sábado, 29 de febrero de 2020

Juárez y Cleopatra


“Yo te lo dije, que no te anduvieras metiendo con mi Paco. Ahora ya tienes para andar un mes cuando menos con un ojo de cotorra”, burlona, pendenciera, le dice la cabaretera (Estela Matute) a Mercedes (Marga López), quien no se digna a responder y sigue limpiándose con un pañuelo la sangre que tiene en el rostro. La primera mujer sale del baño. Mercedes se agacha en el lavamanos para mojarse la cara. Justo cuando se erige de nuevo y con cierta altivez recuperada se mira frente al espejo, contundentes, suenan los primeros acordes de un danzón. Sale del baño, se abre paso entre las parejas que ya bailan y va a tomar asiento en una mesa. Pide una cerveza. “¡Jijo, por poco te sacan el ojo!”, le dice el mesero cuando se acerca a atenderla. Entra a cuadro Lupe López (Miguel Inclán), el policía, quien viene de propinarle una golpiza al Paco (Rodolfo Acosta). Tan pronto se sienta, ella descubre el rostro y los nudillos heridos del oficial; llora y se inclina para besarle las manos… “No, Merceditas, yo soy el que debería besar sus manos y sus pies, y hasta el suelo que pisa… Usted es de oro, y el oro vale, pues vale en donde quiera que esté, aunque sea en la basura” Se entabla un diálogo de enorme patetismo —la fatalidad de la pobreza al centro—, siempre con los campases del danzón de fondo. Lupe, “un hijo del pueblo…, el último representante de la ley”, viudo, declarará su amor a Mercedes y le pedirá que se casen… “Yo sé bien que no me la merezco, porque en resumidas cuentas no soy nadie…” Ella, a pesar de todos los ofrecimientos del gendarme, se va a negar: “Usted gana seis pesos y yo necesito mucho dinero, mucho dinero. Para sostenerme, usted tendría que manchar ese uniforme, o yo tendría que ser sucia con usted”. La escena cierra cuando Lupe se resigna y promete antes de levantarse: “Merceditas, yo la esperaré hasta que esté usted libre”. En ese preciso instante comienza el lastimero canto lastimero del danzón:

Juárez no debió de morir, ¡ay, de morir!
Juárez no debió de morir, ¡ay, de morir!

Lupe sale entre la gente… La cámara regresa a la mesa, close up a Mercedes, quien se echa a llorar sobre la mesa…

Porque si Juárez no hubiera muerto…

Fin de la secuencia y la imagen se va a negros.

Salón México
, dirigida magistralmente por Emilio Fernández —a partir de un guión original de Mauricio Magdaleno y del propio Indio—, se estrenó a principios de 1949, treinta años después de la primera grabación de Juárez, el danzón compuesto por el chiapaneco Esteban Afonzo y el cubano Tomás Ponce. La película incluye, además de Juárez, otros “números musicales”, como El caballo y la montura, Almendra, Nereidas, Sopa de pichón y Meneito, todos interpretados por el grupo Son “Clave de oro”. En Salón México, el término de la secuencia no nos permite escuchar qué hubiera pasado si don Benito Juárez no hubiera muerto… Quienes conozcan el danzón saben que la primera parte de la respuesta es indiscutible y tautológica:

Juárez no debió de morir, ¡ay, de morir!
Porque si Juárez no hubiera muerto
Todavía viviría…

En cambio, la segunda parte es ya debatible:

Porque si Juárez viviera
Otro gallo cantaría
La patria se salvaría
México sería feliz, feliz, feliz…
           
*

— ¿Qué hubiera pasado si Juárez no hubiera muerto?
— Déjate de tonterías: la historia contrafactual o contrafáctica no exististe.
— Ok…, no existe, pero qué tal que sí existiera.

*

Explican William Croft y D. Alan Cruse: “Una condicional contrafactual construye un espacio en el cual el antecedente [Siendo presidente de la República, a Juárez lo mató una angina de pecho, en este caso] constituye explícitamente su contrario en el espacio base [Juárez no murió el 18 de julio de 1872]” (Lingüística cognitiva, AKAL, 2008). Así, por ejemplo, podemos hipotetizar: si Juárez no hubiera muerto, Porfirio Díaz jamás habría llegado a la Presidencia de la República.

Entonces, pues, resulta evidente que a cualquier discurso historiográfico —y si me apuran a todo nuestro pensamiento narrativo— subyacen un montón de hipótesis contrafactuales: Sócrates fundó la filosofía occidental / Si Sócrates hubiera muerto en la Guerra del Peloponeso…

En su libro Counterfactual History and Bosnia-Herzegovina (Torkel Opsahl Academic, 2018), Stian Nordengen Christensen explica: “Si una hipótesis está basada en uno o más antecedentes que evidentemente no son verdaderos, es contrafactual. La forma más simple de hipótesis contrafactual es: ‘Si A, que no es, entonces B’”. Resulta entonces que sería imposible pasar un solo día sin construir hipótesis contrafácticas: si no pasa el camión en cinco minutos, no llegó a la chamba…

*

Recordará el lector la célebre afirmación del Pascal (16623-1662): “Si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, toda la faz de la Tierra habría cambiado”. Se trata de una de las más famosas hipótesis históricas contrafactuales del pensamiento occidental. Hay muchas más, por ejemplo, en la historia contemporánea, el famoso Contrafactual de Munich, según el cual, en pocas palabras, si los británicos se hubiesen opuesto decididamente al expansionismo fascista de la década de los años treinta, nos hubiéramos evitado el horror de la II Guerra Mundial.

*

En 2013, José de la Colina publicó Cleopatra, el siguiente microrelato:

—Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la historia del mundo habría sido diferente –dijo Blaise Pascal.

—No, Blaise —susurraron los fantasmas de Julio César y de Marco Antonio—, no la nariz, precisamente.
           

domingo, 23 de febrero de 2020

Insatisfechos



Bichos insaciables, eso es lo que somos. Abraham Harold Maslow (1908-1970) explica nuestra atareada condición diciendo que “el ser humano es un animal necesitado que  raramente alcanza un estado de completa satisfacción, excepto en breves períodos de tiempo”. Según  el psicólogo norteamericano, tan pronto el hombre ha logrado satisfacer un deseo, aparece otro en su lugar. Incapaz de conformarse con lo que es y está, actúa y modifica, actúa y crea. A todos estos actos, José Ortega y Gasset (1883-1955) los llamaba movimientos técnicos: los manejos que incansablemente realiza el hombre cuando fabrica algo, cuando cambia de lugar las cosas o separa lo que estaba junto o amalgama lo que estaba desarticulado…
Y cada vez nos dedicamos más a ello: “una de las leyes más claras de la historia universal es el hecho de que los movimientos técnicos del hombre han aumentado continuamente en número y en intensidad…; el hombre, en una medida creciente, es un ser técnico”. Los tejemanejes con los que los seres humano hacemos mundo. El hombre, dice el filósofo español, “transforma y metamorfosea los objetos de este mundo corpóreo, tanto los físicos como los biológicos, de tal suerte que cada vez más y quizá al final totalmente, tienen que convertirse en un mundo distinto frente a lo primigenio y lo espontáneo”. En efecto, ahí en donde haya un sapiens habrá artificio y artificialidad; nuestro comportamiento es siempre técnico, encaminado a crear un mundo nuevo. ¿Y por qué? ¿Cómo explicar ese afán de hacer, de transformar? “¿Cómo tiene que estar constituido un ser para el cual es tan importante crear un mundo nuevo?” Ortega y Gasset contesta: “La respuesta es sencilla: por fuerza, un ser que no pertenece a este mundo espontáneo y originario, que no se acomoda en él. Por ello no se queda tranquilamente incluido en él como los animales, las plantas y los minerales. El mundo originario es lo que, de modo tradicional, llamamos ‘naturaleza’. Desde luego, en rigor, no hay naturaleza, se trata de una idea, de una interpretación del mundo genuino”.
           
Así que, al igual que Maslow, Ortega y Gasset piensa que, en esencia, el hombre es una criatura insatisfecha… “Se nos aparece el hombre, pues, como un animal desgraciado, en la medida en que es hombre. Por eso no está adecuado al mundo, por eso no pertenece al mundo, por eso necesita un mundo nuevo…”

Según Abraham H. Maslow, los seres humanos prácticamente siempre estamos deseando algo. Claro, hay de deseos a deseos… Por ejemplo, si padeciera usted una situación prolongada de hambre, será imposible que experimente el deseo de aprender a tocar en el piano una sonata de Mozart o el deseo de seducir a alguna persona o el de comprar unos audífonos inalámbricos… Nadie, frente a un tsunami a punto de caerle encima sentirá ganas de beberse una piña colada; nadie que sea sistemáticamente tratado como un don nadie en su comunidad tendrá deseos de estudiar… “Hay aquí dos hechos importantes: primero, que el ser humano nunca está satisfecho, excepto de una forma relativa o como si fuese sólo el peldaño de una escalera, y segundo, que esas necesidades parecen ordenarse en una especie de jerarquía de predominio”. Esta argumentación es, por supuesto, la idea germinal de la famosa pirámide de Maslow.

En su influyente libro Motivación y personalidad, Abraham H. Maslow explica la jerarquía de necesidades/deseos. En la base están los impulsos fisiológicos: “… estas necesidades son las más prepotentes de todas… el ser humano que carece de todo en la vida, en una situación extrema, es muy probable que su mayor motivación fueran las necesidades fisiológicas más que cualesquiera otras. Una persona que carece de alimento, seguridad, amor y estima, probablemente sentiría con más fuerza el hambre de comida antes que de cualquier otra cosa”.

Ahora, ¿qué sucede cuando las necesidades fisiológicas están cubiertas? De inmediato aparecen necesidades superiores, “y éstas dominan el organismo más que el hambre… Y cuando éstas a su vez están satisfechas, de nuevo surgen otras necesidades (todavía más superiores) y así, sucesivamente”. El segundo escalón corresponde a las necesidades de seguridad, estabilidad, codependencia, protección… No se refiere únicamente a la seguridad física inmediata, también a la ausencia de miedo, ansiedad y caos; a la necesidad de un cierto orden y estructura, de normas y límites. “La tendencia a tener alguna religión o filosofía del mundo que organice el universo y a la gente dentro de él, en algún marco de referencia significativo y coherente, está también en parte motivado por la búsqueda de seguridad”. En caso de no estar satisfechas tales necesidades, “prácticamente todo parece menos importante…, incluso a veces las necesidades fisiológicas, porque estando satisfechas, ahora se desestiman”.

Cubiertas las necesidades fisiológicas y las de seguridad, surgirán las necesidades de amor, afecto y sentido de pertenencia. Maslow afirmaba ya a mediados del siglo pasado que hemos descuidado “nuestras profundas tendencias animales de rebaño, de manada, de agruparse, de pertenecer… En nuestra sociedad, la frustración de estas necesidades es el foco más común en casos de inadaptación y patología serias”. Los humanos no sólo deseamos ser amados y amar, además deseamos ser valorados y estimados, por los demás y por nosotros mismos: “tenemos lo que podríamos llamar el deseo de reputación o prestigio, el estatus, la fama y la gloria, el reconocimiento, la atención, la importancia, la dignidad o el aprecio”.

Finalmente, en el piso más alto de la pirámide se hallan lo que Maslow llama necesidad de autorrealización, la cual puede explicarse con muy pocas palabras: la tendencia a hacer realidad lo que se es potencialmente. “Esta tendencia se podría expresar como el deseo de llegar a ser cada vez más lo que uno es…, llegar a ser todo lo que uno es capaz de llegar a ser”. La autosatisfacción, un deseo que, por antonomasia, jamás se puede satisfacer del todo.

sábado, 15 de febrero de 2020

Ni héroes ni santos


Por favor atienda… La siguiente es una aseveración opulenta, fulgente, certera y en última instancia tremendamente triste; inusitada y original, ciclópea, condensa en unas cuantas palabras un conocimiento copioso… Intente concentrarse y comprender… Aquí va:

“Cada época, a excepción de la nuestra, ha tenido su modelo, su ideal [de persona], pero todos ellos —el santo, el héroe, el caballero y el místico— se han visto sacrificados por nuestra cultura”.

Espero que usted caiga en la cuenta de que hasta aquí el trancazo es severo… Pues espere ahora a leer la contundencia del remate, que no admite controversia, que produce contusión, que nos deja en la lona:

“Lo único que ahora nos queda es el sustituto pálido y dudoso del hombre bien adaptado (well-adjusted man) y sin problemas”.  

¡Sopas! Dicho en corto: a lo más que puede uno aspirar en la actualidad es a encajar, a no hacer olas, a llevársela tranquila hasta colgar los tenis… Nadar de muertito, la gran estrategia de vida. Fulano de Tal es un ser humano formidable… Ah, ¿sí? Sí, claro, ahí la va pasando, sin dramas, sin líos… ¡Puaf! Mejor: Perenganito es lo máximo, es feliz…

Ciertamente, en nuestro horizonte cultural, el de la Modernidad, hemos sepultado bajo toneladas de racionalismo, escepticismo y radicalismo cualquier posibilidad concreta al hombre o a la mujer extraordinarios.

Cuando leí este par de poderosos juicios de Maslow, lo primero que me vino a la cabeza fue una imagen de san Sebastián. Evoco a botepronto el retrato atribuido a Francesco di Gentile de Fabriano (1460-1500), en el que aparece el santo mirándonos de frente. El negro y el oro acaparan. Ni la aureola lo despeina. De la descripción museográfica del Palais des Beaux-Arts de Lille —en donde se halla el original— subrayo y traduzco al vuelo: “Según el Légende dorée de Jacques de Voragine, Sebastián… estaba ‘cubierto de púas como un erizo’. Sin embargo, el pintor sólo muestra algunas flechas para resaltar la musculatura del joven. A pesar de que en las primeras representaciones san Sebastián se muestra como un hombre maduro y barbudo, el Renacimiento italiano prefirió la imagen de un joven sin barba. En las imágenes cristianas, San Sebastián es uno de los raros pretextos para representar la desnudez masculina. Además, el artista insiste en que el personaje es digno de la santidad: es insensible al dolor. Esta elección resalta la belleza ideal del mártir”. ¡Qué ajeno resulta ya para nosotros un personaje como este! Distante y absurdo. Recordará usted, lector, que Sebastián (256-288) —las historia más añeja que tenemos del héroe, mártir y santo se debe a San Ambrosio de Milán (c. 340-397)— era un galo que se incorporó a la milicia romana, y gracias a su valentía, coraje y disciplina escaló hasta formar parte de la guardia pretoriana del emperador Maximiano. La única manchita en su expediente era que el hombre era cristiano. Una vez descubierto, a Sebastián se le dio la oportunidad de escoger entre su carrera militar o su fe. No renegó de su religión de esclavos y por eso fue llevado a la arena en donde lo encueraron y, atado a un poste, lo cocieron a flechas. Sus amigos se llevaron lo que creían ya un cadáver, pero milagrosamente, Sebastián sobrevivió. Recuperado, en lugar de escapar de Roma, fue a reclamarle al emperador que persiguiera a los pobres cristianos. Endiablado, Maximino ordenó que lo ejecutaran de inmediato y ahora sí no hubo milagro que le salvara el pellejo.

Hoy a nosotros no nos queda más que adaptarnos a las circunstancias e ir salvando el pellejo: “… el sustituto pálido y dudoso del hombre bien adaptado y sin problemas”. Esta infausta y atinada idea fue escrita por Abraham Harold Maslow, y por vez primera publicada hace casi sesenta años en el texto introductorio de un libro suyo que desde entonces sería un best seller: Toward a Psychology of Being (Reinhold, 1962).

Abraham H. Maslow fue el primogénito de un artesano ucraniano que sabía reparar barriles, Samuel Maslow, quien, como otros miles de judíos, tuvo que huir del pogromo que el zar Nicolás II emprendió entre 1903 y 1906 por todo el imperio ruso. Samuel emigró a Estados Unidos y terminó avecindándose en Nueva York. Poco después se sentó a escribirle un par de líneas a una prima suya, Rose, quien se había quedado en Kiev; en la carta le proponía matrimonio. Ella aceptó y viajó a América. La pareja de inmigrantes tuvo siete vástagos; el primero, Abraham, a quien sus cercanos llamaban Abe, nació en 1908. “Fui un niño tremendamente infeliz… Mi familia era desgraciada y mi madre era una criatura horrible”. Madre espantosa y padre ausente; Abe se convirtió en “un joven muy tímido y neurótico, deprimido, terriblemente desdichado, solitario y que se rechazaba a sí mismo” —según él mismo recuerda—. Por fortuna, pronto halló redención en los libros —aprendió a leer a los cinco años de edad— y el estudio. En 1928, se trasladó a Madison para ingresar en la Universidad de Wisconsin, en la que se especializó en Psicología. Años más tarde se incorporaría a la Nueva Escuela de Investigación Social de Nueva York, en la que tendría como mentores a las eminencias de la Psicología y el Psicoanálisis como Adler, Fromm, Wertheimer y Goldstein, y también a prominentes antropólogos como Margaret Mead, Ruth Benedict y Linton. Fue entonces cuando Abe Maslow concibió la idea de que sí, quedaban modelos de grandes seres humanos. Como prototipos centró su atención en la antropóloga Ruth Benedict y en Max Wertheimer, fundador de la teoría Gestalt. ¿Héroes, santos, mártires? No, un modelito más terrenal que ya veremos…

domingo, 9 de febrero de 2020

Cuentas y cobras


Un muerto es una tragedia; un millón de muertos, estadística.
Stalin


“Sin soporte estadístico, la Sociología es nada más rollo, pura teoría”, “Lo que no se puede medir no se puede evaluar”, “Los números no mienten”, “Demuéstrame que hay correlación matemática y luego hablamos”, “Tú dirás lo que quieras, pero esta gráfica de barras dice otra cosa”… Con una reincidencia machacona, uno escucha afirmaciones como estas, y hasta hace poco expresadas con un tonito mucho más prepotente. Abundan lo profesionistas que aseguran, incluso quienes realmente así lo creen, que un indicador estadístico es por sí mismo un argumento. Y si se trata de la sacrosanta macroeconomía las cosas se ponen color de hormiga. La fijación métrica suele hacerse pasar por ciencia; y la ciencia, por conocimiento sólo asequible para especialistas, inalcanzable para el sentido común.

En una célebre ponencia fechada en diciembre de 1976 —Assessing the Impact of Planned Social Change—, el científico social y epistemólogo Donald T. Campbell (1916-1996) explica: “Con demasiada frecuencia, los científicos sociales cualitativos, bajo la influencia de los misioneros del positivismo lógico, presumen que en la ciencia de verdad, el conocimiento cuantitativo reemplaza al conocimiento cualitativo y al sentido común. La situación es en realidad del todo diferente. Más bien la ciencia depende del conocimiento cualitativo y de sentido común, aunque en el mejor de los casos puede ir más allá. Al final, la ciencia puede llegar a contradecir algunas aserciones del sentido común, pero sólo lo hace al confiar en la gran mayoría del resto del conocimiento del sentido común. Tal revisión del sentido común por el sentido común sólo se puede hacer, paradójicamente, confiando en el sentido común”. Ciertamente, y podríamos agregar que al final la ciencia no sólo puede llegar a contradecir al sentido común, sino también a la ciencia misma, impulsando el cambio de paradigmas —como mostró Thomas S. Kuhn brillantemente en su libro La estructura de las revoluciones científicas (Universidad de Chicago, 1962)—.

En uno de los apartados finales de la ponencia arriba mencionada —que subtitula Corrupting Effect of Quantitative Indicators—, Donald T. Campbell, doctor en Psicología Social por la Universidad de California en Berkeley, argumentaba que las investigaciones en materia de evaluación en Estados Unidos se estaba convirtiendo en una herramienta reconocida para la toma de decisiones de políticas públicas. “Ciertos indicadores sociales, recopilados a través de métodos de las ciencias sociales, como las encuestas muestrales, ya han alcanzado este estado; por ejemplo, los índices de desempleo y costo de vida… Desde una perspectiva amplia, respaldada por estudios sociológicos cualitativos sobre cómo se diseñan las estadísticas públicas, llego a las siguientes leyes pesimistas…” La primera de ellas es hoy conocido en distintas disciplinas como la Ley de Campbell: The more any quantitative social indicator is used for social decision-making, the more subject it will be to corruption pressures and the more apt it will be to distort and corrupt the social processes it is intended to monitor. Lo cual podríamos traducir en los siguientes términos: “Entre más sea utilizado un determinado indicador social cuantitativo para la toma de decisiones, mayor será la presión a la que estará sujeto y más probable será que corrompa y distorsione los procesos sociales que, supuestamente, debería evaluar”. El adagio anterior, claro, tiene su paralelo en Física, en el llamado Observer effect, que establece que la mera observación de un fenómeno inevitablemente afecta, modifica a ese mismo fenómeno.

Un año antes, el economista británico Charles Albert Eric Goodhart (1936), profesor emérito de la London School of Economics, había llegado a una formulación muy cercana: Any observed statistical regularity will tend to collapse once pressure is placed upon it for control purposes. Es decir, “cualquier regularidad estadística observada tenderá a desplomarse una vez se presione para utilizarla con propósitos de control”.

La Ley de Goodhart expresa casi lo mismo que la Crítica de Lucas, llamada así porque fue enunciada también en 1976 por el economista Robert Emerson Lucas Jr. (1937): “Dado que la estructura de un modelo econométrico consiste en reglas de decisión óptimas de los agentes económicos y que las reglas cambian sistemáticamente con los cambios en la estructura relevantes a los agentes, se deduce que cualquier cambio en política modificará la estructura de los modelos econométricos”.
           
La Ley de Campbell suele ejemplificarse con el llamado Efecto Cobra, que ocurre cuando determinada acción pública tendiente a dar solución a un problema termina empeorándolo, como un tipo de consecuencia no deseada. El nombre proviene de una vieja historia india. Sucedió que Delhi, cuando la India era todavía colonia británica, fue azotada por una plaga de cobras. Para remediar el lío, las autoridad inglesas establecieron una recompensa por cada cobra muerta que la gente presentara. La medida no funcionó muy bien que digamos, porque una vez que la población de serpientes venenosas fue abatida, algunas personas vieron una oportunidad de negocio y comenzaron a cultivar cobras en granjas, para luego sacrificarlas y ganar el dinero de la recompensa. Cuando por fin las autoridades se percatan de la treta, decidieron cancelar el sistema de recompensas, lo cual a su vez provocó que los cultivadores de cobras liberaran a todas las serpientes, ya que habían perdido su valor. Así las cosas, la historia termina con una cantidad superior de cobras respecto a cuando se había establecido la política. Cobras más de la cuenta…

domingo, 2 de febrero de 2020

Tiranía cuantitativa


Statistics cannot be any smarter than the people who use them.
And in some cases, they can make smart people do dumb things.
Charles Wheelan, Naked Statistics: Stripping the Dread from the Data.

Those who believe that what you cannot quantify does not exist
also believe that what you can quantify, does.
Aaron Haspel







Ni modo, sólo por amazon podía conseguirse rápido. Hay versión kindle, pero opté por el impreso en pasta dura, así que luego de los clics necesarios (5), fue cosa de esperar unos días (3). El volumen (1) llegó magníficamente empaquetado: The Tyranny of Metrics, editado por la Princeton University Press (2018): 16 capítulos, 220 páginas. Se trata del libro en el cual doctor Jerry Z. Muller (1954) acuña y desarrolla el concepto metric fixation, que, como decía yo aquí la semana pasada, bien podemos traducir directamente como fijación métrica, o bien como obsesión métrica o cuantitativa.



En el texto introductorio, Muller, profesor de historia en la Universidad Católica de América de Washington, bosqueja el tema que aborda a lo largo de su ensayo: “Vivimos en la era de las responsabilidades medidas (measured accountability), de la recompensa por el desempeño evaluado y de la creencia en los beneficios de publicar esas métricas a través de los mecanismos de la llamada 'transparencia'”. Y antes de seguir adelante conviene reflexionar un poco en torno al término measured accountability.



Accountability es un sustantivo que el diccionario Webster define como la cualidad o el estado de ser accountable, y accountable es un adjetivo que significa explicable, más precisamente, “capaz de ser explicado”, pero también responsable: sujeto a rendir cuentas. Así que la afirmación We live in the age of measured accountability también podríamos traducirla como “Vivimos en la era de la rendición de cuentas”, y el aserto entonces se vuelve ambiguo: “Rendir cuentas debe entenderse como ser responsable de las propias acciones. Pero por una especie de juego de manos lingüístico, la responsabilidad ha llegado a significar demostrar el buen desempeño por medio de mediciones, como si sólo lo que se puede contar realmente contara.” Como si rendir cuentas se tuviera que limitar a cuentas, a números, a métricas… Esto tiene, claro, fuertes consecuencias ideológicas: “Cuando los defensores de las métricas abogan en favor de la accountability, combinan tácitamente dos significados de la palabra. Por un lado, significa ser responsable. Pero también puede significar ser mesurable. Los defensores de la accountability,  de la rendición de cuentas, generalmente asumen que sólo contando pueden las instituciones ser verdaderamente responsables”.



El autor se cura en salud desde las primeras páginas de su libro: sostiene que su intención no es alertar sobre los males de la cuantificación o despotricar en contra de la estadística, sino señalar “las consecuencias negativas no intencionadas de intentar sustituir el juicio personal basado en la experiencia por la medición estandarizada del desempeño. El problema no es la medición, no son las métricas, sino la fijación métrica.”



Suele escucharse con frecuencia a gente bien educada e inteligente afirmar muy oronda que los números no mienten. Imposible desmentir tal proclama, tan bien valorada en nuestros días: efectivamente, los números no mienten…, bueno, pero tampoco dicen la verdad, de hecho no dicen nada porque los números sencillamente no hablan. Por lo demás, no es cierto que toda la realidad pueda ser expresada numéricamente. “Hay cosas que se pueden medir. Hay cosas que vale la pena medir. Pero lo que se puede medir, lo mesurable, puede o no tener relación con lo que queremos saber. Las cosas que se miden pueden alejar el esfuerzo de las cosas que realmente nos importan. Y la medición puede proporcionarnos un conocimiento distorsionado, un conocimiento que parece sólido pero que en realidad resulta engañoso”.



Hace unos días, el jefe de logística de un importante centro de recepción y redistribución de publicaciones me contaba que, al revisar una entrega proveniente de una gran imprenta, su equipo, mediante los estrictos protocolos de control de calidad que ha implantado, había logrado detectar y medir el faltante o el sobrante de una a cinco publicaciones en varias cajas  —cada caja debía contener exactamente 350 ejemplares—:



— Prácticamente en una de cada cinco cajas encontramos diferencias —me dijo, y luego, revisando el detalle en una hoja de Excel, orgulloso soltó la cifra exacta:—. Hay un error del 17% en toda la entrega.



— No, más bien hay algún error mínimo en 17% de las cajas.



— Bueno…



— Y en total, ¿llegaron más o menos publicaciones?



— Se compensaron faltantes con sobrantes: al final nos mandaron unas veinte unidades de más.



— Veinte ejemplares de más en un tiraje de 350 mil…



La fijación métrica tiene todos los elementos de un culto, y si bien “aspira a ser científica, muy frecuentemente se convierte en una fe”.



Por supuesto, la postura de Jerry Z. Muller no es evitar todas las prácticas de medición, sino más bien dejar de creer que tiene poderes sapienciales. “Utilizada juiciosamente, la medición de lo no medido antes puede proporcionar beneficios reales. El intento de medir el rendimiento es intrínsecamente deseable. Si lo que realmente se mide es un aliado (proxy) razonable de lo que se pretende medir, y si se combina con juicio, la medida puede ayudar a quienes la practican a evaluar su propio desempeño, tanto a los individuos como las organizaciones”.



La fijación métrica es actualmente un patrón hegemónico, un meme cultural, un episteme según el cual medición y mejora necesariamente van de la mano: lo que no puede ser medido no puede ser mejorado, reza el mantra. Sin embargo, conviene atender de vez en cuando al viejo sentido común y observar que ni todo lo que puede ser contado cuenta ni todo lo que contamos realmente cuenta. No olvidemos que no todo lo importante puede ser mesurado, y en cambio mucho de lo que sí podemos contar no es importante. ¿O cuánto se siente hoy usted, hipotético lector?