sábado, 4 de agosto de 2018

Las tortas de ya no son como las de antes


Durante los tres años de la preparatoria, las tortas del Freddy fueron para mí, indubitablemente, un descollante y seguro surtidor de momentos de felicidad. Con especial vehemencia, recuerdo las de chorizo con quesillo. Estudié la prepa en el (entonces) DF, con los maristas, en el Centro Universitario México. El CUM estaba y sigue estando en la colonia del Valle, en el cruce de Nicolás San Juan y Concepción Béistegui. Sobre esta última vía, entre Nicolás San Juan y Heriberto Frías, justo en la esquina con la Segunda Cerrada de Concha Béistegui, se encontraba el local de las tortas del Freddy. A los alumnos del CUM —en aquellos años, únicamente varones— nos bastaba cruzar la calle. No recuerdo el nombre de la tortería; es más, si tuviera que apostar diría que el negocio no se llamaba de ninguna manera. Eran “las tortas del Freddy” porque el tortero, un hombre a quien yo siempre conceptualicé como un próspero armadillo, era el buen Freddy. Hoy en ese local hay un 7Eleven, una tienda de conveniencia igualita a otras miles. Sin embargo, después de que yo terminé la prepa, el Freddy siguió despachando todavía durante algunos años. Siempre mantuve presente aquella exquisitez, de la cual, dada la estrechez presupuestal de casi todo aspirante a bachiller, podía beneficiarme sólo en muy dosificadas raciones de dos o tres tortas por semana. Por cuestiones de horarios y desidias, monetarias y hasta anímicas, fui posponiendo el reencuentro. Fue hasta casi terminar la licenciatura que regresé… Me acompañaba una compañera de la Facultad, a quien llevaba yo meses adoctrinando, hablándole maravillas de las tortas del Freddy. Llegamos a medio día, y afortunadamente no había demasiados clientes. Todo se mantenía exactamente como lo recordaba: la barra, los bancos, la caja, la plancha sobre la que se preparaban las suculencias, el refrigerador, los anuncios… Saludé a Freddy, y pedí un par de chorizo con quesillo. Mientras el avezado tortero desempeñaba su oficio, los aromas avivaron mis recuerdos…. Por fin nos sirvieron las tortas, envueltas en los trozos de papel, con los mismos dobleces de siempre… Por supuesto, con la primera mordida se reveló el autoengaño: las tortas de Freddy no eran ni de cerca nada del otro mundo…, de hecho se aproximaban lamentablemente a la mediocridad.

Wallace Gruner, personaje de Mr. Sammler’s Planet (1970), novela de Saul Bellow (195-2005), afirma: “Todos necesitan sus recuerdos. Mantienen al lobo de la insignificancia alejado de la puerta”. Incuestionable, pero, ojo, los recuerdos no necesitan ser precisos, ni siquiera verídicos, para conseguirlo… Es más, en nuestros recuerdos, solemos torcer el pasado para dotar de significados y sentido el transcurso de nuestras vidas. La memoria actúa selectivamente; no podría ser de otra forma puesto que se mueve en los dominios de la abstracción. La historia que nos contamos acerca de nosotros mismos va siendo tramada constantemente por sus propios protagonistas, nosotros. Además, por definición, la juventud es la época dorada que dejamos atrás, no en la que vivimos… Así las cosas, ¿qué tan confiables pueden resultar las comparaciones intuitivas que hacemos entre nuestro pasado y el presente?

En febrero, Steven Pinker (Montreal, 1954) dio a conocer su libro más reciente: Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress (Viking, 2018). A lo largo de más de seiscientas páginas, el lingüista y psicólogo cognitivista defiende el ideal más importante del iluminismo, esto es, el progreso. El ensayo es una respuesta a una cosmovisión ampliamente difundida en Occidente, la cual se conforma por un franco pesimismo respecto a la forma en que se dirigen los destinos del mundo, una gama de posturas críticas frente a todas las instituciones de la modernidad, y cierta incapacidad de concebir fuera de la religión propósito superiores.

Pinker reprocha la desesperanza con la que la mayoría de las personas —al menos en el mundo desarrollado— miran hacia el futuro: creer que el mundo está empeorando puede empeorar al mundo, argumenta, claro, apoyado en la teoría de la profecía autocumplida. El pensador sostiene que el pesimismo generalizado en buena medida se explica por el poder de las malas noticias que a toda hora se propagan por los medios; en concreto, apunta hacia el hábito mental llamado por los psicólogos Tversky y Kahneman disponibilidad heurística, por el cual “las personas estiman la probabilidad de ocurrencia de un evento o la frecuencia de un tipo de fenómenos conforme a la facilidad con que los casos le vienen a la mente”. Por este mecanismo mental, por ejemplo, las personas suelen temer mucho más a morir en un accidente aéreo que en uno en su propio automóvil: “Los accidentes de avión siempre son noticia, pero los accidentes automovilísticos, que matan a muchas más personas, casi nunca. No es sorprendente que muchas personas tengan miedo a volar, pero casi nadie tiene miedo de conducir”.

Steven Pinker va más allá y nos culpa de cometer el pecado de la ingratitud: “El pecado de la ingratitud puede no haber quedado en el Top Seven, pero según Dante, los pecadores que lo comenten son destinados al noveno círculo del Infierno, y es allí donde la cultura intelectual posterior a los sesenta puede encontrarse a causa de su amnesia…”

Ciertamente, el plantemiento general que se sostiene en Enlightenment Now… es indiscutible: la vida en general es hoy mejor que antes, todos los datos estadísticos e históricos evidencian que cuando yo me agasajaba —seguramente menos que en mis recuerdos— con las tortas del Freddy, la vida no era tan buena como la que hoy tenemos.

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