sábado, 20 de abril de 2019

El alma de la ciudad

… el yo contemplaba con admiración el yo que contemplaba el yo,
es decir, un estado de extático narcisismo.
Este enamoramiento de la propia imagen se ahondó entre los atenienses,
sin duda, en razón de su triunfo sobre los persas…
Lewis Mumford, La ciudad en la historia.


Los persas, la pieza teatral más antigua que se ha preservado hasta nuestros días, se escenificó por vez primera en Atenas, durante las fiestas Dionisias, en elafebolion, mes lunar del calendario ático —marzo para nosotros—, del año 472 antes de nuestra era. Se dice fácil, pero han pasado 2.5 milenios. La obra no se refiere a asuntos mitológicos, sino a hechos humanos y, además, contemporáneos para los espectadores —entre diez y quince mil— que presenciaron su estreno. El corego de aquella puesta en escena, es decir, quien sufragó los gastos de la producción, fue un joven llamado Pericles, un hombre que sería apodado El Olímpico por sus coetáneos, y quien daría su nombre al período de mayor esplendor de Atenas: el siglo de Pericles.
           
El autor de Los persas, Esquilo, fue el primero de los tres grandes trágicos griegos —Eurípides y Sófocles, los otros dos—. Nació hacia el 525 a. C. en el demo ateniense de Eleusis, y falleció a los 68 años de edad en la costa meridional de la isla de Sicilia, en Gela, ciudad por entonces gobernada por el tirano Cleandro Patareo, promotor de la lírica y el teatro. Si hemos de dar crédito a la tradición, el creador griego más importante de tragedias clásicas murió de una manera más bien cómica: de un tortugazo[1]. El célebre epitafio de Esquilo no registra los detalles del óbito, tampoco ensalza su trabajo literario —según la Suda, escribió noventa tragedias, aunque sólo conservamos siete—, pero en cambio alaba su gallardía guerrera:
Este sepulcro de Gela, la rica en cereales,
contiene a Esquilo, el hijo de Euforión, ateniense.
De su eximio valor hablarán Maratón y su bosque sagrado
y el cabelludo medo, que le conocen bien.
           
Ciertamente, en septiembre de 490 a. C., Esquilo combatió contra los persas en Maratón —a menos de 50 kilómetros de Atenas—, en donde ocurrió la batalla definitoria de la primera Guerra Médica. Los ejércitos aqueménidas venían de haber sometido la insurrección jónica —Mileto había caído en 494 a. C.—, cuando el Sha Darío I decidió atacar a las aparentemente desarticuladas ciudades-estado helenas. En Maratón, atenienses y platenses integraban las fuerzas griegas. Como bien se sabe, los griegos resistieron el embate y terminaron por derrotar a los invasores. Aquel resultado iba contra todo pronóstico; basta recordar que apenas 35 años antes, justo cuando Esquilo se apersonó en este mundo, los persas habían conseguido invadir Egipto, y sólo diez años atrás, luego de las campañas en Tracia, Macedonia y las costas del mar Negro, y después en el oriente hasta alcanzar el valle del Indo, en el año 500 a. C. el imperio aqueménida alcanzaba su máxima extensión, unos 5.5 millones de kilómetros cuadrados, para convertirse así en el más grande del orbe hasta entonces. Con todo, no pudieron con los griegos…
           
En Los persas, Esquilo no se refiere a la primer Guerra Médica, sino a la segunda, acaecida diez años después. Para entonces, el imperio aqueménida ya era reinado por el hijo de Darío, Jerjes. Fue él mismo quien se puso al frente de sus huestes para ir a subyugar a los obstinados griegos. Los persas cruzaron el Helesponto, hoy estrecho de Dardanelos, para recorrer Tracia y Macedonia hacia Tesalia; a su paso, todas las ciudades fueron sometidas. Después de vencer en la batalla de Termópilas, el masivo embate persa avanzó hasta llegar a Atenas. Jerjes encontró la ciudad despoblada: los atenienses y sus aliados se habían ido a refugiar en la isla de Salamina, en el golfo Sarónico. Luego de saquear Atenas, los persas acometieron la persecusión, y fue en los estrechos costeros de Salamina en donde la flota helena logró la espectacular derrota de los orientales. Jerjes regresaría humillado a la ciudad capital de su imperio, Sousa.
           
Durante la conferencia que dictó en octubre del año pasado en la Fundación Juan March de Madrid, el extraordinario filólogo helenista Carlos García Gual, sostuvo que en Los persas Esquilo no celebra la victoria de los griegos en Salamina, sino que reflexiona sobre la catástrofe de los persas. Se trata, dijo, de una muestra de “la generosidad espiritual de los griegos: va a hablarnos no de los vencedores, que son ellos, sino de los vencidos, y va a insistir en las ideas del terror y la compasión”.
           
De acuerdo, Los persas es un largo treno a un héroe trágico, Jerjes. Pero también es otra cosa: un encomio a la ciudadanía, la fuerza de la gente que hace la ciudad. La reina Atosa, madre de Jerjes, cuestiona al mensajero sobre lo que está sucediendo del otro lado del mar; desea saber si al fin Atenas, después del saqueo, fue destruida por el ejército comandado por su vástago. Esquilo hace que el mensajero responda que no, porque “mientras hay hombres, eso constituye un muro inexpugnable”.




[1] Se cuenta que el oráculo había vaticinado a Esquilo: “Morirás aplastado por una casa”. Entonces el trágico decidió abandonar Atenas. Se fue a vivir a las afueras de la ciudad de Gela, a una humilde choza. Caludio Eliano (c. 175-235), erudito romano que vivió bajo los auspicios de Julia Domma, esposa del emperador Septimio Severo, cuenta en su De natura animalum lo que ocurrió entonces: “Las águilas que apresan a las tortugas de tierra y las arrojan desde lo alto y las estrellan contra las rocas y, quebrando así su caparazón, extraen la carne y la comen. Justo de esa manera tengo entendido que acabó la vida… aquel poeta autor de tragedias. Esquilo estaba sentado sobre una roca, discurriendo, creo yo, y escribiendo sus temas habituales. No tenía un pelo en la cabeza, pues era calvo. De ahí que el águila, figurándose que la cabeza era una roca, soltó y arrojó contra ella la tortuga que tenía entre las garras. Y el disparo acertó a dar al citado varón y lo mató”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario