viernes, 13 de noviembre de 2020

Zurcir calcetines


Toda violencia tiene sentido para quien la ejerce.

Henning Mankell, La quinta mujer.

 

 


Alcanzó para cuatro días de entretenidísima lectura: acabo de terminar La quinta mujer (1996), de Henning Mankell (Estocolmo, 1948-2015). Más de seiscientas páginas espléndidamente bien escritas que, azuzado por la curiosidad y el suspenso, uno termina recorriendo apurado, a grandes trancos. La quinta mujer es la sexta, la sexta entrega de la serie de novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander. Como las anteriores, es excelente, me parece que incluso mejor…, bueno, si no de manera aislada, sí mucho más disfrutable que las anteriores, justamente por ellas, porque a estas alturas, después de las primeras —Asesinos sin rostro, Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente La falsa pista—, uno está más que familiarizado con el ensimismado Wallander, con sus modos y sus miedos, sus soliloquios, su entorno y la gente que lo rodea. Los hechos que narra Mankell en este libro acontecen durante el otoño en Escania de 1994, es decir, justo enseguida del verano durante el cual la policía de Ystad logró descubrir la identidad del asesino serial que a hachazos mataba y le cortaba parte de la cabellera a sus víctimas. Kurt acaba de volver del viaje a Roma que realizó con su padre, y en casa lo espera, además de la ropa sucia y la soledad de su piso, el homicidio brutal de un poeta casi octogenario amante de las aves. 

 

A lo largo de la novela, como suele hacerlo, Kurt se da tiempo para filosofar sobre el amor, la identidad, la vejez, la muerte, aunque en La quinta mujer sus preocupaciones, más que metafísicas, son de índole social. 

 

A media trama —ya anda indagando entre las raíces de un segundo asesinato—, Kurt casualmente se encuentra con el hijo mayor de Björk, su anterior jefe en la policía de Ystad. El joven estudia en la Universidad de Lund y trabaja de medio tiempo como recepcionista en un hotel… Para entonces, los crímenes que el inspector está tratando de resolver ya son del conocimiento público, y la saña con que se cometieron es monstruosa… Como suele decirse, la sociedad, está consternada; como suele ocurrir, la gente no acepta reconocerse a sí misma en ellos.

 

— Ya lo he visto en los periódicos. ¿Cómo es posible que todo haya empeorado tanto?

 

— ¿Qué quieres decir?

 

— Que todo es peor. Más brutal…

 

— No sé. Sinceramente, no sé… Aunque, la verdad, no me creo lo que estoy diciendo en este momento. En realidad, claro que lo sé. En realidad, todos sabemos por qué las cosas son como son.

 

El muchacho intentó continuar la conversación, pero Wallander lo detuvo…, tenía prisa. Sin embargo, él siguió dándole la vuelta al asunto… Sabía muy bien cuál era la explicación. Lo que piensa se parece tanto a una que otra alocución elaborada muy temprano cualquier mañana en Palacio Nacional, aquí en la Ciudad de México: Aquella Suecia que era la suya, en la que se había criado…, no estaba tan firmemente anclado a la roca como habían creído. Debajo de todo, había un tremedal. Ya cuando se construyeron, los grandes barrios de viviendas fueron calificados de ‘inhumanos’. ¿Cómo se podía pretender que la gente que vivía en ellos conservara toda su ‘humanidad’ intacta? La sociedad se había endurecido. Las personas que se creían a sí mismas innecesarias o francamente indeseadas en su propio país reaccionaban con agresividad y desprecio. Ninguna violencia carece de sentido, eso lo sabía bien Wallander. Toda violencia tiene sentido para quien la ejerce. Sólo cuando se osara aceptar esa verdad podría abrigarse la esperanza de enderezar el desarrollo…

 

Casi un ciento de páginas después, Kurt está conversando con Linda, su hija, quien preguntó por qué resultaba tan difícil vivir en Suecia. El inspector, a botepronto, responde:

 

— A veces he pensado que es debido a que hemos dejado de zurcir calcetines.

 

Ella lo miró inquisitivamente. La que sigue me parece una argumentación sabia; Mankell la pone en labios de su policía sueco y yo estoy seguro de que sirve para tratar de entender muchas de las puertas al infierno que hemos abierto en todo Occidente, también aquí, en México:

 

— Lo digo en serio. Cuando yo era pequeño Suecia era todavía un país en el que uno zurcía sus calcetines. Yo aprendí incluso en la escuela cómo se hacía. Luego, un día, de pronto, se terminó. Los calcetines rotos se tiraban. Nadie remendaba ya sus viejos calcetines. Toda la sociedad se transformó. Gastar y tirar fue la única regla que abarcaba de verdad a todo el mundo. Seguro que había quienes se empecinaban en remendar sus calcetines. Pero a ésos ni se les veía ni se les oía. Mientras este cambio se limitó a los calcetines quizá no tuviera mucha importancia. Pero se fue extendiendo. Al final se convirtió en una especie de moral, invisible pero siempre presente. Yo creo que eso cambió nuestro concepto de lo bueno y lo malo, de lo que se podía y no se podía hacer a otras personas. Todo se ha vuelto más duro. Hay cada vez más personas, especialmente jóvenes…, que se sienten innecesarias o incluso indeseadas en su propio país. ¿Y cómo reaccionan? Pues con agresividad y desprecio. Lo más terrible es que, además, creo que estamos sólo al principio de algo que va a empeorar todavía más.

 

Hoy me entero en la prensa que Héctor y Alan Yair, de 14 y 12 años, fueron torturados, asesinados y descuartizados en República de Cuba 86, en la azotea de una vecindad del centro histórico de la Ciudad de México.

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