sábado, 16 de noviembre de 2019

Orden precario



Any order is a balancing act of extreme precariousness.
Walter Benjamin, Unpacking My Library.


Jueves 7 de noviembre de 2019. Ración de felicidad y enjundia: sorbo el primer café del día. Aún no son las nueve de la mañana, y en la bandeja me aguardan ya una docena correos electrónicos. Cargas de trabajo normales, considerando que se nos viene encima el operativo de campo más aparatoso de este país. Timbra el teléfono directo. La pantalla del aparato indica que me llama mi compañera de trabajo C.

— Hola, buenos días. ¿Cómo estás?

— Mal, doctor, por eso te llamo…

Me cuenta lo que le sucedió anoche. Entre las siete y cuarto y las siete y media, apenas había oscurecido, a unos metros del edificio en donde había tomado su habitual clase de yoga, fue agredida. Un sujeto se acercó y sin mediar palabra trató de arrebatarle la bolsa de mano. Sin pensarlo, “instintivamente”, ella trató de sujetar su bolsa y comenzó a gritar. No había nadie cerca. El tipo la tiró al suelo. Siguieron los gritos, el forcejeo… Por fortuna, pasó un auto y el conductor se detuvo. El infame echó a correr. Todo esto ocurrió en la Ciudad de México, en la demarcación territorial Benito Juárez, a un par de cuadras del Teatro de los Insurgentes. Bien asesorado, puedo decir que la colonia San José Insurgentes es de clase media alta, en proceso de transformación a zona comercial y de servicios. La calle en donde sucedió el episodio es doble, con camellón, transitada, lo cual no impide que tenga un pésimo alumbrado público. El colmo: el nombre de la calle, Damas. C. sufrió golpes en la espalda y raspaduras. El samaritano que intervino resultó ser operador de Uber. La ayudó a levantarse y la llevó a su vivienda, a sólo unas cuadras del lugar.

— ¿Llamaste a la policía?

— Sí, por supuesto… Me dijeron que han habido muchos asaltos en la colonia. Imagínate: ¡me recomendaron no caminar de noche por ahí!

Lamenté lo que le pasó… ¿Qué más puede uno decir? Se puede apostillar que qué horror, que las cosas están muy mal, que la ciudad es una jungla, y, claro, que “qué bueno que la cosa no pasó a mayores —el eufemismo que usamos para decir que al menos uno salió vivo—… Esta vez opté por contarle lo que a mí me había sucedido la tarde-noche anterior…

Salí de mi oficina poco después de las cinco. En una ecobici —el servicio lo ofrece el gobierno de la Ciudad y cuesta 462 pesos… ¡anuales!—, por la ciclovía que corre por Circuito Interior, pedaleé a la colonia Condesa. A. y yo habíamos acordado encontrarnos en la Rosario Castellanos. Comimos en un modesto restaurante argentino que está sobre Tamaulipas, en contra esquina con la librería. Al salir, caminamos hacia Patriotismo, en donde abordamos un taxi, no uno de aplicación, sino uno normalito, de los de a 8.74 pesos el banderazo, y 1.07 pesos por cada 250 metros o 45 segundos.

— A la Estela de luz, por favor.

— A la Suavicrema —me corregió el chafirete.

— Ándele, la Estafa de luz.

Suertudos, llegamos en menos de quince minutos. El sitio estaba repleto. A esa hora, centenares y centenares salen de los negocios que colman los edificios y rascacielos de Reforma, y otros tantos comienzan a bajar de las oficinas y comercios de las Lomas; además, muchísimos paseantes se acercaban al mismo punto al que nosotros nos dirigíamos. Montada sobre la Puerta de los Leones del Bosque de Chapultepec, una enorme calavera daba la bienvenida: Celebrando la eternidad. El recorrido temático, “una experiencia inmersiva llena de luz y música”, según anunciaban los organizadores, principiaba ahí para finalizar en el Lago menor, en donde se montó una ofrenda monumental y un mariachi amenizaba. Considerando la cantidad de personas que diariamente no había alcanzado a entrar, el gobierno de la ciudad decidió mantener la instalación una semana más después del día de muertos. Durante poco más de una hora, junto con familias, parejas, niños, grupos de jóvenes relajientos, viejitos y hasta personas en silla de ruedas, seguro miles, realizamos el trayecto por las once instalaciones. Salimos del Bosque por las puertas que están frente a Tláloc. Serían como las nueve y media de la noche, y aquello seguía a reventar: el caudal chilango no dejaba de manar prójimos. La acera de Reforma, colmada de transeúntes, ciclistas y hasta scootteros avanzaba hacia el centro, mientras que sobre la avenida el tráfico esclerótico goteaba amazacotados micros y metrobuses de dos pisos y una interminable procesión de seres solitarios encapsulados en sus coches… Lo más prudente, caminar… En medio de aquel torrente humano, llegamos hasta la glorieta de la Diana, donde doblamos a la derecha sobre Sevilla, y unas cuadras más adelante pedimos un Uber.

— ¿Y luego? ¿Qué pasó?

— Nada, nos llevó al departamento. Tomó avenida Chapultepec y luego Revolución…

— ¿Pero no les pasó nada?

— Nada.

— Me pierdo, doctor —me dijo C.—. Entendí que me ibas a contar lo que te había pasado a ti.

— Eso hice: no me pasó nada, como a cientos, como a miles y miles, como a millones de chilangos y chilangas. Para que que todas las noches regrese a casa la gran mayoría de nosotros es necesario un orden muy complejo, buena voluntad, suerte, planeación, civilidad… El problema es que ese orden es muy precario, basta un imbécil como el que te tocó a ti para que todo eso se caiga. Y no, lo qu te digo no es consuelo…, al contrario.

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