jueves, 8 de abril de 2021

A ciencia incierta…

  

Para mi amigo León Faure,

quien cruzó el laberinto…

 

 

Wrongness…

is the normal price to pay for making predictions

in the process of science.

C. Brandon Ogbunu

 

La ciencia se alimenta de

su permanente autocorrección.

Hans-Georg Gadamer, El estado oculto de la salud.

 

 

 

WhatsApp call mediante, desde la ciudad capital de tudescos y teutonas, la semana pasada fui fuertemente reconvenido por mi propia vástaga —again!—: que por favor comprenda de una vez, que el hecho de que yo pueda disfrutar del confinamiento sanitario obligado por la pandemia no me haga suponer que la mayoría de la gente esté también disfrutando del encierro, que más bien todo lo contrario, la antípoda: que casi todas las personas que han tenido y podido darse el lujo de quedarse en casa ya tiene rato que perdieron buena parte de la cordura, que las crisis nerviosas pasaron de episodios esporádicos a rutinas reiteradas, que abundan quienes piensan que están bien el lunes por la noche y colapsan el martes por la tarde… ¿Colapsan? Sí, se les arruina el alma en su soledad reclusa o en el fastidio con la esposa o el marido, hartos de sí mismos o de todos los demás en medio de un mar de hacinamiento, encostalados como perros y gatos o sitiados entre cuatro paredes como anacoretas bisoños. La población anda irritable, chillona. En el confinamiento, la masa ha sido troceada y las esquirlas, las mujeres y los hombres, se sienten ansiosos o deprimidos, agotados después de horas y horas de sentir que no han hecho nada, fatigados de la planicie emocional, duermen demasiado o muy poco, adormilados e insomnes, sucumben ante las embestidas de hipocondría, sufren realmente molestias imaginarias, despiertan optimistas y llegan al almuerzo totalmente desesperanzados. Sin el espejo de los demás, cunden las autoestimas a la baja, el pavor de que los demás no te extrañen, de no volver a hacer falta, de que afuera nadie te eche de menos. Se mueven despacito, apanicados, y muchos y muchas se la viven en la absoluta fodonguez, empijamados, desgreñados, algunos días comiendo como patricios glotones y otras al borde de la inanición por la puritita flojera de levantarse a freírse un huevo, alicaídos y secos, deslavados de cualquier asomo de libido, confusos y confundidos, atascados en la pantallita del celular, desenfocados, cebados a la mala, sueltos y estreñidos…




Y uno acá, feliz, trabajando cómodamente desde casa, cocinando diario, durmiendo a gusto, leyendo y escribiendo, tomando el sol en la azotea, acortando con tecnología las distancias con los cercanos, compartiendo el tiempo y el espacio con la persona indicada… Pero es verdad: es bien fácil ponerse difícil, y uno no es muestra representativa de nada. Uno mismo no alcanza para dar cuenta de todos… Claro, tú no sabes lo que significa no poder ir a Sara a comprarte una blusita que podas presumir a los compañeros de la oficina que te caen gordos. No sé, pero puedo imaginarlo… Sé en cambio, y de buena fuente, de un respetabilísimo gerente que ha envejecido horrible durante estos meses porque en casa no cuenta con el soporte psicológico del séquito que en su oficina se ríe de sus mismos chistes malos, sé de una exitosa profesionista que no se había dado cuenta que detesta a su familia, sé de amigos oficinistas torturados por la música que oyen sus hijos… Y acá en Berlín, te puedo contar de estudiantes adinerados o becados igual que yo, sanos, muchos con la familia entera ya vacunada en Europa o en Estados Unidos, sin apuro económico alguno, viviendo con todas las comodidades, tomando clases en zoom y disfrutando parques hermosos y calles seguras, que de buenas a primeras estallan en llanto desconsolado porque ya no aguantan esta situación… Ok, de acuerdo… Pero ¡espera! Dejas fuera a los que están o han estado batallando por seguir respirando, por un tanque de oxígeno, por salvar la vida, a los dolientes porque el pinche bicho se llevó a su mamá o su papá o a uno de sus hermanos, y sobre todo, dejas fuera a la gente que no ha podido permitirse quedarse en casa porque tiene que salir todos los días a conseguir el gasto, a lograr el sustento… Pues sí, hablamos sólo de la muy afortunada clase media que lo tiene todo para sufrir a sus anchas…

 

Además, se ha propagado, rauda y cargada como nunca, me temo, la estupidez. Ciertamente, traíamos muy menospreciada la ingente capacidad de la torpeza humana. Abundan las mentiras, las paparruchadas y los bulos, la infodemia y las teorías acerca de las conspiraciones más retorcidas que uno pueda fantasear, los chismes más absurdos, las explicaciones más disparatadas, cualquier clase de rumor estrambótico y alucinado; la confusión y la desconfianza se diseminan diligentes. ¿Pues qué pasó, no que los aldeanos globales estábamos ya circulando boyantes por la súper carretera de la información? ¿No que teníamos la realidad bien medida y el bigdata bien grandote?



 

Pasó que el microscópico SARS-Cov-2 vino a torpedear la línea de flotación de la fuente de certidumbre más acreditada que nos quedaba: la ciencia, y de esa forma a darle en todita su esencia a la identidad de nuestra época.

 

Hans-Georg Gadamer (1900-2002) se refirió a la nuestra, indistintamente, como “la era de masas”, “la era de la ciencia y de la técnica” e, insistentemente, como “la era de las ciencias”. Explica que dos motivos justifican esta última denominación. “Por un lado, el dominio de la naturaleza por medio de la ciencia y de la técnica ha asumido, sólo ahora, las dimensiones que permiten distinguir cualitativamente nuestro siglo de los siglos anteriores. Y no se trata sólo de que la ciencia se haya convertido hoy en el primer factor productivo de la economía humana. Ocurre también que su aplicación práctica ha generado una situación fundamentalmente nueva: ya no se limita —ocurrió siempre, según el concepto techne— a completar las posibilidades que la naturaleza dejaba abiertas (Aristóteles), sino que hoy ha sido promovida al plano de una contrarrealidad artificial…” Es decir, Gadamer sostiene, como el historiador mexicano Edmundo O’Gorman, que la ecuménica civilización occidental detenta hoy por hoy el “timbre de gloria” distintivo del dominio sobre la naturaleza. Pero el filósofo alemán no se queda ahí: señala que “por el otro lado, existe una creencia supersticiosa en la ciencia, estimulada por la irresponsabilidad tecnocrática…” (El estado oculto de la salud. Gedisa). 

 

En efecto, hasta hace unos meses la fe en la ciencia no sólo era una característica del mundo contemporáneo, sino uno de sus orgullos menos vapuleados: Ok, sí, el horror de la bomba atómica…, pero eso es culpa de la perversidad de los políticos, no de la ciencia. Ok, sí, la degradación del medio ambiente, pero eso es culpa de la voracidad capitalista, no de la ciencia… Ahora bien, la fe en la ciencia es como cualquier otra fe, una creencia. Y aquí conviene bordar fino y apuntar que en realidad la fe en la ciencia es, necesariamente, una fe en la “ciencia”, esto es, no en la ciencia sino en algo que la gente —“los legos”, diría Gadamer— supone —mal— que es la ciencia. Por antonomasia, quien tiene fe en el conocimiento científico no conoce el método científico. Y es más, alguien que tiene fe en la ciencia puede efectivamente conocer el método científico e incluso ser un científico riguroso..., pero su fe en la “ciencia” no es científico.

 

Como bien se sabe, desde hace años nos encontramos en una época en la cual todos los grandes relatos se han derrumbado. No quedan explicaciones totalizadoras: las narrativas que permitían encontrarle cierta coherencia a todo se diluyeron. El único asidero que nos quedaba era precisamente el de la ciencia, al menos en apariencia. Para los legos —la mayoría de nosotros—, el último oasis de verdad. En una entrevista con Ger Groot, el propio Gadamer se pregunta y se responde: “Qué significa el término ‘verdad’? Si examinamos el concepto de verdad en la ciencia moderna, vemos que significa ‘certeza’, Gewissheit. Y al mismo tiempo: método. Ya desde Descartes, el método es el camino del que se puede estar seguro, del que se tiene certeza…” Verdad y certeza.

 

La pandemia ha revelado que la idea de que la mayoría de las personas en Occidente entiende el mundo a partir de la ciencia es en realidad un mito moderno. ¿Por qué? En primer lugar, porque la gente cree que entiende el mundo a partir del conocimiento científico en la medida en la que se asume dispuesta a aceptar siempre la última palabra de la ciencia, una postura que es, justamente, esencialmente anticientífica. “La ciencia tiene, por su esencia misma, un carácter inconcluso o inacabado”, nos recuerda Gadamer. “El conocimiento de la ciencia no es un conocimiento cerrado… Sólo consiste en un estado momentáneo de la investigación”. La ciencia jamás tiene la última palabra. En segundo lugar, porque la aceptación de una serie verdades científicas por parte de la gente suele ser sólo superficial: por ejemplo, resulta muy cómodo aceptar sin réplica ni duda siquiera que el Universo tiene (13.7 ± 0.2) × 109 años de edad, ¡total!, a uno cómo puede afectarle o incluso qué tanto podría turbarlo el margen de incertidumbre de más menos 200 millones de años. ¡Ah, pero no le movamos una hora al horario porque digan lo que digan los expertos yo siento que me robaron una hora de vida! Y, por descontado, la cosa cambia cuando se trata de aceptar plenamente la teoría de la evolución biológica por selección natural o, peor, la inoperancia del concepto de alma en la ciencia moderna. En tercer lugar, si bien cierto que “la práctica… se ve obligada a tratar con el conocimiento disponible en cada caso como algo concluido y cierto”, el carácter provisional de todo saber científico no resulta ser tan fácil de aceptar para muchos congéneres cuando se trata de saber, ya no digamos el tiempo que llevamos los seres humanos poblando la Tierra o el número de elementos químicos presentes en el Sol, sino si a uno le conviene o no ponerse una vacuna Astra Zeneca.

 

Finalmente, la acometida a la credibilidad marmórea de la ciencia no se debe sólo a los legos, sino también a la comunidad científica. Hace un par de días, la revista Wired publicó un artículo del doctor C. Brandon Ogbunu, biólogo e informático, profesor en la Universidad de Yale —Scientists Need to Admit What They Got Wrong About Covid—, en el cual no sólo explica los desaciertos de la ciencia en su comprensión de la covid-19, sino que también explicita su frustración por “la renuencia general de la comunidad científica a discutir abiertamente cuándo y por qué nos equivocamos…, específicamente, en nuestro estudio y pronósticos de la pandemia”. Más todavía, lamenta “la falta de voluntad para resaltar en qué estaban equivocados los científicos…; fue una oportunidad perdida para explicar al público el proceso científico”. Ni dudarlo, el público está desencantado, molesto incluso con la ciencia. ¿¡Cómo es posible que no hayan predicho lo que iba a suceder?! ¿Cómo que no saben cuándo volveremos a la normalidad? ¿Cómo que no están cien por ciento seguros de nada?

 

En efecto, la incertidumbre ha sido devastadora para amplias capas de la sociedad. Peor resulta sin narrativas religiosas o ideológicas de qué agarrarse. Mucho peor porque la incertidumbre llegó acompañada de una serie de evidencias que vinieron a demostrarle fehacientemente a la gente que su pretendida fe en la ciencia era sólo eso, una creencia. 

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