forma que quienes no lo perciban así, pese a conformar la mayoría, están equivocados.
           
¿Qué nos viene a la mente cuando pensamos en el mundo? “Guerra, violencia, desastres naturales, desastres provocados por el hombre, corrupción. Las cosas están mal, y parece que están empeorando, ¿verdad? Los ricos se hacen más ricos y los pobres cada vez son más pobres… Pronto nos quedaremos sin recursos naturales a menos que hagamos algo drástico. Al menos esa es la imagen que la mayoría de los occidentales vemos en los medios y llevamos en la cabeza. Yo la llamo la visión del mundo sobre-dramatizada, algo que resulta estresante y engañoso”. Como buen
médico, Rosling no sólo diagnostica, también prescribe el remedio: información. “Datos como nunca antes usted los había entendido: datos como terapia. La comprensión como fuente de tranquilidad mental, porque el mundo no está tan mal como parece”.
           
Pinker y Rosling tienen razón, indiscutiblemente. Hay coeficientes, indicadores, tasas, promedios…, datos y datos de sobra para arrasar a cualquiera que niegue que, en general, la vida es mucho mejor que antes.  Ambos libros son certeros y están bien documentados. Con todo, conviene señalar un riesgo. Los dos ensayos contienen información y afirmaciones que, empleadas de mala manera, pueden emplearse para atajar cualquier pensamiento crítico e incluso cualquier postura progresista…
           
— La dinámica del sistema no puede seguir siendo la misma, cuando el 1% de la población más rica del mundo concentra ya más riqueza que el 99% restante. ¡Algo tiene que pasar, caray!
           
— ¿Sabes qué? No te quejes, que en la Edad Media ya estarías muerto.

sábado, 11 de agosto de 2018

Actual(dual)idad



Because things are the way they are,
things will not stay the way they are.
Bertolt Brecht


En general, la vida es hoy mejor que antes. Uno puede encontrar por todos lados cascadas estadísticas para ahogar de un sopetón a todos los que se atrevieran a negarlo. Abundan las evidencias para acallar a los que sostengan que hoy las cosas están peor que antes. Entendida como un todo, la vida de los seres humanos era hasta hace poco mucho más corta, medrosa, enfermiza, dolorosa, pobre y peligrosa.
           
No tiene ni un siglo que en todo el orbe fuimos informados de que lavarse las manos antes de comer y después de ir al baño nos puede salvar el pellejo varias veces al día. En 1900, la esperanza promedio de vida en el mundo era de 40 años, mientras que hoy día supera los 72. En México, en 1930 la gente vivía en promedio 34 años; y en 2016, 75.2.
           
Según la recreación documentada que hace el historiador David Wootton (The invention of science: A new history of the Scientific Revolution. 2015), en vísperas de la revolución científica del siglo XVII, un inglés bien educado…


… creía en la existencia de los hombres-lobo, y aunque sabía que no había ninguno en Inglaterra, no tenía ninguna duda de que pululaban en Bélgica… Para él, Circe realmente había convertido en cerdos a toda la tripulación de Ulises. Creía que los ratones surgen en los pajares por generación espontánea… Creía que el cuerpo de una persona asesinada sangraba en presencia del homicida. Creía que existía una pomada que al ser embarrada en la daga que había causado determinada herida, la curaría instantáneamente. Estaba seguro de que la forma, el color y la textura de una planta eran pistas para determinar cómo funcionaría como medicina, puesto que Dios había diseñado la Naturaleza para ser interpretada por la Humanidad.
           
Nuestro caballero inglés, al igual que Moctezuma Xocoyotzin, pensaba que los cometas eran presagios inequívocos de grandes males. La gente que vivió antes de la revolución científica experimentaba, en palabras del sociólogo Robert Scott, “una especie de paranoia colectiva”, desatada por “la creencia de que determinadas fuerzas externas controlaba la vida cotidiana” (Miracle cures: Saints, pilgrimage, and the healing powers of belief. 2010).
           
Fieros guerreros como Sargón de Acadia y Ciro II de Persia, o incluso Alejandro Magno, cosieron sus heridas sin anestesia. Ni Pedro el Grande, zar de Rusia, ni Luis XIV, le Roi Soleil, tuvieron una aspirina para aliviarse una neuralgia. El mercado era un desierto yermo en donde muy poco podía comprar la descomunal fortuna de Carlos V, comparado con la plétora y variedad selvática de productos que un consumista clasemediero armado con una tarjeta de crédito puede adquirir hoy en cualquier centro comercial. Mozart jamás escuchó tantas veces ninguna de sus propias sinfonías como hoy puede hacerlo cualquier melómano. En pequeños e inmensos espacios artificiales, abolimos la oscuridad nocturna, el calor veraniego y la gelidez invernal. En la actualidad y a nivel mundial, hay más gente sufriendo sobrepeso que hambre, y más son los que se suicidan que los que son asesinados por un soldado.
           

El margen de libertad que la revolución científica ha posibilitado a los humanos es colosal, a grado tal que, de acuerdo a pensadores como Yuval Noah Harari (Homo deus, 2015), ya reporta repercusiones de carácter evolutivo. La aseveración no es del todo novedosa; el novelista soviético Vasili Grosman había escrito en 1955 (Todo fluye): 

… la historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad… El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad.
           

Así que vamos repitiéndolo con todas sus letras: nuestra vida es mejor que la de nuestros antepasados; somos más saludables y longevos, sentimos menos miedo y dolor, disponemos de muchos más bienes y servicios, y vivimos más seguros. Por supuesto, la contundencia con la que puede defenderse objetivamente la aseveración anterior no ataja que muchas personas crean que todo pasado fue mejor y que el género humano se dirige en imparable estampida hacia el abismo. Tanta gente piensa así que no resulta ocioso un libro como Enlightenment Now (2018), en el cual Steven Pinker se esfuerza por convencernos de que “esta sombría apreciación del estado del mundo es incorrecta. And not just a little wrong—wrong wrong, flat-earth wrong, couldn’t-be-more-wrong.
           
Para muchos, el acabose inminente se halla en el cambio climático, para otros la estupidez humana que terminará concretándose en el holocausto nuclear. Y claro, el convencimiento de que las cosas empeoran no precisa que el augurio sea el fin del mundo: de hecho, el pesimista, para ejercer, necesita mantenerse vivo para atestiguar que tenía razón. Así que proliferan las visiones distópicas, incluso muchas de ellas bien fundamentadas, en las que se bosquejan porvenires espantosos que, en dado caso, viviríamos para padecerlos.
           
Solamente podemos estar aquí, siempre aquí, en el presente. Desde el ahora cotejamos nuestra vida no con el pasado, en el cual no estuvismos presentes, sino con nuestras expectativas. Poco nos importa cómo viviríamos si hubieramos llegado al mundo cien, dos mil, cien mil años atrás; nos perturba cómo viviríamos si tuviéramos la suerte del vecino, el caudal del Slim, las condiciones de vida de los canadienses… Y el futuro, de por sí incierto, intimida cada vez más, en la medida en la que el tiempo histórico se acelera. Ya en el futuro dirán que tan mal vivíamos ahora.

sábado, 4 de agosto de 2018

Las tortas de ya no son como las de antes


Durante los tres años de la preparatoria, las tortas del Freddy fueron para mí, indubitablemente, un descollante y seguro surtidor de momentos de felicidad. Con especial vehemencia, recuerdo las de chorizo con quesillo. Estudié la prepa en el (entonces) DF, con los maristas, en el Centro Universitario México. El CUM estaba y sigue estando en la colonia del Valle, en el cruce de Nicolás San Juan y Concepción Béistegui. Sobre esta última vía, entre Nicolás San Juan y Heriberto Frías, justo en la esquina con la Segunda Cerrada de Concha Béistegui, se encontraba el local de las tortas del Freddy. A los alumnos del CUM —en aquellos años, únicamente varones— nos bastaba cruzar la calle. No recuerdo el nombre de la tortería; es más, si tuviera que apostar diría que el negocio no se llamaba de ninguna manera. Eran “las tortas del Freddy” porque el tortero, un hombre a quien yo siempre conceptualicé como un próspero armadillo, era el buen Freddy. Hoy en ese local hay un 7Eleven, una tienda de conveniencia igualita a otras miles. Sin embargo, después de que yo terminé la prepa, el Freddy siguió despachando todavía durante algunos años. Siempre mantuve presente aquella exquisitez, de la cual, dada la estrechez presupuestal de casi todo aspirante a bachiller, podía beneficiarme sólo en muy dosificadas raciones de dos o tres tortas por semana. Por cuestiones de horarios y desidias, monetarias y hasta anímicas, fui posponiendo el reencuentro. Fue hasta casi terminar la licenciatura que regresé… Me acompañaba una compañera de la Facultad, a quien llevaba yo meses adoctrinando, hablándole maravillas de las tortas del Freddy. Llegamos a medio día, y afortunadamente no había demasiados clientes. Todo se mantenía exactamente como lo recordaba: la barra, los bancos, la caja, la plancha sobre la que se preparaban las suculencias, el refrigerador, los anuncios… Saludé a Freddy, y pedí un par de chorizo con quesillo. Mientras el avezado tortero desempeñaba su oficio, los aromas avivaron mis recuerdos…. Por fin nos sirvieron las tortas, envueltas en los trozos de papel, con los mismos dobleces de siempre… Por supuesto, con la primera mordida se reveló el autoengaño: las tortas de Freddy no eran ni de cerca nada del otro mundo…, de hecho se aproximaban lamentablemente a la mediocridad.

Wallace Gruner, personaje de Mr. Sammler’s Planet (1970), novela de Saul Bellow (195-2005), afirma: “Todos necesitan sus recuerdos. Mantienen al lobo de la insignificancia alejado de la puerta”. Incuestionable, pero, ojo, los recuerdos no necesitan ser precisos, ni siquiera verídicos, para conseguirlo… Es más, en nuestros recuerdos, solemos torcer el pasado para dotar de significados y sentido el transcurso de nuestras vidas. La memoria actúa selectivamente; no podría ser de otra forma puesto que se mueve en los dominios de la abstracción. La historia que nos contamos acerca de nosotros mismos va siendo tramada constantemente por sus propios protagonistas, nosotros. Además, por definición, la juventud es la época dorada que dejamos atrás, no en la que vivimos… Así las cosas, ¿qué tan confiables pueden resultar las comparaciones intuitivas que hacemos entre nuestro pasado y el presente?

En febrero, Steven Pinker (Montreal, 1954) dio a conocer su libro más reciente: Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress (Viking, 2018). A lo largo de más de seiscientas páginas, el lingüista y psicólogo cognitivista defiende el ideal más importante del iluminismo, esto es, el progreso. El ensayo es una respuesta a una cosmovisión ampliamente difundida en Occidente, la cual se conforma por un franco pesimismo respecto a la forma en que se dirigen los destinos del mundo, una gama de posturas críticas frente a todas las instituciones de la modernidad, y cierta incapacidad de concebir fuera de la religión propósito superiores.

Pinker reprocha la desesperanza con la que la mayoría de las personas —al menos en el mundo desarrollado— miran hacia el futuro: creer que el mundo está empeorando puede empeorar al mundo, argumenta, claro, apoyado en la teoría de la profecía autocumplida. El pensador sostiene que el pesimismo generalizado en buena medida se explica por el poder de las malas noticias que a toda hora se propagan por los medios; en concreto, apunta hacia el hábito mental llamado por los psicólogos Tversky y Kahneman disponibilidad heurística, por el cual “las personas estiman la probabilidad de ocurrencia de un evento o la frecuencia de un tipo de fenómenos conforme a la facilidad con que los casos le vienen a la mente”. Por este mecanismo mental, por ejemplo, las personas suelen temer mucho más a morir en un accidente aéreo que en uno en su propio automóvil: “Los accidentes de avión siempre son noticia, pero los accidentes automovilísticos, que matan a muchas más personas, casi nunca. No es sorprendente que muchas personas tengan miedo a volar, pero casi nadie tiene miedo de conducir”.

Steven Pinker va más allá y nos culpa de cometer el pecado de la ingratitud: “El pecado de la ingratitud puede no haber quedado en el Top Seven, pero según Dante, los pecadores que lo comenten son destinados al noveno círculo del Infierno, y es allí donde la cultura intelectual posterior a los sesenta puede encontrarse a causa de su amnesia…”

Ciertamente, el plantemiento general que se sostiene en Enlightenment Now… es indiscutible: la vida en general es hoy mejor que antes, todos los datos estadísticos e históricos evidencian que cuando yo me agasajaba —seguramente menos que en mis recuerdos— con las tortas del Freddy, la vida no era tan buena como la que hoy tenemos.