sábado, 2 de noviembre de 2019

Ignorantes bien informados


Se puede saber mucho sin saber lo indispensable.
Georg Christoph Lichtenberg



¡Ah!, todos los días nos enteramos de tantas cosas…, queramos o no. Para mí, por ejemplo, resultó totalmente ineludible saber de la existencia de Sarita, la pérfida hija de José José. Sé —también de manera inexorable— que Enrique Peña Nieto y su novia usan las mismas cremas; que la camisa que usaba Ovidio Guzmán, el hijo del Chapo, en la foto que circuló el día de su frustrada captura, no es una baratija marca Cuidado con el perro, sino una fina Purificación García, y enterado estoy de que Sagittarius A, el agujero negro supermasivo más cercano, se encuentra en el ombligo de nuestra galaxia, a 26 mil años luz.

En un maremágnum de datos, la confusión campea. Aquí mismo, hace quince días, argüía yo que nuestras capacidades epistemológicas han sido drásticamente sobrepasadas por la capacidad de generación y difusión de información alcanzadas con la tecnología, especialmente a partir de la revolución digital. Y no sólo es la demasiada información —data, data, data— la que nos aturulla cotidianamente, la cascada que enturbia el pensamiento. Hace poco más de una centuria, el viejo Lev Nikoláyevich Tolstói (1828-1910) alertaba que, además de los datos, también los conocimientos pueden embobarnos: “La capacidad de la mente para absorber conocimientos no es ilimitada. Y por eso uno no debe pensar que cuanto más se sepa mejor es. El conocimiento de una gran cantidad de tonterías es un obstáculo insalvable para saber aquello que verdaderamente es necesario”.

El 15 de marzo de 1884, Lev Tolstói escribió en su diario una estupenda idea germinal: “He creado un círculo de lectura para mí mismo: Epiceto, Marco Aurelio, Lao-Tse, Buda, Pascal, el Nuevo Testamento… Algo así es necesario para toda la gente”. En una carta fechada un año después, el novelista ruso precisaba: “Da fuerza interior, tranquilidad y felicidad poder comunicarse con pensadores como Sócrates, Epiceto, Kant, Parker… Ellos nos hablan acerca de lo que es más importante para la humanidad, acerca del sentido de la vida y sobre la virtud… Me gustaría escribir un libro… en el cual pudiera hablar a las personas acerca del buen camino de la vida”. El buen camino de la vida de la mano de los mejores. Tolstói comparte la postura del pensador norteamericano Henry David Thoreau (1817-1862), en el sentido de que toda una vida no alcanza para leer lo verdaderamente valioso: “Lean antes que nada los mejores libros, de otro modo no les dará tiempo de leerlos”.

Luego de más de quince años leyendo y releyendo, ordenando notas, redactando aforismos, parafraseando a los escritores y filósofos que más admiraba, “recolectando la sabiduría de siglos en un solo libro”, en 1902 comenzó a darle forma a la que sería su última obra mayor. La primera edición aparece en 1904, Pensamientos de hombres sabios, con tres reimpresiones, cada una con un subtítulo diferente: El camino de la vida, Círculo de lectura y Un pensamiento sabio para cada día. En 1907 publica una nueva edición, sustancialmente ampliada, ahora titulada Calendario de sabiduría. Tolstói agregó un montón de aforismos propios y 52 historias cortas, una para cada semana del año —la primera traducción al inglés de este libro, sin las historias, no se realizó sino hasta 90 años después:
A Calendar of Wisdom: Daily Thoughts to Nourish the Soul (traducción Peter Sekirin. Simon & Schuster, NY)—. Finalmente, preparó una tercera edición, sintetizada y organizada ya no por fechas sino por temas: El camino de la vida (1910). Fue a partir de esta versión que Selma Ancira realizó la traducción al español que apenas este año acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica, Aforismos.

En su biografía ética (Confessions. W. W. Norton & Company, 1983), un texto monumental de menos de cien páginas, Tolstói confiesa que siendo joven y a lo largo de buena parte de su vida adulta se había esforzado por divulgar su ignorancia, claro, sin ser consciente de ello: “Desarrollé un orgullo patológico y la loca convicción de que mi misión era enseñar a las personas sin saber lo que les estaba enseñando… En ese momento, todos estábamos convencidos de que teníamos que hablar, escribir y publicar lo más rápido y lo más posible, y que esto era necesario para el bien de la humanidad”. Socrático, el novelista ruso valora la importancia de saber que no se sabe, y en sus Aforismos trae a cuento a Immanuel Kant para prevenirnos acerca del origen de un tempestuoso caudal de falsedades camufladas en la nomenclatura: “Las más de las veces la fraseología metódica de las escuelas superiores tiene como meta esquivar la solución de cuestiones difíciles, otorgándoles a las palabras un sentido equívoco, porque el cómodo y muchas veces sensato ‘yo no sé’ no se toma bien en las academias”. Tolstói, además, imputa a nuestra época la fea astucia de ocultar la ignorancia bajo toneladas de conocimientos vanos, y tiene razón: “El fenómeno más ordinario de nuestro tiempo es ver cómo la gente que se considera sabia, culta e ilustrada por saber una cantidad incontable de cosas inútiles se estanca en la ignorancia más burda, no sólo porque no conoce el sentido de su propia vida, sino porque además se jacta de su ignorancia”.

Nadie debería avergonzarse de no saber: por sí misma, la ignorancia no es mala. Todos somos terriblemente ignorantes en distintos campos. “Nadie puede saber todo. Pero sí es una vergüenza y es malo aparentar saber lo que no se sabe”. La ignorancia de la ignorancia, o peor, el desentendimiento de nuestra ignorancia, eso sí que es pernicioso.

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