sábado, 28 de julio de 2018

Ceguera voluntaria


No hay hechos, sólo interpretaciones.
Nietzsche

Ya muy cerca del acabamiento de la primera parte de la novela —La novela, debo decir—, el protagonista va en un carro tirado por bestias, recluso en una especie de enorme pajarera… Don Quijote de la Mancha se explica y esclarece a su sufrido escudero la condición de enjaulado en la que va, declarándose víctima de algún encantamiento. Sancho Panza intentará convencer a su amo de que en realidad no está encantado, y le pregunta si necesita hacer aguas (I.48-I.49). El Caballero de la Triste Figura contesta que no comprende lo que se le cuestiona.
           
— ¿Es posible que no entienda vuestra merced de hacer aguas menores o mayores? … Pues sepa que quiero decir si le ha venido gana de hacer lo que no se excusa.
           
Don Quijote ahora sí capta e ipso facto acepta su urgencia; entonces Sancho Panza cree haber logrado su cometido:
           
— ¡Ah! Cogido le tengo: … los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados; pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde a todo aquello que le preguntan.
           
Pero la locura del Quijote se levanta página a página como una fortaleza inexpugnable: si bien el celebérrimo manchego acepta que tal cuales eran ciertamente los encantados de los cuales hablan los libros de caballerías a los que es tan afecto, luego esquiva la conclusión fácil y se cuela por una ingeniosa salida:
           
— Verdad dices, Sancho; pero… hay muchas maneras de encantamentos, y  podría ser que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros, y que agora se use que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De manera que contra el uso de los tiempos no hay que argüir ni de qué hacer consecuencias.
           
El argumento es de gran espectro y poderoso, y abre la puerta a cualquier disparate: si las gallinas han tenido plumas desde tiempos inmemoriales, bien pudiera ser que a partir de hoy no las tengan y comiencen a salir de los huevos con escamas, por caso. Con todo, no importa porque el razonamiento termina siendo lo de menos:
           
— Yo sé y tengo para mí que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia…
           
La sinrazón de don Quijote de la Mancha tendrá que soportar todavía un trastazo de mucho mayor envergadura, cuando, claridoso, el clérigo ventile simple y llanamente toda la verdad y con todas sus letras:
           
— ¿Es posible, señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga y ociosa lectura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo que venga a creer que va encantado?
           
O sea y a las claras: esos libros lo piraron… Y no sólo: enseguida el canónigo además le hará saber que todos los libros de caballería se componen fundamentalmente de ficciones… ¿Tambaleará las certezas del Caballero de la Triste Figura el atinado diagnóstico del canónigo? Por supuesto que no…
           
Y para que no quede ninguna duda de que la discrepancia no se basa en un problema de comprensión, Cervantes hace que, de entrada, su ilustre hidalgo resuma correctísimamente los decires del canónigo:
           
— Paréceme… que la plática de vuestra merced se ha encaminado a darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles…, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos… […] Añadió también vuestra merced, diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula…
           
El canónigo corroborará: eso es exactamente lo que ha afirmado. ¿Qué escapatoria le queda entonces a don Quijote de la Mancha? Pues la que técnicamente se puede mentar como el voltear la tortilla:
           
— Pues yo –replicó don Quijote–, hallo por mi cuenta que el sin juicio y el encantado es vuestra merced, pues se ha puesto a decir tantas blasfemias contra una cosa tan recibida en el mundo, y tenida por verdadera, que el que la negase, como vuestra merced la niega, merecía la misma pena que vuestra merced dice que dan los libros cuando los lee y le enfadan.
           
En suma: el loco siempre es el otro, quien niega al mundo…, mi mundo, a quien no puedo convencer de que este, el mío, es el mundo. Fuera de la novela las cosas son bastante más confusas porque varios compartimos las mismas jaulas.
             

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