sábado, 12 de octubre de 2019

Bárbaros domésticos


… el mundo enseña humildad.
Ryszard Kapuściński, Viajes con Heródoto.


¿Cómo no estar de acuerdo con  Kapuściński? Tipos como Heródoto no se dan en maceta, son como garbanzos de a libra: “No abundan… naturalezas tan fervorosas. El hombre medio no muestra especial interés por el mundo. A él ha venido y en él se ve obligado a vivir, y no tiene más remedio que afrontar este hecho lo mejor que pueda y sepa; cuanto menos esfuerzo le exija, tanto mejor. Mientras que la absorbente empresa de conocer el mundo requiere un esfuerzo gigantesco y una dedicación absoluta. La mayoría de la gente tiende más bien a desarrollar habilidades contrarias: mirar para no ver y escuchar para no oír.”

Igual que Heródoto de Halicarnaso (c. 485 a. C. – 425 a. C.), Ryszard Kapuściński (1932-2007) quiso ver, quiso oír, y se empecinó en conocer el mundo. Voluntariosos, cotillas, optimistas incurables. El periodista e historiador polaco se preguntó qué bicho le habría picado al pensador griego para decidirse a salir de su polis y aventurarse a explorar y averiguar para tratar de entender a los otros, a los demás…: “¿Qué lo impele cuando, intrépido e incansable, se lanza a su gran aventura? Creo que una fe llena de optimismo en que es posible describir el mundo”. Corresponsal internacional, Kapuściński acostumbraba cargar en la maleta un montón de libros, entre ellos, el grueso volumen de Historia —“el primero en tomar conciencia de la multiplicidad del mundo como esencia del mismo no fue otro que Heródoto”—. De ahí surgió Viajes con Heródoto, cuya edición príncipe en polaco data de 2004. Dos años después, Anagrama publica la traducción al español. Historia contemporánea y de la Antigüedad, etnografía, sociología, geografía, reflexión filosófica… Un banquetazo.

Desde el comienzo, Viajes con Heródoto me recordó otro enorme librito de viajes, el imprescindible Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux (1899-1984) —la traducción del francés a nuestro idioma se la debemos a Borges—. La obra de Michaux fue publicada en 1945, aunque narra una serie de viajes ocurridos a lo largo de 1933. Por su parte, Kapuściński empieza su libro contando su primera misión fuera de su país, en los albores de la década de los cincuenta del XX. En ambos casos, tanto en el del libro del belga como en el del polaco —los dos espléndidos prosistas, los dos poetas, los dos artistas plásticos—, el destino inicial es el mismo. “La India fue mi primer encuentro con la otredad…”, recuerda Ryszard Kapuściński.

El íncipit del libro de Michaux es un párrafo/oración terminante: “En la India nada para ver, todo que interpretar”. Un par de décadas después, a eso mismo, a interpretar, iría Kapuściński a la India… Llegó a Nueva Delhi peor equipado que a la guerra un soldado sin fusil: no hablaba ni siquiera inglés… Sin embargo, encontró la punta de la madeja: “Mientras deambulaba por la ciudad, me apuntaba inscripciones de rótulos, nombres de productos expuestos en las tiendas, palabras oídas en las paradas del autobús. En los cines tomé notas, a oscuras, casi a tientas, de palabras que aparecían en la pantalla, y copié eslóganes de las pancartas cuando me topaba con alguna manifestación. Fui penetrando en la India no a través de imágenes, sonidos y olores, sino a través de la lengua, que, además, ni siquiera era el vernáculo hindi, sino una lengua extranjera, impuesta, pero que, aun así, estaba tan arraigada en el suelo indio que se identificaba con el país y, para mí, se había convertido en una clave imprescindible.” La estrategia no era mala, al contrario; Henri Michaux había advertido años atrás: “En el mundo entero uno puede entenderse por señas. En la India, imposible”. Así que la apuesta por de Kapuściński fue acertada: “Mi lucha por la India fue, en su primer asalto, una batalla con la lengua. Comprendí que cada mundo entrañaba un misterio y que el acceso al mismo sólo lo podía facilitar la lengua. Sin conocerla, ese mundo permanecería para nosotros insondable e incomprensible, por más años que pasásemos en su interior. Más aún: descubrí un relación entre tener nombre y existir, pues cada vez que volvía al hotel me daba cuenta de que en la ciudad había visto tan sólo aquello que sabía nombrar, por ejemplo recordaba una acacia pero no el árbol que crecía junto a ella, porque desconocía su nombre. En una palabra, comprendí que cuanto más vocabulario atesorase, más pronto —y más rico en su inabarcable diversidad— se abriría ante mí el mundo”.

Leyendo lo anterior uno no puede más que comprender lo terriblemente ajenos, forasteros, ¡vamos!, bárbaros, que necesariamente deben sentirse las personas que transitan por la vida con un arsenal lingüístico misérrimo. Alienígenas en su propia casa, más extraños que Heródoto en Media. El mundo se engrandece nominándolo, los horizontes se amplían con palabras. La realidad es tan rica como los acuerdos semánticos que la comunidad comparta. Así que para darnos una idea aproximada de la complejidad de la India, Kapuściński no se refiere el exotismo de la flora o la fauna o a la rareza de las costumbres de los humanos…, no, acude al lenguaje: “Es imposible inventariar los libros sagrados del hinduismo: sólo uno de ellos, el Mahabharata, cuenta con alrededor de doscientos veinte mil versos de dieciséis sílabas, es decir, ocho veces más que la Ilíada y la Odisea juntas!”

Heródoto, Michaux y Kapuściński nos muestran reiteradamente que los demás, los otros, los más excéntricos pueden ser el mejor “espejo en que mirarnos para comprendernos mejor a nosotros mismos”.

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