sábado, 27 de abril de 2019

Retoño de ciudad


Todo lo que me nombra o que me evoca
yace, ciudad, en ti, signo vacío
en tu pecho de piedra sepultado.
Octavio Paz, Crepúsculos de la ciudad.

Atenas no iba a llamarse Atenas. La Acrópolis de la ciudad que habría de convertirse en la más preponderante de la Grecia clásica tenía ya cierta importancia hace unos tres mil quinientos años, es decir, en el 1400 a. C., en el apogeo de la civilización micénica. El registro arqueológico así lo indica, y la tradición no apunta hacia un horizonte temporal distante: en la Crónica de Paros —estela de mármol en la que fue inscrita una cronología detallada de la antigüedad helena—, se asienta que Atenas fue fundada en el 1581 a. C. Por entonces, acá, en el sur de Mesoamérica, comenzaba a germinar la civilización olmeca, y allá, en el mar Egeo, la misteriosa cultura cicládica se apagaba. Cécrope, el mítico rey fundador de Atenas, había brotado de la tierra, circunstancia por la cual se tenía por hijo de Gea, y delataba su ascendencia tanto en el nombre —kέκρωψ, ‘rostro con cola’— como en su misma anatomía —tenía rostro humano y cuerpo de serpiente—. Nieto del Caos, no sorprende que tuviera mucho trabajo. Cécrope desempeña un rol múltiple en el mito fundacional de Atenas; logró la integración de las doce primeras ciudades —Atenas puede entenderse como un plural—, y cimentó las bases de su civilización: sus enseñanzas abarcaron desde el uso de pieles como ropa y la construcción con madera, hasta las técnicas básicas de navegación. Además, estableció la sepultura de los muertos y los matrimonios monogámicos, organizó el primer censo de población del Ática, erradicó los sacrificios humanos e instituyó la veneración a Zeus como divinidad principal. Un héroe cultural de cola a cabeza. Como era de esperarse, Cécrope, además de mucha pila, tenía su vanidad, y decidió ponerle a la nueva ciudad, ¡faltaba más!, Cecropia.
           
En la Biblioteca —documento del siglo II d. C. atribuido erróneamente a Apolondro— se explica la razón por la cual Atenas terminó llamándose como se llama: justo cuando Cécrope estaba por nombrarla Cecropia, “los dioses decidieron tomar posesión de las ciudades en las que cada uno de ellos debía recibir su propio culto. Poseidón fue el primero que llegó al Ática, y con un golpe de su tridente en medio de la acrópolis produjo un mar... Después de él vino Atenea, y, luego de pedir a Cécrope atestiguar su acto de toma de posesión, plantó un olivo...” Ambas deidades reclamaron la posesión de la ciudad. Zeus intervino, encomendando a los doce dioses olímpicos actuar como árbitros, “y de acuerdo con el veredicto el país fue adjudicado a la diosa Atenea, porque Cécrope dio testimonio de que ella había sido la primera en plantar el olivo. Atenea entonces llamó a la ciudad Atenas, según su nombre”. Así que, al menos según esta versión del mito, para que Palas Atenea, la poderosa diosa de la sabiduría y la guerra, la civilización y la justicia, se convertiría en la patrona de la ciudad, hubo que hacerle trampa al pobre Poseidón. En fin, ni Cecropia ni Posidonia; la principal polis del Ática fue designada Atenas.
           
Como recordaba apenas la semana pasada, un milenio después de su fundación —escribo aquí seis palabras para que tú pienses allá en 1091 años—, Atenas fue saqueada por los persas. Parecía que la segunda intentona del poderoso Imperio aqueméndia por conquistar a los rejegos griegos ahora sí iba a resultar exitosa…, pero nada más eso, parecía… Heródoto de Halicarnaso (c. 484 a. C. - c. 425 a. C.) cuenta en su Historia (III, 53) que después de arrasar la despoblada ciudad, acometieron a la orgullosa Acrópolis, en donde sólo encontraron a un puñado de despistados que no quisieron o no pudieron evacuar la polis… “Cuando los atenienses vieron que los enemigos habían subido, unos se arrojaron muralla abajo, pereciendo, y otros se refugiaron en el templo [mégaron]. Entonces los persas que habían subido se dirigieron… hacia las puertas, las abrieron y mataron a los suplicantes y, tras haber acabado con todos, saquearon el santuario e incendiaron toda la Acrópolis”. El temible rey Jerjes I fue entonces “dueño absoluto de Atenas”. ¿Fin de la historia, fin de la ciudad-estado? Sabemos que no…, y pronto aparecería una señal de ello.
           
También por Heródoto (III, 55) tenemos noticia de que el Sha llevaba entre sus huestes a un grupo de exiliados griegos —seguramente parientes de Hipias, expulsado en 510 a. C., refugiados en Susa—, a quienes, al día siguiente de la conquista de Atenas, ordenó “que subieran a la Acrópolis, y que realizasen sacrificios con arreglo a sus ritos”. Los exiliados, ya también secuaces, obedecieron; sin embargo, no sabemos si después le informaron a Jerjes lo que vieron…: “En la Acrópolis de Atenas hay un templo dedicado a Erecteo (quien, según dicen, nación de la tierra), donde se encuentra un olivo y un pozo de agua salada, que, de acuerdo con una tradición…, dejaron Poseidón y Atenea en testimonio de su disputa por el patronazgo de la región. Pues bien, resulta que dicho olivo fue presa, con el resto del santuario, del incendio provocado por los bárbaros. Sin embargo, un día después del incendio, cuando los atenienses comisionados por el monarca para ofrecer sacrificios subieron al santuario, comprobaron que del tronco había brotado un retoño de cerca de un codo” (unos 45 centímetros).
           
La armada persa saldría en persecución de los helenos, sólo para toparse en Salamina con su propia derrota. Los griegos volverían a las ruinas de su devastada ciudad. Atenas retoñó; de hecho, su destrucción marcaría el punto inicial del período de máximo esplendor ateniense.

sábado, 20 de abril de 2019

El alma de la ciudad

… el yo contemplaba con admiración el yo que contemplaba el yo,
es decir, un estado de extático narcisismo.
Este enamoramiento de la propia imagen se ahondó entre los atenienses,
sin duda, en razón de su triunfo sobre los persas…
Lewis Mumford, La ciudad en la historia.


Los persas, la pieza teatral más antigua que se ha preservado hasta nuestros días, se escenificó por vez primera en Atenas, durante las fiestas Dionisias, en elafebolion, mes lunar del calendario ático —marzo para nosotros—, del año 472 antes de nuestra era. Se dice fácil, pero han pasado 2.5 milenios. La obra no se refiere a asuntos mitológicos, sino a hechos humanos y, además, contemporáneos para los espectadores —entre diez y quince mil— que presenciaron su estreno. El corego de aquella puesta en escena, es decir, quien sufragó los gastos de la producción, fue un joven llamado Pericles, un hombre que sería apodado El Olímpico por sus coetáneos, y quien daría su nombre al período de mayor esplendor de Atenas: el siglo de Pericles.
           
El autor de Los persas, Esquilo, fue el primero de los tres grandes trágicos griegos —Eurípides y Sófocles, los otros dos—. Nació hacia el 525 a. C. en el demo ateniense de Eleusis, y falleció a los 68 años de edad en la costa meridional de la isla de Sicilia, en Gela, ciudad por entonces gobernada por el tirano Cleandro Patareo, promotor de la lírica y el teatro. Si hemos de dar crédito a la tradición, el creador griego más importante de tragedias clásicas murió de una manera más bien cómica: de un tortugazo[1]. El célebre epitafio de Esquilo no registra los detalles del óbito, tampoco ensalza su trabajo literario —según la Suda, escribió noventa tragedias, aunque sólo conservamos siete—, pero en cambio alaba su gallardía guerrera:
Este sepulcro de Gela, la rica en cereales,
contiene a Esquilo, el hijo de Euforión, ateniense.
De su eximio valor hablarán Maratón y su bosque sagrado
y el cabelludo medo, que le conocen bien.
           
Ciertamente, en septiembre de 490 a. C., Esquilo combatió contra los persas en Maratón —a menos de 50 kilómetros de Atenas—, en donde ocurrió la batalla definitoria de la primera Guerra Médica. Los ejércitos aqueménidas venían de haber sometido la insurrección jónica —Mileto había caído en 494 a. C.—, cuando el Sha Darío I decidió atacar a las aparentemente desarticuladas ciudades-estado helenas. En Maratón, atenienses y platenses integraban las fuerzas griegas. Como bien se sabe, los griegos resistieron el embate y terminaron por derrotar a los invasores. Aquel resultado iba contra todo pronóstico; basta recordar que apenas 35 años antes, justo cuando Esquilo se apersonó en este mundo, los persas habían conseguido invadir Egipto, y sólo diez años atrás, luego de las campañas en Tracia, Macedonia y las costas del mar Negro, y después en el oriente hasta alcanzar el valle del Indo, en el año 500 a. C. el imperio aqueménida alcanzaba su máxima extensión, unos 5.5 millones de kilómetros cuadrados, para convertirse así en el más grande del orbe hasta entonces. Con todo, no pudieron con los griegos…
           
En Los persas, Esquilo no se refiere a la primer Guerra Médica, sino a la segunda, acaecida diez años después. Para entonces, el imperio aqueménida ya era reinado por el hijo de Darío, Jerjes. Fue él mismo quien se puso al frente de sus huestes para ir a subyugar a los obstinados griegos. Los persas cruzaron el Helesponto, hoy estrecho de Dardanelos, para recorrer Tracia y Macedonia hacia Tesalia; a su paso, todas las ciudades fueron sometidas. Después de vencer en la batalla de Termópilas, el masivo embate persa avanzó hasta llegar a Atenas. Jerjes encontró la ciudad despoblada: los atenienses y sus aliados se habían ido a refugiar en la isla de Salamina, en el golfo Sarónico. Luego de saquear Atenas, los persas acometieron la persecusión, y fue en los estrechos costeros de Salamina en donde la flota helena logró la espectacular derrota de los orientales. Jerjes regresaría humillado a la ciudad capital de su imperio, Sousa.
           
Durante la conferencia que dictó en octubre del año pasado en la Fundación Juan March de Madrid, el extraordinario filólogo helenista Carlos García Gual, sostuvo que en Los persas Esquilo no celebra la victoria de los griegos en Salamina, sino que reflexiona sobre la catástrofe de los persas. Se trata, dijo, de una muestra de “la generosidad espiritual de los griegos: va a hablarnos no de los vencedores, que son ellos, sino de los vencidos, y va a insistir en las ideas del terror y la compasión”.
           
De acuerdo, Los persas es un largo treno a un héroe trágico, Jerjes. Pero también es otra cosa: un encomio a la ciudadanía, la fuerza de la gente que hace la ciudad. La reina Atosa, madre de Jerjes, cuestiona al mensajero sobre lo que está sucediendo del otro lado del mar; desea saber si al fin Atenas, después del saqueo, fue destruida por el ejército comandado por su vástago. Esquilo hace que el mensajero responda que no, porque “mientras hay hombres, eso constituye un muro inexpugnable”.




[1] Se cuenta que el oráculo había vaticinado a Esquilo: “Morirás aplastado por una casa”. Entonces el trágico decidió abandonar Atenas. Se fue a vivir a las afueras de la ciudad de Gela, a una humilde choza. Caludio Eliano (c. 175-235), erudito romano que vivió bajo los auspicios de Julia Domma, esposa del emperador Septimio Severo, cuenta en su De natura animalum lo que ocurrió entonces: “Las águilas que apresan a las tortugas de tierra y las arrojan desde lo alto y las estrellan contra las rocas y, quebrando así su caparazón, extraen la carne y la comen. Justo de esa manera tengo entendido que acabó la vida… aquel poeta autor de tragedias. Esquilo estaba sentado sobre una roca, discurriendo, creo yo, y escribiendo sus temas habituales. No tenía un pelo en la cabeza, pues era calvo. De ahí que el águila, figurándose que la cabeza era una roca, soltó y arrojó contra ella la tortuga que tenía entre las garras. Y el disparo acertó a dar al citado varón y lo mató”.

La tercera de Tristram Shandy


¡Qué bien argumentamos sobre los hechos erróneos!
Laurence Sterne, Tristram Shandy.


La tercera es la vencida —frase hecha que me recuerda a ya-sabes-quien, tanto como una afirmación que encontré precisamente en el libro que vuelvo a recomendarte: “tenemos a un hombre de Estado haciendo girar la rueda de la política, como un bruto, al revés: contra la corriente de la corrupción, ¡santo cielo!, en vez de a su favor”—…  Insisto, pues: tienes que leer Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, una novela enorme, publicada originalmente por entregas entre 1759 y 1767. Su autor, Laurence Sterne (1759-1767), era un novelista novato —“… no soy más que un principiante en este oficio y, en consecuencia, poco sé acerca de él; pero en mi opinión escribir un libro es, para todo el mundo, como tararear una canción; así pues, señora, limítese usted a estar a tono consigo misma: que éste sea alto o bajo, eso da absolutamente igual”—, hecho que no le impidió mostrar un colmillo literario de dinosaurio experimentado: “la vida de un escritor, por mucho que se tendiera a imaginar lo contrario, no consistía tanto en componer como en batallar; y la superación de la prueba dependía precisamente de lo que dependen las superaciones de los demás hombres que en la tierra combaten: no tanto (ni la mitad) del grado de ingenio, como del de resistencia”.
           
Aunque haya sido su primera novela, Sterne consigue el prodigio de meter al lector en una especie de plática —“la escritura, cuando manejada adecuadamente (como pueden ustedes estar seguros de que creo que lo está la mía), no es más que un nombre diferente que se le da a la conversación”—, al tiempo que lo involucra en la composición del hechizo literario: “La mayor y más sincera muestra de respeto que se le pueda dar al entendimiento del lector consiste en repartir amigablemente con él esta tarea y en dejarle imaginar algo a su vez: tanto, casi, como el propio autor”. El esfuerzo no es desinteresado; el escritor quiere y saca provecho: “gracias a la vida que he de escribir, viviré la otra bastante bien; o, en otras palabras, que llevaré un par de buenas vidas al mismo tiempo”.
           
Laurence Sterne, además de narrador, fue sacerdote y predicador —“sed delicados; sed cautos con vuestro lenguaje, y nunca, ¡oh, nunca!, olvidéis de cuán minúsculas partículas dependen vuestra elocuencia y vuestra fama”—, y tenía bien evaluada la plasticidad de las palabras, de cualquier palabra: “bigotes –y la palabra se convirtió en algo indecente: tras dar los últimos coletazos quedó absolutamente inservible para el uso. La mejor palabra de la mejor lengua del mejor mundo imaginable habría corrido igual suerte bajo la presión de semejantes cambios de sentido”. Así, por ejemplo, al desatinado doctor Slop lo describe como poseedor de “una barriga sesquipedal” (sesquipedal: dicho especialmente de un verso o de un discurso o modo de expresión: muy largo y ampuloso). Como un Wittgenstein precoz, se sabe atrapado en el lenguaje y criatura del mismo: “cada una de las palabras del diccionario: hacia adelante y hacia atrás…, cada palabra queda convertida en una tesis o en una hipótesis; cada tesis o hipótesis engendra una verdadera prole de proposiciones; y cada proposición tiene sus propias consecuencias y conclusiones; cada una de las cuales, a su vez, conduce a la mente hacia otras sendas, llenas de nuevas dudas y pesquisas. Es increíble la fuerza que tiene esta máquina…”
           
El inglés —nacido en Irlanda— despliega también un conocimiento grosero, excesivo para su tiempo —una época sin sociólogos ni epistemólogos—, de los mecanismos del pensamiento humano: “Las teorías se caracterizan por el hecho de que, una vez concebidas, todo lo asimilan en provecho de su propia nutrición; y, desde el mismo instante en que se las engendra, todo lo que uno ve, oye, lee o entiende no hace sino fortalecerlas cada vez más”. Sterne se da el lujo incluso de meter la pluma para describir los procesos internos de la concepción mental: “la idea se limitaba a flotar en la mente del doctor Slop: sin rumbo ni dirección, a la manera de una simple proposición; de las cuales… hay millones, a diario, balanceándose plácidamente en medio del sutil jugo del entendimiento de cada ser humano; y no se ven impulsadas ni hacia delante ni hacia atrás hasta que algunas ligeras ráfagas de pasión o de interés las hacen inclinarse hacia uno y otro lado”.
           
Gran lidiador del lenguaje e inteligente observador de la inteligencia, Sterne aparece aquí y allá como un Paul Watzlawick adelantado, como si hubiera asistido a un seminario de Teoría de la Comunicación Humana en Palo Alto, California, a finales del siglo XX…; como muestra, un botón: "Se tornó pensativo —daba frecuentes paseos hasta la nansa,—se soltó y dejó caer una cinta del sombrero —suspiraba a menudo— se abstenía de ser mordaz— y habida cuenta de que, como nos dice Hipócrates, el buen funcionamiento tanto de las glándulas excretorias de la piel como del aparato digestivo dependen en gran medida de la ayuda que les prestan los vivos destellos de genio que dan pie a la mordacidad, no cabe duda de que, con la desaparición de éstos, habría acabado por enfermar de no haber sido por la tía Dinah, la cual, junto con un legado de mil libras, le dejaba una serie de nuevas preocupaciones que le sirvieron para distraer los pensamientos y recobrar la salud”.
           
Hasta aquí la tercera…, que aunque haya sido la vencida obligadamente prologa la cuarta…

sábado, 6 de abril de 2019

Guerra de nunca acabar


En Tristram Shandy aprendí que el tiempo de la novela
es justamente el tiempo que en la vida real no puede existir.
Javier Marías





… y no, no es que uno se complazca en andar de chismoso, pero conviene anotar que Mrs. Elizabeth Lumley (1714-1773) no se llevaba muy bien que digamos con su señor marido, el escritor inglés Laurence Sterne (1713-1768), y además hay que agregar que frecuentemente la señora se desbarrancaba decididamente en profundos episodios de locura, durante los cuales la bendita dama creía ser la reina de Bohemia. Habrá quien considere ambos hechos como atenuantes del en ocasiones disoluto comportamiento del párroco anglicano, quien sostuvo una relación entre ingenua y no tanto con la cantante Catherine Fourmantel, y a quien muy probablemente se refiera como su querida Jenny en su maravillosa novela La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1760-1767). De tanto detalle me he enterado gracias al bien cuidado y robusto cuerpo de notas que el novelista español Javier Marías (Madrid, 1951) preparó para la traducción a nuestro idioma de la novela de Sterne —Premio Nacional de traducción Fray Luis de León en 1979—, la cual sin duda es la que, si vas a hincarle el diente, deberías conseguir —la edición de Alfaguara está disponible en papel y libro electrónico—.



Ya desde el acto de procreación acontecido para que fuera traído al mundo el tal Tristram Shandy —suceso que acaecería en 1718—, cometido obviamente por quienes habrían de ser su padre, Walter Shandy, y su madre, Elizabeth Mollineux, se evidencia el hercúleo ejercicio de digresión gracias al cual la novela de Laurence Sterne va y viene, y regresa y coquetea descaradamente y da vueltas sin llegar, sin avanzar a ninguna parte y sin embargo incansablemente toca puerto aquí y allá antes de hacerse de nuevo a la mar abierta de historias secundarias y divagaciones… Resultado: una narración prácticamente sin argumento. “Ya sé que hay lectores en el mundo que, al igual que otra mucha buena gente que vive en él, no tienen nada de lectores; que se encuentran a disgusto si no se les permite entrar, desde el principio hasta el final, en el secreto de todo lo que a uno le concierne”, se defiende atacando el narrador, y muchas páginas más adelante, después de que ha quedado sobradamente evidenciado que el después poco o nada importa, el escritor dieciochesco se extiende en explicaciones: “cuando un hombre toma asiento dispuesto a escribir una historia…, no sabe en mayor medida que sus talones con qué dificultades y condenados obstáculos ha de encontrarse en su camino, o qué danzas puede verse obligado a bailar por culpa de una u otra digresión antes de que todo haya finalizado. Si un historiógrafo pudiera conducir su historia como un mulero conduce a su mula —en línea recta y siempre hacia delante—: por ejemplo, desde Roma hasta Loreto sin volver la cabeza ni una sola vez en todo el trayecto, ni a derecha ni a izquierda, podría aventurarse a predecirles a ustedes, con un margen de error de una hora, cuándo iba a llegar al término de su viaje; pero eso, moralmente hablando, es imposible. Porque si es un hombre con un mínimo de espíritu, se encontrará en la obligación, durante su marcha, de desviarse cincuenta veces de la línea recta para unirse a este o a aquel grupo, y de ninguna manera lo podrá evitar. Se le ofrecerán vistas y perspectivas que perpetuamente reclamarán su atención; y le será tan imposible no detenerse a mirarlas como volar; tendrá, además, diversos Relatos que compaginar: Anécdotas que recopilar: Inscripciones que descifrar: Historias que trenzar: Tradiciones que investigar: Personajes que visitar: Panegíricos que pegar en esta puerta; Pasquines que en aquella: —de todo lo cual tanto el hombre como su mula están completamente libres. Resumiendo: en cada etapa del camino hay archivos que consultar, y registros, fastos, documentos e interminables genealogías que, forzado por la justicia (que una y otra vez le hace volver o detenerse), ha de leer. —En suma, es el cuento de nunca acabar”.



Sumado al afán por no arribar, al ánimo de andarse todo el tiempo por las ramas, el novelista apuesta toda su fortuna al humor, incluso en contra de sí mismo: “bien ríase usted conmigo, o bien hágalo usted de mí, o, en suma, haga lo que prefiera, pero no pierda usted nunca el humor”. Sterne hace suya una de las máximas del parisino Francote de Rochefoucauld (1613-1680) —“La seriedad es un continente misterioso del cuerpo que sirve para ocultar los defectos de la mente”—, porque más que un humorista o artesano de gracejadas es un fiero enemigo de la seriedad, al igual que el párroco Yorick, personaje de su novela: “Yorick tenía por naturaleza una antipatía y una aversión invencibles hacia la seriedad —no hacia la seriedad como tal, pues cuando se requería seriedad él era el más serio o grave de los mortales durante días y semanas enteras—, sino que era un acérrimo enemigo de ella cuando se la afectaba, y sólo le declaraba la guerra abierta cuando aparecía como tapadera para la ignorancia o la sandez”. Así que entre ignorantes y necios, guerra sin cuartel, cruzada eterna…