jueves, 2 de julio de 2020

Ya ni fin…, ¡ay!

Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad,
todo el bienestar, toda la satisfacción,
llegase ahora a un terrible final?
Para no perderse en tales pensamientos,
Gregor prefirió ponerse en movimiento
y arrastrarse de acá para allá…
Franz Kafka, Metamorfosis.


Voy a recomendarles un buen libro para andar a tono e ir ad hoc con los vientos apocalípticos que corren y corroen por doquier en nuestros días… Porque ni cómo negarlo, huele intensamente a postrimerías, se escuchan duro alertas de fin del mundo… ¡Caray, y tan contentos que hasta hace poco estábamos todos corriendo inconscientemente a la hecatombe! ¡Tan entretenidos que nos manteníamos creciendo sostenidamente! ¡Ah, tan productivos y alineados que éramos! ¡Tan bien visto que era aquello de criticar a los que nomás no querían salirse de su zona de confort!

La atmósfera de calamidad que se respira un día fuerte y otro fortísimo no se la debemos solamente al azote pandémico, a la emergencia sanitaria a cuenta de la muchas veces pronosticada sorpresiva peste global. Aunque ciertamente, la plaga aparece en primer plano: el púnico pánico que cunde por los cinco continentes a bordo de las gotículas que despedimos todos por la boca y la nariz, cargadas de la invisible constelación de millones de centillones de invisibles agentes patógenos, seres que ni a organismos vivos llegan, microscópicos bichitos con forma de planetas repletos de inmensos hongos. Las huestes del nuevo coronavirus —números redondos al sábado 27 de junio—, de la población total del mundo —7.8 mil millones de seres humanos—, han contagiado a diez millones de congéneres, y matado a unos quinientos mil. El SARS-CoV-2, el nuevo invasor, tiene a buena parte de la humanidad confinada dentro de sus casas, embozada en la calle y espeluznada en todos lados, y a estas alturas también dubitativa respecto al poder del otrora considerado imbatible dúo de la ciencia y la tecnología; recelada con toda razón acerca del valor que el sistema económico le ha dado y le da a la vida de la gente común y corriente —nosotros, el 99%—; desconfiada casi al cien por ciento de la veracidad de cualquier dato estadístico, gráfica o indicador numérico; incrédula de lo que muestren mapas, tablas, proyecciones y calendarios; maliciando de la capacidad de respuesta de sus respectivos gobiernos y sistemas de salud; choqueada por el descalabro de la mayoría de sus rutinas y por la evidencia, de pronto incontestable, de que la realidad es y siempre ha sido absolutamente impredecible e incierta… En efecto, se hizo escandalosamente notoria la vaguedad, la constante incertidumbre que sistemáticamente nos esforzamos por enterrar bajo toneladas de anotaciones en agendas y cronogramas, tapar con detallados programas de trabajo, disfrazar con embrolladas matrices de riesgo y encubrir tras densas cortinas de planes y proyectos… No sólo está la pandemia que desde hace meses protagoniza las pesadillas e hipocondrías de millones y monopoliza todos los noticieros del mundo, también sobran las señales para quienes quieran verlas —¡respete las señales!—, pululan en la mediósfera: una enorme bola de fuego azul surcando el cielo de Tasmania, flotas de ovnis en Siberia, una tolvanera para apanicar hasta al más bragado en la Laguna, abejas y avispones asesinos, el orangután nazi cada vez más cerca de la reelección, una colosal nube de arena del Sahara en viaje transoceánico, el colapso de la economía del país que usted me diga y con ella la de todo el orbe, los sismos, las huracanes y demás presagios… Si usted quiere los mismos de siempre, pero ahora potenciados en el oleaje de la pandemia…

Para estos nuestros tiempos apocalípticos, el libro que te recomiendo es una novela: su título es perfectamente pertinente, Fin, y fue una escrita por un autor hasta entonces desconocido. Sucede que al señor David Monteaguado (Lugo, 1962) nadie lo conocía como escritor sencillamente porque a los 47 años no había publicado una línea; el hombre llevaba casi quince años trabajando como maquinista en una fábrica de productos de cartón, en Barcelona: “Meto cajas en la máquina… No quiero hacerme falsas ilusiones. Te crees un genio y estás currando en una fábrica. Los sueños son una cosa y las aspiraciones otra. En realidad, quería que se editara uno de mis libros para poder seguir publicando”. Y ocurrió, en 2009 la editorial catalana Acantilado facturó su primer libro, Fin, y el éxito fue inmediato y contundente: el ejemplar que yo tengo fue impreso en marzo de 2010 y ya corresponde a la séptima reimpresión. La última edición que oferta la editorial es la undécima —Amazon vende el libro—, y la versión cinematográfica, dirigida por Jorge Torregrosa, la produjo Sony en 2012.

Las 350 páginas te van a durar poco: albergan una historia que atrapa rápido y luego no te suelta. Adictiva, el nudo dramático se tensa pronto y aprieta y aprieta… El lector enseguida comienza a elucubrar, a unir pistas, a armar hipótesis para tratar de adelantarse a la narración…  Construida como una propositiva mixtura de géneros —novela generacional, intimista, de aventuras, de viaje, de misterio, fantástica, de terror y apocalíptica—, Fin es un libro divertido, entretenido. Siete amigos de la juventud se reúnen en una casa de campo, tres mujeres y cuatro hombres, después de más de veinte años de no verse. Está también la presencia constante de un octavo, el Profeta, que no llega, y dos acompañantes más, Cova y María, parejas de dos de ellos. Cuando la tensión del encuentro parece que ya no dará más de sí, un hecho cambiará todo y suscitará el fin…, para que comience la novela.

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