viernes, 31 de julio de 2020

Cavernícolas zacatecanos

Casa

 

… y piedra fui, piedra seré, por eso

toco esta piedra y para mí no ha muerto

Pablo Neruda, CASA.

 

Justo antes de Cantos ceremoniales y enseguida de Canción de gesta —cuya primera edición se facturó en la Habana por la Imprenta Nacional de Cuba para celebrar el segundo aniversario del triunfo de la Revolución, con un tiraje de 25 mil ejemplares—, Pablo Neruda (1904-1973) publicó en Buenos Aires Las piedras de Chile (Losada, 1961), un poemario ilustrado. En la página 31 del libro, aparece “CASA”, así, con mayúsculas:

Tal vez ésta es la casa en que viví

cuando yo no existí ni había tierra,

cuando todo era luna o piedra o sombra,

cuando la luz inmóvil no nacía.

Tal vez entonces esta piedra era

mi casa, mis ventanas o mis ojos.

Me recuerda esta rosa de granito

algo que me habitaba o que habité,

cueva o cabeza cósmica de sueños,

copa o castillo o nave o nacimiento.

La casa de piedra, poderosa reminiscencia troglodita. La casa en la piedra, primer refugio humano, paraíso originario.

 

 

PP13B

Hace poco supimos de la existencia de un paraíso prehistórico, el sitio en donde nuestra especie se salvó de la extinción. Un edén de verdad, no simbólico.

 

Nuestra especie surgió en África, hace poco más de doscientos mil años. Entonces, el clima era benigno; y la comida, abundante. Sin embargo, 195 mil años antes del presente (AP) las condiciones cambiaron: comenzó una prolongada etapa glacial —Marine Isotope Stage 6—, que duró la friolera de unos 70 mil años. El frío y la desertificación propagaron la muerte. A la mera supervivencia se redujo todo para aquella gente; ni cómo comenzar a crear cultura. La población de sapiens se desplomó. Los genetistas estiman que sobrevivieron apenas algunos cientos de hombres y mujeres. Considerando la pobre diversidad genética que hay entre nosotros, los humanos modernos, es probable que apenas haya subsistido un grupo, —quizás una misma comunidad etnolingüística—, resguardado en una región o incluso en torno a un paraje único. ¿Dónde? El litoral sureste africano habría perdurado como uno de los últimos resquicios de vida; junto al mar quedaba comida —mariscos, mamíferos acuáticos y plantas comestibles— y un refugio. Las excavaciones dirigidas por Curtis W. Marean, arqueólogo de la Universidad Estatal de Arizona, llevaron al sorprendente hallazgo de la guarida milenaria: ¡una cueva junto al mar! Medio trogloditas, medio costeros, los humanos nos aferramos a la vida. “La cueva hoy conocida como PP13B, cerca de Mossel Bay, Sudáfrica, albergó a humanos entre 164 mil y 35 mil años AP, en un momento en que el homo sapiens estaba en peligro de extinción. Estas personas pueden haber sido los antepasados de todos nosotros” (Curtis W. Marean, “When the Sea Saved HumanityScientific American, 2012).

 

 

Cueva del Chiquihuite

A usted y a mí nos dijeron en la escuela que, hace menos de 15 mil años, los humanos llegaron América por el estrecho de Bering. A muchos nos tocó que nos enseñaran que el rastro más antiguo de sapiens localizado en lo que hoy es México era el Hombre de Tepexpan, hallado en las orillas del lago de Texcoco —hoy sabemos que el esqueleto del Hombre de Tepexpan corresponde no un hombre sino a una mujer, quien vivió hace unos siete mil años—. Ya en el siglo XXI, ganó fama la Mujer del Peñón, encontrada a un costado del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México: una osamenta con 12 mil años de antigüedad. Y apenas en 2014, en una cueva inundada cerca de Tulum, Quintana Roo, apareció Naia, una joven que alcanzó a vivir unas quince primaveras, hace más de trece mil años, lo que la convirtió en el testimonio humano más vetusto hallado en el continente… Sin embargo el miércoles de la semana pasada quizá todo esto se fue al traste.

 

Ciprian F. Ardelean —de la Unidad Académica de Antropología de la Universidad Autónoma de Zacatecas— y un nutrido equipo de investigadores publicaron en la prestigiada revista Nature el sorprendente resultado de sus investigaciones en campo: Evidence of human occupation in Mexico around the Last Glacial Maximum“… presentamos los resultados de las excavaciones recientes en la cueva del Chiquihuite…, que corroboran… evidencia humana que data del último máximo glacial (hace 26.5 mil –19 mil años), y que retrasa las fechas de dispersión humana en la región, hasta hace posiblemente 33 mil años. El sitio arrojó alrededor de 1,900 artefactos de piedra…, revelando una industria lítica previamente desconocida que experimentó sólo cambios menores durante milenios.” En pocas palabras, el descubrimiento estaría datando la presencia de seres humanos en América 15 mil años antes de lo que se aceptaba hasta ahora como verdad científica. La noticia no es menor y, claro, tuvo eco por todo el mundo.

 

La cueva del Chiquihuite se localiza en el municipio zacatecano de Concepción del Oro, en las montañas El Astillero, a unos 2,740 msnmm —el poblado más cercano es Guadalupe Garzarón—. Las investigaciones apuntan a que la cueva fue lugar de refugio eventual de humanos a lo largo de algunos milenios. “Más de 50 fechas de radiocarbono y luminiscencia proporcionan control cronológico, y los datos genéticos, paleoambientales y químicos documentan los entornos cambiantes en los que vivían los ocupantes. Nuestros resultados proporcionan nueva evidencia de la antigüedad de los humanos en las Américas, ilustran la diversidad cultural de los primeros grupos de dispersión (que son anteriores a los de la cultura Clovis) y abren nuevas direcciones de investigación”. Todo bien, el único inconveniente es que no se ha hallado rastro de huesos humanos, sólo la huella de nuestra estadía cavernícola…

viernes, 24 de julio de 2020

Virtudes estoicas

El estado y el carácter del ignorante es

no esperar jamás de él mismo su bien o su mal,

sino de las cosas que están fuera de su poder;

y el estado y el carácter del ignorante del filósofo,

el esperar de sí mismo todo su bien y todo su mal.

Epicteto, Manual…

 

 

¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay nuevo debajo del sol.

 

¿Qué acabas de leer, uno de los crípticos parlamentos del desfigurado Adam en Dark, la serie alemana de Netflix? No, se trata del versículo 1:9 de uno de los libros sapienciales del Antiguo Testamento, el Eclesiastés.

 

¿Hay algo de que se puede decir: he aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido.

 

Quien se expresa así se llama a sí mismo Qohéleth, o sea “el asambleísta”. De ahí viene el título del libro, Ekklesiastés, es decir, miembro de la ecclesía. Y la ecclesía era nada menos que la asamblea más importante de la Atenas clásica —se reunía en la Pnyx, en donde podían participar más de seis mil ciudadanos para deliberar y votar a mano alzada los asuntos de la polis (Graham Speake y Marco García, eds. Diccionario Akal de Historia del mundo antiguo)—. Aunque el Eclesiastés tradicionalmente se atribuye al rey Salomón, por ciertos usos lingüísticos y algunas referencias históricas resulta imposible que lo haya redactado un hombre del siglo X a. C. Por lo demás, la postura filosófica del autor está evidentemente influida por el helenismo.

 

… vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol? Generación va, y generación viene; mas la tierra siempre permanece. Sale el sol, y se pone el sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta… Todas las cosas son fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver, ni el oído de oír.

 

Epicuro de Samos (s. IV a. C.) hubiera podido expresar estas palabras, pero también un oso cínico o casi cualquier filósofo estoico. De hecho, de acuerdo a Donald R. Dudley (A History of Cynicism. From Diogenes to the 6th Century A.D. Methuen. London, 1937) la crítica más importante del pensamiento clásico griego a “esa viñeta del mundo como feria de vanidades” se la debemos sin duda en la escuela de los cínicos.

 

Al igual que Platón (c. 427 – 347) y Aristóteles (384 – 322 a. C.), los cínicos son herederos directos de Sócrates (470 - 399 a. C.): el meteco Antístenes (444 – 365 a. C.), quien fundó la escuela, primero fue su discípulo y después maestro del pilar más sólido del cinismo antiguo, Diógenes de Sinope, el Perro (404 – 323 a. C.). 

 

Si para Sócrates uno hombre sabio necesariamente tenía que ser bueno y en consecuencia la virtud principal, la única indispensable, era la sabiduría, para los cínicos las virtudes más importantes eran tres: la anaideia —la desvergüenza, la impudencia—, la adiaforía —la indiferencia— y la parresía —la franqueza absoluta—, lo que en conjunto se concretaba en la búsqueda de la virtud a través de una vida ascética, totalmente liberada de las convenciones sociales.  

 

El cinismo fue una corriente filosófica que se mantuvo viva durante casi un milenio, desde el siglo de Pericles hasta la Antigüedad tardía. Además, en los cínicos, particularmente en el mismísimo Diógenes, se halla la raíz del estoicismo. Recordemos que uno de los alumnos del Perro fue Crates de Tebas (368 – 288 a. C.), quien a su vez instruyó nada menos que al chipriota Zenón de Citio (336 – 262 a. C.), fundador del estoicismo. Es así pues que se completa la filiación que va de la ética socrática al estoicismo, pasando por los cínicos: Sócrates-Antístenes-Diógenes-Crates-Zenón.

 

“Los estoicos derivan su interpretación de la virtud de Sócrates, que creía que todas las virtudes son en realidad aspectos diferentes del mismo rasgo subyacente: la sabiduría. La razón por la que la sabiduría es el ‘bien principal’, según Sócrates, es muy sencilla: es la única capacidad humana que es buena en todas las circunstancias.” (Massimo Pigliucci , Cómo ser un estoico: Utilizar la filosofía antigua para vivir una vida moderna). Para los estoicos, las virtudes cardinales, rasgos deseables de carácter, eran cuatro, todas ellas estrechamente ligadas entre sí: la sabiduría, el valor, la templanza y la justicia.

 

Por supuesto, la sabiduría que justiprecian los estoicos no se refiera ni a la inteligencia ni mucho menos al nivel de instrucción: ser inteligente y educado no garantiza que seamos sabios. No se precisa de una gran inteligencia para ser sabio —célebre verbigracia, Forrest Gump—, mucho menos conocimientos especializados en determinada materia. La sabiduría para los estoicos es la misma que para Sócrates: aquella que permite tomar decisiones dirigidas a la eudaimonía, esto es, al buen estado del espíritu, la felicidad y el bienestar, uma buena vida desde el punto de vista ético. Así que la carencia de esta sabiduría no es la ignorancia ni siquiera la estupidez. La falta de sabiduría es la amathia, condición que conduce al error moral.

 


El estoicismo parte de que el hombre sabio es aquel que logra vivir conforme a su naturaleza, y, al igual que Aristóteles, considera que los seres humanos somos por naturaleza tanto sociales como racionales. De lo anterior se desprende que una vida plenamente humana consiste en aplicar la razón a la vida social, y lo más razonable resulta ser una buena persona. El estoico Epicteto (55 – 135 d. C.) planteaba esta misma idea diciendo que “la naturaleza del hombre es civilizada, cariñosa y digna de confianza” (Disertaciones, IV). Seamos sabios, seamos buena onda.

domingo, 19 de julio de 2020

Virtud socrática

Ni sufra ni se acongoje. Hay cosas que no vale la pena esforzarse en tratar de enseñarle a nadie, sencillamente porque no pueden aprenderse. Otras muchas sí. Si usted sabe hacerlo, puede enseñar a un lego cómo hacer una regla de tres, mostrarle paso a paso el algoritmo para solucionar problemas de proporcionalidad entre tres valores conocidos y una incógnita. Elevar un número al cuadrado, cambiar una llanta, cocinar un guiso, generar un mapa temático, descomprimir un archivo .zip, diferenciar aun de aún…, todo eso se puede enseñar. Sin embargo, hay otros conocimientos que no pueden ser transmitidos de una persona a otra. Por ejemplo, la frónesis (Φρόνησις), vocablo que para la RAE no existe en nuestro idioma y usualmente se traduce como “prudencia”. Así lo hace Julio Pallí Bonet para la edición de Gredos de la Ética nicomáquea de Aristóteles (384 –322 a. C.): “… los jóvenes pueden ser geómetras y matemáticos y sabios en tales campos, pero, en cambio, no parecen ser prudentes. La causa de ello es que la prudencia… llega a ser familiar por la experiencia, y el joven no tiene experiencia, pues la experiencia requiere mucho tiempo…” El sabio de Estagira pensaba, pues, que la prudencia sólo se aprende en carne propia.

Por Platón (437 – 347 a. C.) sabemos que, platicando alguna vez con Protágoras (485 – 411 a. C.), Sócrates (470 – 399 a. C.) afirmó: “… los más sabios y mejores de nuestros ciudadanos no son capaces de transmitir a otros la excelencia (ἀρετή) que poseen”. Y es que, momentos antes, el sofista había aceptado que su trabajo era vender lecciones dirigidas, ni más ni menos, a “hacer a los hombres buenos ciudadanos”. El pensador ateniense discrepó y enseguida trajo a cuento un caso concreto: “Pericles, el padre de estos muchachos de aquí, les ha educado notablemente bien en cosas que dependen de maestros, pero en las que él personalmente es sabio, ni él les enseña ni lo confía a ningún otro, sino que ellos, dando vueltas, triscan a su antojo, como reses sueltas, por si acaso espontáneamente alcanzan por su cuenta la virtud (ἀρετή)”. Releo el diálogo Protágoras de Platón en la edición crítica de Gredos, con la traducción y notas de Carlos García Gual. Detengámonos en la alegoría: imagine usted reses sueltas que triscan a su antojo, es decir, vacas o toros o becerros o, mejor, bueyes que retozan, travesean libres y gustosos en un verde llano… La imagen resulta claridosa: la virtud, la excelencia, se aprende en campo, en vivo, en cuerpo y alma propios, tonteando y dando tumbos. García Gual explica a pie de página las limitaciones de traducir el concepto griego ἀρετή con el vocablo virtud: “Es difícil traducir la palabra ἀρετή a idiomas modernos”. Externa después su acuerdo con C. C. W. Taylor, quien señala que traducirlo con el vocablo inglés virtue, resulta sumamente engañoso (highly misleading). “Pero adoptar siempre el término ‘excelencia’, como si fuera un equivalente exacto del vocablo griego, tal como él propone, no me parece tampoco una óptima solución. Unas líneas antes hemos usado el término, aquí usamos el de ‘virtud’, aunque advirtiendo al lector de la mucha mayor amplitud del campo semántico de ἀρετή, que, en su sentido, se asemeja a la virtus latina o a la virtù renacentista, y no a la virtud cristiana. En una sociedad como la helénica, con una ética competitiva, agonal, la ἀρετή se vincula con la superioridad en todos los órdenes y al éxito social.” 

En otra ocasión, conversando con su amigo Critón, Sócrates recuerda el encuentro que el día anterior había tenido en el Liceo con un par de curiosos picapleitos, Eutidemo y Dionisodoro. Los dos tenían fama de diestros pancracistas —luchadores—, pero en aquella nueva visita a Atenas presumían otro oficio, el de sofistas: “¡tan diestros se han vuelto en luchar con palabras y en refutar cualquier cosa que se diga, falsa o verdadera!” (Platón, Eutidemo). Los extranjeros dijeron que ya sólo acudían a las disputas en el ágora como pasatiempo, puesto que ahora se dedicaban a la instrucción. ¿Y qué enseñan? “La virtud; nosotros nos consideramos capaces de enseñarla mejor y más rápidamente que nadie”. Por supuesto, el filósofo piensa que ni Eutidemo ni Dionisodoro ni nadie pueden enseñar la virtud. Entonces Sócrates tomó las riendas de la plática para, dialogando con el joven Clinias, explicar cuál es la virtud (ἀρετή) más importante. En principio establece que todas las personas desean ser dichosas, felices, y que para ello es necesario tener determinados bienes. ¿Cuáles? Señala la riqueza, la salud y la belleza. Después refiere “una noble ascendencia, el poder y la estima”, y enseguida agrega “ser prudente, justo, valeroso”. ¿Y el éxito? En efecto, sin embargo… En su típico diálogo mayéutico, comprueba que tener los bienes enunciados no sirve de nada, a menos de que se usen y de se usen bien: “a propósito de todos los que antes afirmábamos que eran bienes…, si los guía la ignorancia, son males peores que sus contrarios, y tanto peores cuanto más capaces son de servir a una guía que es mala, mientras que si los dirige el discernimiento y el saber resultan bienes mayores, ya que por sí ni son ni unos ni otros ni tienen valor alguno”. De lo anterior se desprende que “de todas las cosas ninguna es un bien o un mal, a excepción de dos…: el saber es un bien y… la ignorancia es un mal”. Éxito es sabiduría, y el éxito no se enseña.

jueves, 9 de julio de 2020

Antropopausa

A mi amigo José Luis Téllez Guzmán,
quien desafortunadamente
tuvo menos suerte que yo.
QDEP


Por ahora, me muevo en el Universo conocido.

Estoy en uno de los incontables conjuntos gravitatoriamente unidos en una estructura más o menos definida de estrellas, nebulosas de gas, planetas, polvo cósmico, materia oscura y energía. Para mayor referencia, me encuentro en una de las tres galaxias más grandes del llamado Grupo Local. Y no, no me localizará usted ni en la Andrómeda ni en la del Triángulo; me hallo a unos ocho mil pársecs, más o menos 25 mil años luz, del centro de una galaxia espiral, la Vía Láctea. Escribo a bordo de un planeta telúrico localizado en la nebulosa Interestelar Local de la Burbuja Local, en uno de los brazos espirales de la Vía Láctea, el Brazo de Orión. Me localizo exactamente en el tercer planeta, contando desde la estrella central del sistema solar, la Tierra. Mi posición actual está en el hemisferio norte del continente americano: 19°35'34'' al norte; al sur 19°02'54'' de latitud norte; 98°56'25'' al este; al oeste 99°21'54'' de longitud oeste. Aquí ando, aquí sigo, en una megalópolis que comenzó a erigirse hace menos de setecientos años en una cuenca lacustre asentada en Mesoamérica, a unos 2,242 metros sobre el nivel medio del mar: la Ciudad de México. Escribo en el afelio, justo el día del año en el que el planeta que habito se encuentra más alejado del Sol; se trata del momento justo en el que la Tierra se mueve a menor velocidad, 28,76 kilómetros por segundo, en su órbita de traslación. 

Junto con otros 7,795 millones de bípedos, paso por un extraño instante, un momentito histórico al que mucha gente alrededor del mundo y en varios idiomas coincidentemente se ha dado en llamar la Gran Pausa o The World Wide Pause.

Paul J. Crutzen es un neerlandés que, junto con el mexicano Mario Molina y el norteamericano Frank Sherwood, en 1995 fue galardonado con el Nobel de Química. Estudioso de la contaminación por ozono, y su incidencia en el cambio climático, cuatro años después, Crutzen rescató del olvido una idea brillante propuesta hace más de un siglo por un sacerdote católico lombardo.

En 1873, un religioso dedicado a la Geología y la Paleontología, Antonio Stoppani, argumentó que los seres humanos nos hemos convertido en “una nueva fuerza telúrica, que se puede comparar en poder y universalidad a las grandes fuerzas de la Tierra”, y que, en consecuencia, deberíamos referirnos a la actualidad como “era antropozoica”. Crutzen, por su parte, recuperó el término y ensanchó su significado al sugerir que convendría llamar a la presente era geológica Antropoceno, una época planetaria que, según propone, habría iniciado a finales del siglo XVIII, y “cuyo rasgo central es el protagonismo de la humanidad, convertida ahora en agente de cambio medioambiental a escala planetaria” (Manuel Arias, Antropoceno. Penguin Random House, 2018). 

Obviamente, Antropoceno es una noción antropocéntrica a rabiar y por antonomasia, y aunque autocrítica, resulta de una soberbia en verdad extraordinaria: ¡¿toda una edad geológica etiquetada por la presencia fugaz de una especie de grandes primates?!  Valga recordar que la Tierra se formó hace unos 4,550 millones de años, mientras que los sapiens aparecimos por aquí hace apenas poco más de doscientos mil años; es decir, la historia del planeta es unas 22,750 veces más duradera que toda la existencia de nuestra especie, y remarco existencia, que no historia, porque nuestra memoria histórica no alcanza ni míseros diez mil años. ¿Realmente los humanos hemos sido tan decisivos en tan poco tiempo? El mismo Crutzen aporta algunos datos para aquilatar la fuerza telúrica de los sapiens: la erosión antropogénica provoca una erosión de suelos quince veces más acelerada que su tasa natural; a lo largo del siglo XX, el consumo de agua de la humanidad se multiplicó por nueve; durante la misma centuria hemos sido capaces de generar anualmente alrededor de 160 millones de toneladas de bióxido sulfúrico atmosférico, esto es, más del doble de las emisiones naturales totales, en tanto que la producción agropecuaria y el consumo de combustibles fósiles han causado aumentos sustanciales en las concentraciones de gases de efecto invernadero, las cuales resultan más elevadas que en cualquier otro tiempo de los últimos 400 milenios. Las consecuencias han sido muchas y de gran calado; para ejemplificar, algunas cifras: del total de la biomasa de los mamíferos, nuestro ganado representa el 60%, y nosotros el 36%, así que la de las más de cinco mil especies de mamíferos silvestres ya sólo contribuye con el 4%; de 1970 a la fecha, las poblaciones de vertebrados silvestres han disminuido en más de la mitad; 20% de los vertebrados y plantas están en peligro de extinción, principalmente porque los humanos hemos degradado más del 50% del hábitat natural del planeta.

El 22 de junio, Nature Ecology & Evolution publicó un artículo escrito por trece investigadores, en su mayoría biólogos, adscritos a distintas universidades europeas, canadienses y norteamericanas. Proponen que deberíamos aprovechar estos meses de extraño sosiego para medir los efectos de nuestra actividad: “La reducida movilidad humana durante la pandemia revelará aspectos críticos de nuestro impacto en los animales, proporcionando una guía importante sobre la mejor manera de compartir el espacio en este planeta plagado de gente.” Y acuñan un vocablo: “notamos que las personas comienzan a referirse al período del confinamiento [COVID-19 lockdown] como la ‘Gran Pausa’, pero consideramos que un término más preciso sería útil. Proponemos antropausa para referirse específicamente a una considerable desaceleración global de las actividades humanas modernas, especialmente los viajes.” ¿Cuánto durará la atropopausa? ¿Cuatro, seis, nueve meses? Incluso si se prolongara por un año entero, ¿qué tanto representaría respecto a los más de dos siglos y un cuarto que llevamos de Antropoceno. Me temo que a nuestra viabilidad genérica ya poco o nada le sirve una pausa, puesto que más bien exige una reducción sustantiva de velocidad y un cambio drástico de rumbo.

jueves, 2 de julio de 2020

Ya ni fin…, ¡ay!

Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad,
todo el bienestar, toda la satisfacción,
llegase ahora a un terrible final?
Para no perderse en tales pensamientos,
Gregor prefirió ponerse en movimiento
y arrastrarse de acá para allá…
Franz Kafka, Metamorfosis.


Voy a recomendarles un buen libro para andar a tono e ir ad hoc con los vientos apocalípticos que corren y corroen por doquier en nuestros días… Porque ni cómo negarlo, huele intensamente a postrimerías, se escuchan duro alertas de fin del mundo… ¡Caray, y tan contentos que hasta hace poco estábamos todos corriendo inconscientemente a la hecatombe! ¡Tan entretenidos que nos manteníamos creciendo sostenidamente! ¡Ah, tan productivos y alineados que éramos! ¡Tan bien visto que era aquello de criticar a los que nomás no querían salirse de su zona de confort!

La atmósfera de calamidad que se respira un día fuerte y otro fortísimo no se la debemos solamente al azote pandémico, a la emergencia sanitaria a cuenta de la muchas veces pronosticada sorpresiva peste global. Aunque ciertamente, la plaga aparece en primer plano: el púnico pánico que cunde por los cinco continentes a bordo de las gotículas que despedimos todos por la boca y la nariz, cargadas de la invisible constelación de millones de centillones de invisibles agentes patógenos, seres que ni a organismos vivos llegan, microscópicos bichitos con forma de planetas repletos de inmensos hongos. Las huestes del nuevo coronavirus —números redondos al sábado 27 de junio—, de la población total del mundo —7.8 mil millones de seres humanos—, han contagiado a diez millones de congéneres, y matado a unos quinientos mil. El SARS-CoV-2, el nuevo invasor, tiene a buena parte de la humanidad confinada dentro de sus casas, embozada en la calle y espeluznada en todos lados, y a estas alturas también dubitativa respecto al poder del otrora considerado imbatible dúo de la ciencia y la tecnología; recelada con toda razón acerca del valor que el sistema económico le ha dado y le da a la vida de la gente común y corriente —nosotros, el 99%—; desconfiada casi al cien por ciento de la veracidad de cualquier dato estadístico, gráfica o indicador numérico; incrédula de lo que muestren mapas, tablas, proyecciones y calendarios; maliciando de la capacidad de respuesta de sus respectivos gobiernos y sistemas de salud; choqueada por el descalabro de la mayoría de sus rutinas y por la evidencia, de pronto incontestable, de que la realidad es y siempre ha sido absolutamente impredecible e incierta… En efecto, se hizo escandalosamente notoria la vaguedad, la constante incertidumbre que sistemáticamente nos esforzamos por enterrar bajo toneladas de anotaciones en agendas y cronogramas, tapar con detallados programas de trabajo, disfrazar con embrolladas matrices de riesgo y encubrir tras densas cortinas de planes y proyectos… No sólo está la pandemia que desde hace meses protagoniza las pesadillas e hipocondrías de millones y monopoliza todos los noticieros del mundo, también sobran las señales para quienes quieran verlas —¡respete las señales!—, pululan en la mediósfera: una enorme bola de fuego azul surcando el cielo de Tasmania, flotas de ovnis en Siberia, una tolvanera para apanicar hasta al más bragado en la Laguna, abejas y avispones asesinos, el orangután nazi cada vez más cerca de la reelección, una colosal nube de arena del Sahara en viaje transoceánico, el colapso de la economía del país que usted me diga y con ella la de todo el orbe, los sismos, las huracanes y demás presagios… Si usted quiere los mismos de siempre, pero ahora potenciados en el oleaje de la pandemia…

Para estos nuestros tiempos apocalípticos, el libro que te recomiendo es una novela: su título es perfectamente pertinente, Fin, y fue una escrita por un autor hasta entonces desconocido. Sucede que al señor David Monteaguado (Lugo, 1962) nadie lo conocía como escritor sencillamente porque a los 47 años no había publicado una línea; el hombre llevaba casi quince años trabajando como maquinista en una fábrica de productos de cartón, en Barcelona: “Meto cajas en la máquina… No quiero hacerme falsas ilusiones. Te crees un genio y estás currando en una fábrica. Los sueños son una cosa y las aspiraciones otra. En realidad, quería que se editara uno de mis libros para poder seguir publicando”. Y ocurrió, en 2009 la editorial catalana Acantilado facturó su primer libro, Fin, y el éxito fue inmediato y contundente: el ejemplar que yo tengo fue impreso en marzo de 2010 y ya corresponde a la séptima reimpresión. La última edición que oferta la editorial es la undécima —Amazon vende el libro—, y la versión cinematográfica, dirigida por Jorge Torregrosa, la produjo Sony en 2012.

Las 350 páginas te van a durar poco: albergan una historia que atrapa rápido y luego no te suelta. Adictiva, el nudo dramático se tensa pronto y aprieta y aprieta… El lector enseguida comienza a elucubrar, a unir pistas, a armar hipótesis para tratar de adelantarse a la narración…  Construida como una propositiva mixtura de géneros —novela generacional, intimista, de aventuras, de viaje, de misterio, fantástica, de terror y apocalíptica—, Fin es un libro divertido, entretenido. Siete amigos de la juventud se reúnen en una casa de campo, tres mujeres y cuatro hombres, después de más de veinte años de no verse. Está también la presencia constante de un octavo, el Profeta, que no llega, y dos acompañantes más, Cova y María, parejas de dos de ellos. Cuando la tensión del encuentro parece que ya no dará más de sí, un hecho cambiará todo y suscitará el fin…, para que comience la novela.